El fantasma de Irán en Annápolis

Si los neoconservadores convencieron al presidente George Bush de que la paz en Jerusalén pasaba inexorablemente por Bagdad, aunque el precio fuera una guerra preventiva, la situación sobre el terreno y la percepción norteamericana han cambiado radicalmente en los últimos cuatro años, de manera que la reunión internacional de Annápolis fue urdida con la pretensión de compensar los desastres y la voluntad inequívoca de contrarrestar la creciente influencia regional de Irán y el pánico de las monarquías petroleras ante el avance del radicalismo islámico.

Así se explica el enigma decisorio de Bush: ¿por qué ahora, después de siete años en la Casa Blanca alegando que la mediación era inviable? Aunque acogido al anonimato, un delegado palestino declaró a The New York Times: "Los árabes no han venido a la reunión de Annápolis porque amen a los judíos y ni siquiera a los palestinos, sino porque necesitan una alianza estratégica con EEUU contra Irán". Washington vive bajo el síndrome del fantasma persa, no solo por el riesgo de que la bomba atómica caiga en manos de los ayatolás, sino por el temor de que las maniobras iranís en Irak, Líbano y Gaza acaben por señalar el principio del fin de la hegemonía estadounidense sobre el Oriente Próximo y sus reservas de hidrocarburos.

Entre los estrategas se propaga la hipótesis de que la invasión de Irak no fue inducida por el petróleo, sino por la geopolítica: la perspectiva insoportable de un Irak poderoso en la región. Ahora, ese peligro se exacerba por la conexión Teherán-Bagdad a través del chiismo, que cuenta con minorías en todo el golfo Pérsico. "La ausencia de esperanza y la aplastante frustración alimentan el extremismo", advirtió el presidente Abbás. "Ha llegado el momento --confesó Bush-- porque está en marcha la batalla sobre el futuro de Oriente Próximo y no debemos ceder la victoria a los extremistas". La presencia del ministro saudí de Exteriores fue un acontecimiento infrecuente que revela hasta qué punto las fuerzas de la reacción árabe están sobresaltadas.

Los resultados previstos del cónclave de Annápolis reafirman el escepticismo general que prevalece sobre el conflicto enquistado en Palestina desde hace 60 años. Empeñado Bush en salvar su expediente con algún éxito, el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbás, y el primer ministro israelí, Ehud Olmert, políticamente exhaustos, no podían regresar con las manos vacías a un territorio volátil. Por eso optaron por lo más sencillo y quizá arriesgado, sellando el arduo compromiso de negociar un tratado de paz antes del 2009, sin intervención internacional, como exige Israel. Ante los abrumadores y desquiciados precedentes, tan piadoso deseo se juzga quimérico en los ámbitos diplomáticos, de manera que, tan lejos de la paz como otras veces, más parece que estemos en el umbral de una nueva frustración.

Las grandes líneas de solución del conflicto, cuyos pilares son los dos estados y el intercambio de paz por territorios, ya fueron trazadas en Camp David en el 2000, bajo la tutela de Bill Clinton. Las concreciones están claras en los asuntos más conflictivos --fronteras, colonias judías, estatuto de Jerusalén y refugiados--, pero en vez de propiciar y/o imponer un plan de inmediata aplicación, aunque con etapas intermedias, Washington reincide en el procedimiento equivocado y convulsivo de un improbable proceso de paz, embarrancado desde el acuerdo de Oslo en 1993. Por eso la declaración conjunta plantea más preguntas que respuestas.

La ceremonia de Annápolis ha servido para subrayar la clamorosa ausencia de Irán, la potencia regional y teocrática que obsesiona tanto a Washington como a Israel y a los países árabes. Estos temen el contagio revolucionario y el programa nuclear. Israel espera tomar el último tren de los dos estados para eludir un futuro problemático: la tremenda realidad de un Estado judío en el que la mayoría de la población sea musulmana. Todos recelan del fanatismo religioso predicado desde Teherán, pero aquella esperanza y este temor no son suficientes para el enrevesado compromiso que deberá forjar una solución duradera.

Abbás y Olmert avalan los textos de la ONU y en especial la llamada hoja de ruta que propuso Bush en el 2003 con el respaldo de Rusia y la Unión Europea, pero la desconfianza persiste, el Gobierno palestino es frágil y está en bancarrota, incapaz de combatir la corrupción o controlar a los extremistas, mientras gran parte de la población se hunde en la miseria, en el abatimiento, y los mejores eligen la emigración (50.000 el último año). Los alucinados de Hamás controlan Gaza con puño de hierro y se mofan de la cumbre de Annápolis, creando una fractura política sin precedentes.

El proceso que ahora se abre solo podrá avanzar si Israel deja de ser rehén de los terroristas, algo impensable sin una evolución psicológica e ideológica, y reconoce que jamás habrá paz sin un mínimo de justicia, ofreciendo a Abbás la dignidad y los triunfos que necesita para cambiar el curso de la historia. El Estado hebreo es poderoso y cuenta con la protección y las subvenciones de EEUU, pero la humillación palestina se ha convertido en una pesadilla, como sentencia el periodista hebreo Gideon Levy. Una vez más, en Annápolis, el asunto principal desde 1967, la ocupación militar, quedó enmascarado entre la hojarasca retórica.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.

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