El fantasma de la inflación futura

Con todos los problemas que aquejan a la economía mundial en la actualidad, la inflación parece ser la menor de nuestras preocupaciones. Al abordar el malestar económico posterior al año 2008, que surge del exceso de endeudamiento, los responsables del diseño de políticas están en lo correcto al centrarse en la amenaza de la deflación de la deuda, que puede conducir a la depresión.

Sin embargo, descartar a la inflación como “un problema del pasado” podría socavar los esfuerzos de los bancos centrales para hacer frente a los problemas más acuciantes de la actualidad – y, por último, facilitar el resurgimiento de la inflación. Comprender cómo se contuvo la Gran Inflación de finales de la década de 1960 hasta principios de 1980 ofrece importantes lecciones para hacer frente a los problemas económicos de largo alcance, por muy diferentes que los nuestros puedan ser, y proporciona una idea de los peligros que pueden encontrarse más adelante.

La primera lección útil se relaciona con las expectativas. En las décadas posteriores la Segunda Guerra Mundial, la doctrina sobre que la inflación y el empleo tenían que contraponerse y compensarse dominó el pensamiento económico – sobre la base de la relación que William Phillips describió en el año 1958. Sin embargo, en la década de 1979 le fue mal a la curva de Phillips, cuando muchos países atravesaron por una “estanflación” (altos niveles tanto de inflación como de desempleo).

Esta crítica fue defendida por Milton Friedman y Edmund Phelps, entre otros, quienes ya habían comenzado a argumentar que la curva de Phillips representaba meramente una relación a corto plazo. Si las personas no esperan que llegue una inflación, la ilusión de un mayor poder de compra puede aumentar el empleo y la producción por un período relativamente corto. Pero una vez que los trabajadores se dan cuenta de que los salarios reales no han aumentado, el desempleo volverá a su nivel “natural” consistente con una inflación estable.

Más tarde, los economistas denominados como los “nuevos clásicos”, entre ellos Robert Lucas y Thomas Sargent demostraron que una vez que las personas entienden que la inflación está siendo manipulada para generar optimismo en el mercado, las acciones de las autoridades monetarias pierden su impacto. El resultado es un aumento de los precios y una falta de creación de empleo.

Estas ideas, junto con la práctica una política eficaz, como la que aplicó la Reserva Federal de los EE.UU. bajo la presidencia de Paul Volcker, llevó a muchos países en todo el mundo hacia la determinación más explícita de inflaciones objetivo, en las cuales los bancos centrales estabilizan las expectativas de inflación al comprometerse de manera creíble con una tasa predeterminada de crecimiento de los precios. En la década de 1990, la inflación era algo del pasado en las economías avanzadas, y pronto gran parte del mundo en desarrollo siguió esta tendencia.

Hoy en día, la Fed está jugando una vez más al juego de las expectativas. Pero, con el fin de evitar la amenaza de la deflación y la depresión, determina como objetivo la reducción de la tasa de desempleo, hasta que llegue por debajo del 6,5%. A medida que se avanza hacia ese objetivo, el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, anunció a finales de mayo, que la Fed comenzará a “reducir gradualmente” su programa de compra de activos a largo plazo conocido como flexibilización cuantitativa (QE, por sus siglas en inglés).

Esa posibilidad ya ha despertado una renovada volatilidad de los mercados financieros. En julio, Bernanke trató de calmar a los inversores con observaciones que señalaban que, en medio de una mejora inadecuada del nivel de empleo y una inflación persistentemente baja, la Fed no abandonaría el estímulo monetario en el corto plazo.

Esta postura refleja el doble mandato de la Reserva Federal, según el cual la política monetaria apunta a lograr el máximo empleo que sea compatible con la estabilidad de los precios. Pero la credibilidad necesaria para anclar las expectativas es difícil – a veces incluso imposible – de conseguir cuando se persiguen dos objetivos simultáneamente. La incertidumbre resultante podría provocar una mayor volatilidad, sobre todo en los mercados de bonos, lo que podría obstaculizar la recuperación económica (por ejemplo, empujando hacia arriba las tasas hipotecarias a largo plazo) o aumentando el riesgo de inflación futura.

Por el contrario, la credibilidad asociada con solamente ir tras de lograr una inflación objetivo adquiere ímpetu por si mima. Teniendo en cuenta esto, sería más seguro y más eficaz que la Fed y otros bancos centrales busquen una inflación objetivo que sea única, y luego usen la ganancia de credibilidad para ayudar a la recuperación económica.

Por ejemplo, el banco central podría anunciar que las circunstancias durante, digamos, los próximos dos años garantizan doblar el nivel de inflación objetivo con relación a la habitual tasa anual – es decir, la tasa casi nunca variable – del 2%. Este enfoque reduciría el riesgo de deflación de la deuda, mientras que pondría un límite superior a las expectativas de inflación para evitar una elevación rápida y dañina de los precios mientras se afianza la recuperación.

Estas medidas preventivas son de suma importancia en vista de la segunda lección importante de la Gran Inflación: la disciplina fiscal es esencial para la estabilidad de los precios. El mantenimiento de un alto déficit presupuestario durante muchos años dará lugar a una acumulación de deuda inmanejable, a menos que la deuda se reduzca por efecto de la inflación o se reestructure.

En la actualidad, los Estados Unidos – y, presumiblemente, el Reino Unido – planean comenzar a disminuir la flexibilización cuantitativa (QE) cuando la economía esté creciendo más rápido, el desempleo sea más bajo, y los ingresos del gobierno y de los hogares estén en aumento. Pero, ¿crecerán los ingresos fiscales lo suficientemente rápido como para compensar el aumento del costo del servicio de la gigantesca deuda gubernamental?

Aunque la deuda pública no está creciendo tan rápido como antes, el enorme volumen de deuda existente debe ser pagado. La mejor cura sería una inflación más alta y controlada – es decir, el anteriormente mencionado aumento temporal de la inflación objetivo – para erosionar el valor real de la deuda pública y evitar posteriormente el riesgo de un shock inflacionario mucho más perjudicial, uno en el que las expectativas enloquezcan.

Sin embargo, aunque este enfoque podría funcionar en los EE.UU., el Banco Central Europeo está institucionalmente restringido en cuanto a elevar la inflación objetivo. A pesar de que su promesa realizada en agosto pasado de comprar cantidades ilimitadas de deuda pública a corto plazo calmó los mercados, la activación del programa de “transacciones monetarias directas” del BCE está supeditada al continuo ajuste fiscal. Así que las economías afectadas por la crisis de la eurozona no pueden crecer.

En este contexto, los países más endeudados de la eurozona tendrán que obligar a los acreedores a aceptar una reestructuración de la deuda pública. La alternativa preferible sería devaluaciones que impulsan el crecimiento – es decir, una separación de la eurozona. Pero si, como parece probable, las devaluaciones llegarían muy tarde, aún podría ser necesario reestructurar la deuda.

En los próximos años, Europa parece esta destinada a desplazarse a tumbos del sartén de la depresión a las brasas de la alta inflación. Cuando lo haga, las lecciones de la Gran Inflación de repente serán muy relevantes.

Brigitte Granville is Professor of International Economics and Economic Policy at the School of Business and Management, Queen Mary, University of London, and the author of Remembering Inflation. Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.

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