Un fantasma recorre América: el fantasma de la corrupción. La expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, fue destituida en agosto pasado tras un juicio político por la corrupción de su gobierno. El expresidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, también cayó y sigue preso por delitos de corrupción; su ministro de Finanzas se suicidó para no enfrentarlos. La expresidenta de Argentina, Cristina Fernández, sufre varios juicios por corruptelas varias. El presidente de Bolivia, Evo Morales, perdió el referéndum por la reelección cuando se le supo una historia de posible corrupción con una novia rubia. El presidente de Paraguay, Horacio Cartes, lo es porque su antecesor, Fernando Lugo, fue derrocado so pretexto de corrupción. La presidenta de Chile, Michelle Bachelet, se dejó buena parte de su popularidad cuando su hijo y su nuera aparecieron en una historia de corrupción. El expresidente de Panamá, Ricardo Martinelli, resiste en Miami los pedidos de extradición de su país por cargos de corrupción.
Los tres últimos expresidentes de El Salvador fueron acusados de corrupción: uno está preso, uno se exilió, uno murió durante el juicio. En Colombia todos los candidatos para las próximas elecciones presidenciales prometen sobre todo lucha a muerte contra la corrupción. En Ecuador el candidato oficialista a la presidencia, Lenin Moreno, puede perder por los escándalos de corrupción del gobierno de su jefe, Rafael Correa. En Venezuela la corrupción oficial es la consigna que más une a su oposición: estudios internacionales lo definen como uno de los países más corruptos del mundo. En México la corrupción es central en la disputa política; hace unos meses el gobernador del estado de Veracruz, Javier Duarte, huyó para no enfrentar sus cargos. En Estados Unidos las acusaciones de Donald J. Trump sobre la supuesta corrupción de los Clinton fueron un argumento decisivo de su campaña. Para Transparency International, que acaba de presentar sus índices de “percepción de la corrupción”, los únicos países de la región cuyos habitantes creen que sus instituciones podrían llegar a controlarla son Uruguay, Chile y Costa Rica.
El delito no es nuevo: siempre ha habido gobernantes que se llenaron los bolsillos, o cuentas en Suiza y otros paraísos fiscales. Lo –relativamente– nuevo es que la corrupción pública se haya transformado en el tema central del debate político.
Hace unos años un escritor argentino acuñó, para definir esa situación, un término que todavía circula por allí: llamó honestismo a “esa convicción de que –casi– todos los males de un país son producto de la corrupción en general y de la corrupción de los políticos en particular”. Y escribió que, a menudo, esa convicción reemplaza la discusión sobre las estructuras sociales y económicas que causan muchos de esos males, y sobre los cambios estructurales que deberían remediarlos.
El –tan justo– reclamo por la honestidad parece la expresión más evidente de una época que no consigue debatir proyectos, programas. Cuando millones de ciudadanos dudan sobre sus elecciones –o las evitan–, la centralidad de la corrupción convierte el debate político en un asunto policial.
La corrupción tiene una gran ventaja sobre cualquier otro argumento: está definida por la ley, no es opinable. Podemos discutir si un país debe garantizar a todos sus ciudadanos su salud o su educación o su vivienda, podemos preguntarnos qué grados de desigualdad debe aceptar una sociedad o cuánto debe entregar el Estado a unos bancos, pero sabemos sin vacilación que ciertas apropiaciones de los bienes públicos constituyen delito.
“Fulano roba” no es una opinión; es un hecho y una descalificación en la que todos acordamos. (O casi todos: en la Argentina un portavoz kirchnerista, Hernán Brienza, escribió hace poco que “la corrupción democratiza la política” porque permite que todos participen. “Sin la corrupción pueden llegar a las funciones públicas aquellos que cuentan de antemano con recursos para hacer sus campañas políticas. No hay que ser ingenuos. Sólo son decentes los que pueden ‘darse el lujo’ de ser decentes. Sin el financiamiento espurio sólo podrían hacer política los ricos, los poderosos, los mercenarios, los que cuentan con recursos o donaciones de empresas privadas u ONG de Estados Unidos”. La idea corresponde a ciertos movimientos que se proclaman populares y renovadores pero creen que la única forma de hacer política es pagar por ello).
La corrupción cuesta mucho dinero público –aunque menos que ciertas incapacidades generalizadas y ciertas decisiones perfectamente legales– y está claro que debe desaparecer. Pero una cosa es querer que la honestidad sea el grado cero de cualquier práctica, y otra pretender que reemplace a la política. “Lo que importa es que sean honestos, y la honestidad no es de izquierda ni de derecha”, te repiten. La honestidad puede no serlo; los honestos, sí. Un gobierno puede ser muy honestamente de izquierda o muy honestamente de derecha, y va a producir hechos completamente distintos.
Otro ejemplo argentino, con perdón: en 1999 su sociedad, harta de las corruptelas del menemismo, eligió para el gobierno a una Alianza muy contranatura de conservadores y progresistas sólo porque proclamaban que eran honestos y acabarían con la corrupción. La Alianza, encabezada por Fernando de la Rúa, no duró más de dos años y se desintegró en 2001, demostrando que se necesitan definiciones políticas que vayan más allá de la supuesta honestidad.
La honestidad –y la voluntad y la capacidad y la eficacia–, cuando existen, actúan, forzosamente, con determinadas intenciones, y son esas intenciones lo que vale la pena discutir. Pero el honestismo sirve para evitar –o postergar y postergar– ese debate.
El recurso al honestismo es caprichoso, estacional. Suele aumentar cuando un país vive momentos difíciles: entonces, a menudo, resurge el código penal. En Brasil, mientras el Partido de los Trabajadores gobernó con bonanza y felicidad, nadie revisó sus entresijos. Cuando Rousseff aplicó un ajuste económico que perjudicaba a sus seguidores y no satisfacía a sus adversarios, el descontento general no quiso esperar plazos electorales; era más fácil argumentar sus supuestos delitos para desalojarla.
Es caprichoso, estacional: las prácticas confusas que una sociedad toleró en sus momentos de bonanza se le vuelven insoportables en los tiempos de crisis. Pero esos grandes principios que florecen en la estación de la sequía suelen marchitarse en primavera. En España, por ejemplo, el Partido Popular de Mariano Rajoy está procesado por su manejo de dinero sucio y su extesorero, Luis Bárcenas, lleva ocho años en juicio por millones de euros no declarados con los que sostenía su estructura. Esto no impidió que los españoles volvieran a elegir a Rajoy una y otra vez, espoleados por cierta recuperación económica.
El fantasma, de todos modos, no se rinde. Algunos dicen que es bueno que la corrupción se haya transformado en un tema central: que significa que nuestras sociedades están madurando y quieren acabar con ella. Puede ser cierto; también lo es que solemos vivir nuestras corrupciones cotidianas con bastante alegría, que en nuestros países son muy pocos los que prefieren pagar la multa a sobornar al policía, que la difusión de las grandes corruptelas ajenas nos sirve de excusa para justificar nuestras pequeñas: “Sí, ya sé, pero si ellos se roban millones y millones…”.
Y, sobre todo, que la miramos con curiosas anteojeras: que nos molesta mucho más el chancho que quien le da de comer. Los políticos corrompidos son el gran enemigo; los empresarios corruptores son ciudadanos respetados, pilares de la comunidad. Quizá sea porque sentimos que el político se está aprovechando del lugar donde “nosotros lo pusimos”, mientras que el empresario, su complemento indispensable, todavía disfruta del prestigio de la iniciativa privada: al fin y al cabo es su dinero, dicen. Como quien dijera sí, bueno, era su pistola.
En cualquier caso, la corrupción es el mejor argumento para odiar a los políticos –y cantar y desear “que se vayan todos”. Es justo, y quizá necesario. El problema es que esos políticos nos convencieron de que la política son sus tejemanejes y sus trampitas: que la política es eso que ellos hacen. Entonces, al detestarlos, creemos que detestamos la política, y no sabemos qué hacer cuando queremos cambiar cosas. Se nos ocurre, si acaso, votar a algún payaso que promete lo que jamás pensó cumplir, algún machote que ofrece volver a esos buenos viejos tiempos que nunca existieron. El honestismo, cuando se desboca, puede ser el mejor precursor de ciertas epidemias: la enfermedad infantil del populismo.
El antídoto debería buscarse en la política: en la política auténtica, la discusión de ideas, la movilización de ciudadanos, la construcción de mecanismos para mejorar las vidas de todos. No eso que hacen para sacar ventajas los que dicen que la hacen, no eso que hacen para sacar ventajas los que la denuncian, no eso que hacen los corruptos: algo nuevo, distinto, donde las corrupciones no tendrían lugar. Sé que suena levemente imposible; hace cien años, que una mujer votara era el delirio de unas pocas.
Martín Caparrós es periodista y novelista argentino que radica en España. Sus libros más recientes son El hambre y Echeverría.