El fantasma de la moción de censura

El fantasma de la moción de censura sobrevuela el panorama político desde que el Partido Popular ganó las elecciones gallegas y recuperó el Gobierno de esta comunidad autónoma, una inyección de euforia con la que trata de sobrellevar los graves contratiempos que lo aquejan. Javier Arenas, vicesecretario general del PP, fue el primero en hablar de ello en alta voz; y últimamente el propio Mariano Rajoy ha planteado la posibilidad de una censura, aunque no contara el PP con otros apoyos, lo que indica que el líder de la oposición baraja tal herramienta como instrumento estratégico de desgaste. Es de imaginar que la amenaza arreciaría si los populares ganasen las elecciones europeas del 7 de junio, por más que, como es obvio, nada tiene que ver la representación de nuestro país en la UE con la gobernabilidad interior.

Antes de ir más allá, conviene recordar que, en el régimen español, la moción de censura ha de ser constructiva, de acuerdo con el llamado modelo alemán. En virtud del artículo 113 de la Constitución Española, la moción "habrá de incluir un candidato a la presidencia del Gobierno" y, para prosperar, deberá contar con mayoría absoluta de los miembros del Congreso de los Diputados. Se ha pretendido así reducir la inestabilidad parlamentaria propia de los sistemas de representación proporcional.

Sentado lo anterior, resulta que, con la actual aritmética parlamentaria, la moción de censura es teóricamente posible. El PSOE obtuvo en las pasadas elecciones generales 169 diputados, por lo que está a 7 de la mayoría absoluta, y el PP, 154, a 22 de la mayoría absoluta. Y, aunque PP y PSOE representan conjuntamente más del 92% de la Cámara baja, hay otros 27 escaños en manos de las minorías.

En la práctica, sin embargo, resulta imposible invertir el signo de la mayoría, porque para que Rajoy se erigiera en presidente del Gobierno debería lograr el apoyo de esos 22 diputados que le faltan para que la moción pudiera prosperar. Y, aunque el PP lograra agrupar los votos propios más los de las formaciones que en ciertas condiciones pudieran apoyarlo por su relativa proximidad ideológica --los de CiU (10 escaños), el PNV (6), Coalición Canaria (2) y el de UPD--, tan solo conseguiría 173 votos, que no alcanzan la mayoría absoluta. No parece posible en ninguna circunstancia que el PP pudiera contar con el respaldo de los 3 diputados de ERC, con los 2 de IU-ICV o con los también 2 del Bloque Nacionalista Galego.

Pero no solo es reseñable este factor numérico, que resulta por sí solo decisivo: también hay una grave objeción ideológica a una hipotética inversión de la mayoría de Gobierno en las circunstancias actuales: existe un pacto no escrito por el que, en el Estado --no en otras instancias inferiores--, ha de formar Gobierno la minoría mayor. Ese pacto ha funcionado siempre hasta ahora y muy en especial en 1996, cuando Aznar consiguió unos escuálidos 156 escaños, frente a 141 del PSOE. En aquella ocasión, Felipe González ni siquiera se planteó la posibilidad de continuar gobernando, pese a que lo hubiera logrado si hubiese conseguido el apoyo de IU, que obtuvo 21 escaños, y de los nacionalistas moderados del PNV y CiU, que también lograron conjuntamente 21 escaños. Si se repasan las hemerotecas, se encontrarán los argumentos que utilizó entonces el líder socialista para descartar tal eventualidad: en el estadio superior de la gobernación democrática, resultaría inaceptable que la propuesta ideológica que gane unas elecciones fuese relegada por una coalición.

Semejante criterio tan solo es consistente, como se ha dicho, en el ámbito estatal, en que el electorado opta sobre todo por una determinada opción política, esto es, por el predominio de determinados valores sobre otros, por la alineación del país con una de las ofertas ideológicas dominantes. Resulta claro, en términos de ética pública, que la decisión adoptada por el cuerpo social en asunto tan decisivo ha de respetarse y no puede ser legítimamente alterada en un régimen como el español, que ha consolidado espontáneamente, gracias a la proporcionalidad corregida por el sistema d'Hondt, un bipartidismo imperfecto en el que, en cada elección, los ciudadanos determinan el sesgo de su futuro Gobierno.

El fantasma de la moción de censura es, pues, más una alucinación que una posibilidad, por lo que convendría no desorientar a la opinión pública ni sembrar inestabilidad política gratuita en unos momentos en que el país necesita dedicar todos los esfuerzos a combatir la aterradora coyuntura que nos embarga. En estas circunstancias, el PP haría bien preparándose para seducir a la ciudadanía en 2012, que es cuando llegará salvo imprevistos la próxima ocasión de hacerlo, en lugar de buscar atajos que tendrían un alto coste para este país. Y no hay duda de que lo que ocurra dentro de tres años dependerá tanto del acierto del Partido Socialista en la resolución de la crisis cuanto del esfuerzo que aporte el Partido Popular en semejante empeño. Porque la reclamación social es clara: en momentos tan excepcionalmente dramáticos, la cooperación entre las fuerzas políticas es un deber ineludible.

Antonio Papell, periodismo.