El federalismo aporta claridad

En 1995 se celebró un referéndum sobre el futuro político de Quebec. El Gobierno canadiense menospreció su legitimidad, y por tanto renunció a debatir sobre las reglas del juego de la votación. Otorgó innecesariamente al soberanismo un monopolio dialéctico. El resultado fue una pregunta confusa y tramposa, donde el “sí” sacó un 49,42% de los votos.

La doctrina de la claridad nació en Canadá a raíz de la ambigüedad de la pregunta y del resultado ajustado del 1995. Pero también sirvió para corregir el error del Gobierno de no entrar en el debate. En España, la historia se repite. El Gobierno une la negligencia a la prepotencia. Por eso conviene profundizar sobre lo que supone y aporta la doctrina de la claridad.

En principio, es sencillo. Tras el referéndum de 1995, el Tribunal Supremo canadiense dictaminó que para legitimar unas negociaciones sobre una secesión eran indispensables dos condiciones: una pregunta clara y una mayoría clara. El tribunal dejó en manos de los actores políticos la definición de los tres conceptos (la pregunta, la mayoría y el marco de las negociaciones).

El Gobierno canadiense reaccionó con una ley de claridad, anunciando que ellos llevarían la voz cantante en cada ámbito. El Gobierno de Quebec reaccionó con su propia ley, totalmente contraria. Estas leyes contrapuestas no han resuelto la cuestión de fondo; ningún Gobierno puede bloquear al otro. Tienen que llegar a acuerdos.

La doctrina del Supremo canadiense dice que los derechos democráticos suponen deberes constitucionales, y viceversa. Sirve para facilitar los pactos, no para legitimar las imposiciones. Descarta por igual que una provincia se pueda imponer tras una votación (una ruptura unilateral) como que el Gobierno central pueda ignorar un mandato democrático claramente expresado (el inmovilismo).

Por eso, la ley canadiense (una obra de halcones, muchos de ellos de Quebec) reconoce que “el Gobierno de cualquier provincia de Canadá tiene el derecho de consultar a su población sobre cualquier asunto y tiene el derecho de formular la forma de la pregunta del referéndum”. A cambio, el Gobierno federal afirma, con razón, la legitimidad de su papel. Así, la claridad del proceso sirve como fundamento de los pactos.

Esta claridad es necesaria, pero insuficiente. Decía James Madison que “si los hombres fueran ángeles, ningún Gobierno sería necesario”. Como no lo son, “la ambición tiene que servir para contrarrestar la ambición”. Esto es la esencia de un sistema federal, basado en un reparto de soberanía. Para resolver los conflictos, no se trata de buenas palabras o de promesas ambiguas, sino de blindar competencias.

Si se pretende importar algo de Canadá, lo importante es el federalismo, no la claridad. Sin la soberanía compartida, no hay garantías suficientes. Y entonces la claridad se convierte en un eufemismo para la imposición. Esto lo demuestra constantemente el Gobierno de Rajoy, que habla claro, pero se mantiene sordo. A cambio, el dominio de Artur Mas del eufemismo nos recuerda que una falta de claridad también es señal de una falta de buena fe.

Ahora mismo, ni la actitud de negación constante que emana del Partido Popular y otros actores en Madrid, ni la idea extendida entre muchos catalanes de que España no tiene nada que ver con ellos, aporta este respeto mutuo. El federalismo es una forma de inocular el sistema político de los caprichos transitorios; obliga al reconocimiento.

En el fondo, las dos actitudes —la negación y el unilateralismo— son dos caras de la misma moneda. Ambas suponen una renuncia trágica de la política, al dar por hecho la imposibilidad de una solución pactada. Encima, atentan contra el sentido común; hasta la independencia se tendría que pactar. Y reconocer a Cataluña como un sujeto político (en un marco europeo de soberanía compartida) es mucho más fácil que reconocer a Cataluña como un Estado independiente. Perderse en debates escolásticos y caducos sobre la soberanía y la nación supone un grave error. Sobre todo visto desde la óptica canadiense.

Durante más de 25 años, las instituciones canadienses no fueron capaces de reconocer el hecho diferencial de Quebec. Al final, un Gobierno encabezado por conservadores reconoció a Quebec como una nación. Las consecuencias eran prácticamente nulas. Sin obtener un reconocimiento explícito, y sin disponer de un “Estado propio”, Quebec siempre ha tenido algo mejor; garantías democráticas en un marco federal.

Por eso, la condición sine qua non de una salida pactada consiste en un reconocimiento mutuo entre las instituciones españolas y catalanas. Toca que ambos se reconozcan como sujetos políticos legítimos, y que sus gobernantes tienen el mismo deber de velar por el bienestar de la ciudadanía.

Este reconocimiento solo se puede materializar a través de una reforma federal que aporte derechos democráticos, pero también deberes constitucionales. El reconocimiento ha de ser mutuo. Si se descarta la negación, el unilateralismo tendrá que renunciar. Para que quede claro: el pacto de mínimos democrático no podrá ser otro que pactar qué se tiene que pactar.

David Lizoain es economista.

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