Cuando nos obcecamos vemos lo que no es, y los espejismos son peligrosos. Es frecuente escuchar que sobran titulaciones en nuestras universidades, sobre todo aquellas cuyos conocimientos no aprecia o no necesita el mercado, y por lo tanto dificultan el empleo de quienes desean cursarlas. ¿Quién decide cuáles son? ¿Quién decide lo que podemos o no podemos, debemos o no debemos, estudiar o aprender? ¿Quién decide qué conocimientos son útiles o innecesarios?
Michael Ignatieff, en el prefacio a la edición española de su libro sobre la vida de Isaiah Berlin, dice que «…Berlin sigue siendo relevante, se podría afirmar, porque su pregunta fundamental -cómo vivir en libertad- es más que nunca la nuestra, en una época en la que, a causa de los nuevos medios digitales y de las políticas tecnológicas de persuasión y manipulación que han surgido a su alrededor es muy difícil distinguir entre conocimiento y opinión, rumor y hecho, verdad y ficción…»
Empleabilidad es el cacofónico neologismo que los apóstoles de lo desechable usan de ariete. Aunque la usabilidad, otro neologismo confuso, solo puede predicarse de las cosas, no de las personas. Salvo que creamos que la esclavitud tiene un futuro o, sin creerlo, aceptemos con abyecto pragmatismo rendirnos ante el esfuerzo que exige no desechar a nadie, no renunciar a lo bello, no despreciar la dignidad humana.
Hablamos de la libertad, de calcular y proteger el valor de las cosas, no solo su precio. La contabilidad y la tecnología disfrutan de un bien ganado crédito social, pero es un colosal desatino descartar el espíritu por innecesario. ¿Cuánta arrogancia se esconde tras la pretensión de saber qué sea, o no, lo necesario? Las humanidades patrocinan y salvaguardan la libertad, la justicia, la compasión y la tolerancia, Arrinconar el alma de los hombres, someterla al capricho de un dogmatismo, reprobar el espíritu libre es, sin embargo, la ambición primera de todo totalitarismo, del signo que fuere. La religión de quienes suelen empezar quemando libros y terminan siempre quemando hombres, como escribiera Heine.
Hay ocurrencias cuya propia ligereza las hace desvanecerse sin mayor daño que el de malgastar nuestra atención y nuestra paciencia durante un tiempo. Hay otras, sin embargo, como la inútil pretensión de abatir las humanidades, que obligan a gritar, para que se nos oiga bien a través de la tormenta, que ¡Tururú!
Cuando la furia de la mar emborrascada se abalanza incesante sobre la costa impotente, parece que la roca y el faro que la prolonga están condenados. Pero cuando el embate de la ola, preñada con la sorda fuerza de la naturaleza, alcanza la roca, se produce un choque brutal, un temblor, y la mar estalla agotando su potencia en una constelación de espuma, humedad brumosa y gotas dispersas, que se eleva y se disemina por encima de la erosionada roca y su enhiesta prolongación; difuminando la acometida y creando un espectáculo de belleza fulgurante e irrepetible. Tras el cual la mar de resaca retrocede y abandona la roca y el faro que, chorreando, recuperan su perfil abrillantado y vertical.
Los marineros conocen bien el inapreciable valor que tienen el faro y su temblorosa luz circular, titilando en medio de la oscuridad y la borrasca, con la mar encrespada y el barco cabeceando alocadamente; porque es, ha sido siempre, la diferencia entre la vida y la muerte, entre la libertad y la esclavitud, entre el comercio y la rapiña.
Las humanidades son el faro de nuestras vidas. Las humanidades ofrecen cobijo, orientación, certezas, posibilidades, vida, libertad y futuro. Nos recuerda el Dante que a la puerta del infierno hay un cartel que nos advierte de que hemos de desechar toda esperanza. Las humanidades son precisamente la esperanza inagotable.
Si, como el rey Lear, cegados por la pasión, confundiendo la adulación con la lealtad, encumbramos a quienes solo desean destruirnos, nos destruirán. Solemos pensar, llegado este punto, que no somos tan insensatos como Lear, pero es mejor no hacer experimentos para descubrir cuan miserables podemos llegar a ser. Mejor la prudencia que el arrepentimiento, mejor disponer del inestimable criterio que proporcionan las humanidades, disfrutar el lujo de su valiosísima y tamizada luz.
Que las universidades, como siempre, se ocupen de las humanidades con profundidad y altura de miras, porque la educación es mucho más que la formación, y la sabiduría mucho más que el conocimiento. El pensamiento especulativo, artístico y diletante no tiene precio. Nos asombra la física de Newton y sus aplicaciones prácticas, pero al parecer la idea de la fuerza de la gravedad se le ocurrió tumbado a la sombra de un manzano. Y, conviene recordarlo, aún hoy hay gente capaz de sostener que la tierra no es redonda o que el hombre no ha pisado la luna. Ellos sabrán, mientras no dañen a los demás, pero eso es una cosa, la tolerancia, la piedad, y otra muy distinta concederles la cordura y respetar su criterio. Ese discernimiento lo dan las humanidades: la teología, la filosofía, la literatura, el derecho, el arte…
En España, asediada por la pandemia y la palabrería, la eterna verdad del incalculable valor de las humanidades cobra un nuevo fulgor, el de orientarnos hacia lo mejor, que es lo que viene después del dolor y la esperanza. Las humanidades, como las instituciones, como un rey, nos amparan a todos y a todos nos iluminan, nos cobijan, nos sosiegan y nos ofrecen una esperanza fundada. Podemos decir que los enemigos de las humanidades son, con absoluta precisión, los enemigos de nuestra libertad; que una y otra vez embisten al faro y su roca para estallar en nada.
Adolfo Menéndez Menéndez es abogado.