El fantasma de la corrupción

La VII Cumbre de las Américas produjo una extraña sensación entre algunos observadores. Por un lado, el tema que agobia y amenaza a los Gobiernos más importantes de la región —Brasil, Chile, México, Argentina— no figuró en la agenda, ni fue mencionado por los oradores o los analistas: la corrupción. Por el otro, el acercamiento entre Estados Unidos y Cuba —dotado sin duda de gran valor simbólico— dominó por completo la atención de los mandatarios y de los medios, sin que revistiera la menor significación práctica, ni para Estados Unidos, ni para Cuba, ni para los otros 33 países representados en Panamá. No es el lugar ni el momento de entrar en una discusión sobre la materialidad de lo simbólico; menos aún en una región donde los ritos importan más que los procesos, y en un ámbito —el diplomático— donde las formas suelen revestir una trascendencia particular. Conviene reconocer la pertinencia de los símbolos.

Pero también conviene detenerse un momento en la realidad política que vive América Latina. Veamos. Dilma Rousseff en Brasil, Michelle Bachelet en Chile, Cristina Fernández en Argentina y Enrique Peña Nieto en México han visto desplomarse sus índices de popularidad, paralizarse sus Gobiernos y estancarse sus economías ante los errores propios y los ataques de medios y oposiciones inclementes que descubren, día tras día, nuevos escándalos de abuso. Las recientes manifestaciones multitudinarias en Brasil; la necesidad para Bachelet de anunciar que no piensa renunciar; las recurrentes denuncias —unas más ciertas que otras— a propósito del gabinete y de la familia del presidente mexicano; y las eternas críticas en Buenos Aires, dominan la agenda interna en estos países de manera aplastante. En otros —Venezuela, Ecuador, Nicaragua— casos análogos irrumpen con frecuencia. Se trata de un fenómeno demasiado extendido y ruidoso para atribuirlo a una simple moda coyuntural: algo que no había sucedido está sucediendo. La Cumbre en sí misma, o alguno de los foros paralelos celebrados en Panamá, ofrecían una magnífica oportunidad para iniciar la discusión. No pasó nada.

Tampoco pasó algo —salvo las fotos, las felicitaciones, las peroratas y los incontables lugares comunes esgrimidos por medios obnubilados por la ocasión e incapaces de describirla más allá del calificativo “histórico”— en lo tocante a EE UU y Cuba. Recuérdese que al margen de las simplezas de muchos medios —el fin de la guerra fría en América Latina; una nueva era en las relaciones entre Estados Unidos y el resto del hemisferio— hace mucho tiempo que el diferendo entre La Habana y Washington desapareció de la agenda bilateral de todos los países latinoamericanos, si es que alguna vez estuvo presente. Con la excepción de Venezuela, y quizás Nicaragua y El Salvador, ninguna nación latinoamericana posee importantes nexos económicos, financieros, tecnológicos, de seguridad o turísticos con la decrépita economía isleña. En cuanto a los dos países directamente involucrados, todo marcha con lentitud, lo cual es normal después de medio siglo de enfrentamiento, pero desconcertante para las ilusiones de unos y de otros.

De hecho, ha acontecido poco desde la declaración de ambos presidentes el 17 de diciembre, cuando decidieron echar a andar el proceso de normalización de relaciones diplomáticas. Obama aún no puede abrir una Embajada como Dios manda en la capital cubana, ni permitirle a Raúl Castro que haga lo propio en Washington. Después del discurso de Castro, generoso en lo personal pero agresivo con su país, Obama ya ha enviado al Congreso la propuesta de eliminar a Cuba de la lista de países que según Estados Unidos fomentan o apoyan el terrorismo. Con el tiempo, dicha supresión tendrá lugar, pero no en Panamá, como se suponía. Ni hablemos de levantar el embargo o incluso de facilitar el comercio, la inversión y el turismo. Como señaló The New York Times (que alentó y aplaudió la iniciativa de Obama), “la gran apertura se parece más a una rendija”. Ejemplos simpáticos como Netflix y Airbnb no cambian lo esencial: mientras el embargo no caiga, todo lo demás será, como la Cumbre, más simbólico que otra cosa. Ni vuelos regulares, ni celulares norteamericanos en venta, ni reglamentos claros, ni crédito o inversiones, ni siquiera los pequeños pasos como el uso de tarjetas de crédito, han avanzado de manera significativa. Es lógico: aunque decenas de empresas norteamericanas se propongan hoy “entrar a Cuba”, no tienen ni la más remota idea del estado de la economía de la isla, ni de las dificultades burocráticas y jurídicas en juego. Menos aún de lo que suceda en el futuro. La ventaja de la estrategia de Obama es que no requiere de la aprobación del Congreso estadounidense; el inconveniente es que toda decisión unilateral del presidente actual puede ser revertida por... el presidente que siga.

La VII Cumbre evidenció muchas cosas, pero sobre todo, como lo insinuó Obama, una nueva división en América Latina: entre aquellos que siguen obsesionados con el pasado, y quienes prefieren mirar hacia adelante. A las orillas del Canal, que en efecto, fue producto de una cínica operación diplomático-corrupta por parte de Estados Unidos, se impuso la primera, ya que los partidarios de la segunda prefirieron callar a enfrentarse con sus vecinos. Castro ganó en Panamá. Logró la reinserción de Cuba en el sistema interamericano a cambio de nada. Por ahora. Pero para que Estados Unidos sustituya a Venezuela como tabla de salvación del régimen, ya casi sexagenario, deberá suceder mucho más. No solo fotos, símbolos y discursos.

Jorge Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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