El fantasma del populismo

Un amplio grupo de líderes y movimientos populistas viene despertando un gran recelo dentro y fuera de América Latina en las dos últimas décadas. Este fenómeno no es en absoluto nuevo. Ya entre los años treinta y sesenta del siglo pasado se instituyeron regímenes populistas - como los de Vargas en Brasil y Perón en Argentina- caracterizados, entre otros aspectos, por expandir el papel del Estado, emprender políticas redistributivas, fomentar la industrialización, y ampliar la inclusión social y política. Todo ello sobre la base de un discurso legitimador que apelaba de forma constante al pueblo. El populismo de nuestros días ha aflorado en un contexto muy diferente. Los líderes populistas que han accedido recientemente al poder (por ejemplo, Chávez, Evo Morales, Uribe, Kichner o Correa) lo han hecho después de ganar en elecciones competitivas y sobre la base de algún partido o movimiento político.

Pero ¿qué es el populismo? Ésta es una pregunta que admite múltiples respuestas, dada la vaguedad que rodea a este concepto. Una definición elemental - inspirada en los trabajos de Laclau y Panizza- es concebirlo como un tipo de discurso político por el cual se divide la sociedad entre el pueblo y unos poderosos que someten y hacen sufrir al pueblo. El líder populista se caracteriza por denunciar a estos opresores - que pueden ser los partidos y los políticos tradicionales, las clases altas, el imperialismo norteamericano, etcétera- e identificarse con los oprimidos. Las raíces de este discurso populista son diversas, si bien destaca una por encima de todas: la existencia de una crisis de representación. Se trata de una situación en que los ciudadanos consideran que los políticos y los gobiernos ya no responden mínimamente a sus expectativas y demandas. Este sentimiento se expresó en el que se vayan todos durante la crisis argentina del 2002 y con palabras similares se ha extendido en otros países de la región.

Sobre la base de las dos dimensiones discursivas mencionadas se levantan otras tres características que, si bien no son exclusivas, son habituales del estilo populista de hacer política. Una primera es el recurso a una escenografía y una retórica repleta de emotividad y símbolos. La célebre imagen de Evo Morales ataviado con su chompa o el programa Aló, presidente de Chávez son dos ejemplos de la puesta en escena populista que tanto gusta a estos políticos. En segundo lugar, si la identificación del líder con el pueblo es inmediata, las instituciones representativas son secundarias, cuando no un claro estorbo para los intereses populares. No es así extraño que muchos de estos líderes, una vez en el poder, traten a toda costa de ampliar sus poderes (por ejemplo, legislativos) y rehuir de los sistemas de control democráticos. Finalmente, los regímenes populistas se apoyan - por encima de estructuras formales como los partidos- en una amplia diversidad de organizaciones y movimientos sociales (juntas vecinales, organizaciones campesinas, etcétera). El populismo tiende a atender de forma discrecional y clientelar a todos estos colectivos, facilitándoles ciertos servicios o recursos (subsidios, empleo, etcétera) a cambio de su lealtad.

Una cuestión controvertida es si el populismo está o no asociado a una manera específica de conducir la economía. En 1990 se acuñó la expresión macroeconomía del populismo para referirse a gobiernos como el de Alan García que impulsaban una política expansiva de gasto público, sin tener en cuenta el equilibrio interno y externo de la economía. Algunos gobiernos de los noventa (como los de Menem o Fujimori) evidenciaron justo lo contrario: cómo se podía combinar un discurso populista con políticas económicas neoliberales. Recientemente, el llamado populismo económico ha vuelto a presentarse. El caso de Chávez es el más ilustrativo. Durante los últimos años se ha realizado un incremento considerable del gasto público y el país goza, por el momento, de un cierto equilibrio económico, gracias al precio favorable del petróleo.

A la vista de todo lo anterior, el populismo entraña riesgos importantes para el desarrollo de América Latina. Vale la pena resaltar dos. A primera vista, el impulso de programas sociales por muchos gobiernos populistas puede parecer loable de cara a combatir el elevado nivel de pobreza existente. Sin embargo, se debe ser consciente de que el manejo de estos programas es, por lo general, clientelar y asistencialista. Además, por sí solos no bastan para reducir significativamente la pobreza. Ello requiere disponer también de una economía saneada, en crecimiento y, sobre todo, con potencialidad para generar nuevas capacidades productivas y empleo. Y en esto los gobiernos populistas no están ofreciendo respuestas satisfactorias. El segundo riesgo del que cabe alertar afecta a la calidad de la democracia, como mínimo en dos sentidos: 1. se pone en peligro el respeto al pluralismo, en la medida en que se pretende asumir la representación plena del pueblo: cuando se proclama que el líder es el único que representa al pueblo y que todo aquel que está en su contra es enemigo del pueblo; 2. esta pretendida representación total conduce, como se apuntaba antes, a un interés en debilitar las instituciones democráticas que cumplen la función de contrapesar al poder ejecutivo.

Mikel Barreda, consultor del Institut Internacional de Governabilitat de Catalunya.