El feminismo y el cuerpo de la mujer

Un grupo de mujeres –aunque se entremezcla algún hombre– eleva el volumen de los gritos cada vez que alguna pareja o alguna persona sola entra por la puerta del Hotel Weare de Madrid. Los que llegan ponen una cara a medio camino entre la sorpresa y el temor. No habían contado con las feministas. Ellos solo quieren informarse sobre la gestación subrogada. Son personas, heterosexuales, homosexuales a veces, que tienen la ilusión y la esperanza de ser padres o madres.

Era el 7 de mayo, que fue cuando tuvo lugar en el hotel la feria sobre gestación subrogada Surrofair 2017. Las feministas pertenecían a la Red Estatal Contra el Alquiler de Vientres (RECAV, por sus siglas en español) y habían llevado infructuosamente a la feria ante la justicia alegando que las madres de alquiler no son legales en España.

En las fotografías se observa a dos activistas desnudas de cintura para arriba, con lemas pintados en sus cuerpos –como No se vende o No se alquila–, al frente de la protesta. Es algo que extraña, que recurran a sus pechos para atraer la atención de los periodistas y de los medios de comunicación. Utilizan sus cuerpos, de alguna manera los mercantilizan, lo mismo que reprochan a las madres por sustitución (o vientres de alquiler, dicho despectivamente).

Más allá de la perplejidad, no tengo mucho que decir sobre el hecho de desnudarse para llamar la atención. Tampoco es el objeto de estas líneas. Hay que admitir que aparentemente guarda coherencia con las reivindicaciones feministas sobre el aborto. Reivindicaciones que se han condensado en el eslogan Nosotras parimos, nosotras decidimos.

Y aquí uno llega a una segunda paradoja, a una segunda extrañeza. Si, según proclaman, la mujer ha de poder decidir cuando se trata del aborto –circunstancia dramática y que implica poner fin a una futura vida–, ¿por qué, en cambio, no ha de poder cuando de lo que se trata es de generar una nueva vida?

Intento hacer un ejercicio de empatía. Es decir, ponerme en la piel de feministas como las que protestaban en Madrid. Examino los argumentos. Uno de los más repetidos es que la mayoría de madres de alquiler –y los intermediarios y las clínicas– cobran por este servicio, aunque existe también la subrogación altruista. No me convence, aunque intuyo el estereotipo detrás de este elemento. Ellas imaginan a gente rica y poderosa, con mucho dinero (en los países donde está permitida la subrogación puede costar alrededor de 60.000 euros), que, poco menos que por capricho, quiere comprar un hijo. Al otro lado, una persona obligada por la pobreza y la mala suerte a hacer algo poco menos que repugnante. Esgrimía justamente el riesgo de explotación de las mujeres la exministra González-Sinde hace unos días en EL PERIÓDICO para oponerse a las madres de alquiler.

Las feministas contrarias a la subrogación –entiendo que existen las que son indiferentes o favorables– no piden, al revés de lo que podría parecer lógico, que el Estado haga asequible la subrogación para personas con pocos recursos. No exigen, como sí hacen sistemáticamente con el aborto, que la subrogación sea libre y gratuita. O que la Administración regule esta práctica para proteger tanto a los adultos como, sobre todo, a los niños.

Quieren la prohibición. Punto final. Y que se persiga, incluso, a los que informan de cómo funciona la gestación subrogada, permitida en otras latitudes, como Estados Unidos, Canadá o Grecia.

En cierto modo, la reacción de estos colectivos feministas ante las madres de alquiler es similar a la que tienen ante la prostitución. Consideran que la manera más fácil y efectiva de afrontar el problema es la mano dura, sacrificando alegremente la libertad de las personas. Decretan que las mujeres no deben poder prestar servicios sexuales –es igual que quieran o no quieran– ni tampoco han de poder, en el caso del que hoy hablamos, actuar como madres por sustitución. En cambio, hay que dar facilidades y proteger la libertad de quien desea abortar.

Todo ello cuesta mucho de entender si no se incluyen en la ecuación creencias o prejuicios ideológicos o morales. Sobre ellos, sin embargo, puede decirse bien poco. Todo el mundo tiene los suyos, a veces sin saber muy bien ni cómo ni por qué.

Las creencias y prejuicios, por su propia naturaleza, pueden dar lugar a curiosas combinaciones, a curiosas fraternidades. Es lo que ocurre aquí. Contra la prostitución y la subrogación, las feministas radicales y los sectores religiosos más cerrados se manifiestan ruidosamente desde la misma acera. Sin embargo, si optamos por cambiar de tercio y nos ponemos a hablar del aborto, entonces los religiosos se quedan donde están, pero las feministas corren a situarse en la acera contraria.

Marçal Sintes, periodista. Profesor de Blanquerna-Comunicación (URL).

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