El fascismo vulgar nacionalista

Son muchos los trabajos que tienen por objeto definir y caracterizar el fascismo. Autores como George L. Mosse, Zeev Sternhell, Emilio Gentile, Renzo de Felice, Gino Germani, Angelo Tasca, Norberto Bobbio, A. James Gregor, Umberto Eco o Stanley Payne ponen a nuestro alcance una abanico de hipótesis -a veces, contradictorias- que Enzo Traverso (Interpretar el fascismo, 2005) y Pedro Carlos González Cuevas (Renzo de Felice, una semblanza intelectual a los veinte años de su muerte, 2016) han sintetizado. ¿Qué es el fascismo? Por ejemplo: revolución espiritual y comunitaria, impulso romántico, síntesis de ideas diversas, ideología alternativa al liberalismo y el socialismo que no excluye la incorporación de ingredientes marxistas, rechazo del individuo en favor de la masa, apología del combate y la violencia, herencia de la izquierda jacobina, reformulación mística del nacionalismo o modelo -antidemocrático, autoritario, imperialista, xenófobo y racista- de sociedad.

El fascismo vulgar nacionalistaTodo ello, sin olvidar la definición de la Internacional Comunista según la cual el fascismo es una «dictadura terrorista constituida por los elementos más reaccionarios, más chovinistas, más imperialistas del capital financiero». Definición -que todavía acepta la ortodoxia comunista y afines- que Palmiro Togliatti divulgaría poniendo el acento en una «burguesía reaccionaria» que «recurre al fascismo» para conservar el poder (Lezioni sul fascismo, 1935).

Llegados a este punto, habida cuenta que el fascismo se ha convertido en un apelativo común que sirve para descalificar ideas, partidos o movimientos; teniendo en cuenta también que el fascismo original es ya una manifestación concreta del pasado, teniendo en cuenta todo eso, conviene señalar qué tipo de fascismo puede existir hoy. Vuelvo a Palmiro Togliatti: «No hay que pensar que lo que sirve para Italia debe servir también para todos los demás países». Prosigue: «El fascismo manifiesta diversas formas en distintos países». Concluye: «En épocas distintas el fascismo asume aspectos diferentes». Vayamos a ello.

José Luis L. Aranguren -en un breve ensayo divulgativo- hablaba, refiriéndose al nacional catolicismo franquista, de la existencia de «otro fascismo», «adulterado», «venido a menos», «imaginativo» y «vulgar» (Qué son los fascismos, 1976). Vale decir que el filósofo español asociaba el nacionalismo a ese «otro fascismo». Una consideración o hilo conductor que enlaza con los estudios del fascismo clásico: la «nación como mito» y «religión civil», la «nación como sinónimo de Pueblo», la «salvación nacional» o la «nacionalización de la masa». También, el nacionalismo como sustento de un Estado totalitario que encarnaría la nación y cimentaría las relaciones sociales, políticas, económicas y espirituales de los gobernados. Cuarenta y tres años después de la publicación del opúsculo, los hechos parecen dar la razón al filósofo español. En efecto, en Europa ha aparecido ya ese «otro fascismo vulgar» -grosero y avillanado- que nos amenaza.

Ese otro fascismo supremacista de vocación totalitaria que exalta la nación, habla en nombre de la comunidad nacional, padece el síndrome de la nación elegida, recluta efectivos apelando a la defensa de la dignidad nacional, educa -emociones, sentimientos, ficciones y mentiras- a la masa en la consciencia nacional, y sacraliza la lucha por la recuperación y reconstrucción de una nación que nunca existió.

Ese otro fascismo que cercena derechos y libertades y dinamita la legalidad democrática en beneficio de una nueva -supuesta- legalidad y legitimidad que conducirán a un nuevo Estado nacional propio y luminoso.

Ese otro fascismo -que exige un gobierno genuinamente nacional en que el pueblo manda y el gobernante obedece- que recuerda el «decisionismo» y la «democracia aclamativa» del Carl Schmitt (Teología política, Teoría de la Constitución o El concepto de lo político, todos de 1928) partidario del Estado total que creía en la «separación o eliminación de lo heterogéneo» en favor de la «homogeneidad nacional» y el «Pueblo».

Ese otro fascismo que impulsa organismos -asambleas, consejos, asociaciones, colegios profesionales, cámaras de empresarios o sindicatos: todos «nacionales»- que obvian las instituciones democráticas representativas -¿totalitarismo electivo?- y recuerdan el corporativismo italiano de la primera mitad del XX. Ese otro fascismo que abusa de la propaganda -agitprop a la manera soviética del Jorge Plejánov que elabora ideología, sentido, relato, neolengua, consignas, iconos e imágenes- y llama a una movilización permanente. Un fascismo vulgar sustentado en ese esteticismo que encandila e impacta -inspirado en el expresionismo cinematográfico de las primeras décadas del XX-, propio de las televisiones de hoy, y de esas manifestaciones que recuerdan a la Marcia su Roma de ayer.

Ese otro fascismo que se vale del poder performativo del lenguaje para prescribir la realidad, persuadir y guiar, convertir la palabra en una orden seguida de una acción. Y algo más: el discurso deviene un instrumento de control que difumina al individuo en el colectivo, modela la consciencia del sujeto, hace del ciudadano un súbdito gregario, opone el Nosotros al Ellos, fractura la sociedad transformando al disidente en enemigo. El lenguaje como instrumento al servicio del autoritarismo.

Ese otro fascismo inclinado a la subcultura vandálica que acumula rabia y odio y se instala en la marginalidad. Una violencia -una mística agresiva, vengadora y liberadora que obedece la llamada de la Nación y el Pueblo- que refleja la tendencia destructiva y autodestructiva -la pulsión de muerte del doctor Freud y el nihilismo que alimenta el desorden y la metástasis sociales percibidas por Dostoievski- del nacionalismo.

Ese otro fascismo amigo de la balcanización que dice repudiar la violencia, pero recurre a la insurgencia «pacífica»; diseña un conflicto a la carta y se victimiza; combina activismo y subversión; intimida a la ciudadanía y moviliza a los afectos, mientras señala a los desafectos; practica la astucia para burlar la democracia y la legalidad.

Ese otro fascismo censor que impulsa una espiral de silencio como la teorizada por Elisabeth Noelle-Neumann (La espiral del silencio. Opinión pública: nuestra piel social, 1995) que nos remite al Alexis de Tocqueville que señala que «temiendo el aislamiento más que el error, aseguraban compartir las opiniones de la mayoría». Ese otro fascismo vigilante que genera el pánico al modo del Heinz Bude que habla del miedo que «evita lo desagradable, reniega de lo real… el miedo vuelve a los hombres dependientes… posibilita jugar con las masas que callan, porque nadie se atreve a alzar la voz… de este modo, la noción de qué es lo que los demás piensan de uno y qué es lo que piensan que uno piensa de ellos pasa a ser una fuente de miedo social» (La sociedad del miedo, 2014).

En la edición del 22 de junio de 1995 del The New York Review of Books, Umberto Eco publica el artículo Ur-Fascism en que señala los elementos del «fascismo eterno» o «totalitarismo borroso». Entre otros, la exaltación de la unanimidad, la obsesión identitaria o étnica, el recurso al pueblo humillado cuya voluntad expresa el dirigente. Objetivo: advertir al ciudadano para que el «fascismo no coagule a su alrededor». Para ello, hay que tener en cuenta que «el fascismo puede volver bajo los más inocentes disfraces» y «nuestro deber es descubrirlo y señalar cualquiera de sus nuevos casos, todos los días, en cualquier parte del mundo».

Miquel Porta Perales es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *