El fantasma del miedo recorre Europa

En agosto se cierra por vacaciones. También este año parecía que iba a ser así después de que el Consejo Europeo acordara el 21 de julio un segundo préstamo a Grecia. Pero nada de eso. Pronto comenzaron a llegar mensajeros con negros augurios: que si una de las diosas calificadoras había arrebatado a la primera economía del mundo una vocal de la AAA para demostrarle que también ella era mortal; que si en el Reino Unido jóvenes desesperados mostraban su falta de futuro incendiando la ciudad; que en España los especuladores atacaban con tal contundencia la prima de riesgo que para calmar su voracidad se había sacrificado la intocabilidad de la Constitución. Como en la tragedia Antígona también aquí se sucedían los anunciadores de desgracias, sin otro consuelo que saber que la noticia recién llegada era más piadosa que la que estaba llamando a la puerta. Nada calmaba a los mercados.

Hubo un tiempo -y de esto no hace mucho- en el que la publicidad estival conjugaba verano con felicidad, deseando al que se iba que fuera feliz. Hacerlo ahora sería una broma de mal gusto. Lo que sentimos es miedo y lo que podemos desearnos es que alguien nos lo quite de encima.

El miedo y la política son viejos conocidos. Hobbes llega a decir que el miedo que todos tenemos a ser matado por otro es el origen de la política, es decir, lo que posibilitó el descubrimiento del Estado moderno es la conciencia de la extrema vulnerabilidad del ser humano. Como hasta el más rico o más fuerte puede ser muerto por una simple bala o un vulgar veneno, renunciemos a hacernos daño unos a otros y entreguemos nuestras armas al Estado, el poderoso Leviatán que velará por nuestra seguridad.

El cristianismo ha dado forma a la vaga sensación del miedo, relacionándolo con el final de los tiempos. Lo que nos espera al final es la catástrofe, el Anticristo, de ahí la importancia que tiene evitar el final estirando el presente. El jurista alemán Carl Schmitt -que fue filonazi, pero de una enorme lucidez- decía que el catolicismo es conservador por esencia porque nada bueno espera del final, hacia el que camina acelerada e insensatamente el pensamiento progresista. Si el miedo consistía en acercarse al final, la lucha eficaz contra el miedo consistía en instalarse en el presente, en evitar el cambio, en disfrutar lo que tenemos a mano.

Nuestro miedo, el que hemos sentido en agosto y que sigue atenazándonos, es muy distinto. No tememos que se acerque el final de los tiempos, sino que no acaben los que corren. Nos han dicho tantas veces que el tiempo es inagotable (siempre podemos posponer el final) e imparable que ahora tenemos miedo de que eso sea verdad y no haya manera de que esta pesadilla tenga un fin.

Hay dos salidas posibles. A la vista de la incapacidad manifiesta de los políticos en el poder, ¿por qué no pensar en una solución providencial, en un cirujano de hierro que dé un puñetazo sobre la mesa y ponga orden? No olvidemos que el Estado de excepción nació en un tiempo, el barroco, de grandes tribulaciones y parejos miedos. Esa excepcionalidad no tiene por qué encarnarse en un tirano. Puede tomar la forma civilizada de un programa político que sacrifique de nuevo el modesto bienestar de los más en el ara de la ortodoxia de los grandes números.

La otra salida consiste en pensar que hay alternativas. El pensamiento alternativo juega con la media y larga distancia. Puede que a corto plazo el equilibrio presupuestario sea inevitable y que haya que retocar la Constitución por las bravas. Pero además de lo inmediato existe ese espacio donde se sitúan las premisas culturales de las decisiones políticas.

Hemos interiorizado tanto el pensamiento políticamente correcto que cualquier desvío parece una aventura peligrosa. Pensemos en Europa. Hasta el hombre de la calle ha asumido el principio de que los países acreedores, sobre todo Alemania, pueden imponer sus programas de ahorro, y los países del sur tienen que someterse a los dictados de quien les presta sus dineros. No hay duda de que ese razonamiento tiene su lógica, pero no es la única. Alemania no puede olvidar que su destino está vinculado moralmente a Europa. Alemania no es europea por conveniencia, sino por deber. Cuando Helmut Kohl sacrificó un marco boyante al incierto euro lo hizo porque «creía en una Alemania europea y no en una Europa alemana». La deuda moral que Alemania tiene con Europa es mucho más importante, dicen alemanes tan lúcidos como Habermas o Ulrich Beck, que la deuda económica que otros tengan con ellos. Los países del sur tienen mucho que aprender de su profesionalidad y buena gestión, pero para ellos y para nosotros Europa es un destino. Como decía Semprún, Europa nace en el campo de concentración y eso nos obliga a todos.

Naturalmente que ni una Europa solidaria está al abrigo de la crisis, pero no da miedo y permite elaborar el que ya tenemos. Lo indecente es mercadear con el miedo y utilizarlo «para ver hasta dónde es capaz la gente de reducir su nivel de vida para que las élites mantengan el suyo», como sospecha el economista británico Eric McCormack.

Por Reyes Mate, filósofo e investigador del CSIC.

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