El fiasco de las nacionalidades

La inclusión del término “nacionalidades” en la Constitución de 1978 supuso un serio intento por resolver la cuestión nacional en tanto que el primero de nuestros problemas constitucionales, a enorme distancia hoy día de cualquier otro. En sí misma considerada, esta iniciativa aparecía como la operación posiblemente más ambiciosa de las adoptadas por el constituyente. Sin embargo, y al mismo tiempo, ha resultado ser la más desaprovechada, o la peor administrada. La más ambiciosa, porque encerraba la promesa de la superación de un modelo de comunidad política, como venía siendo el caso de la española desde la llegada de la modernidad, marcada por la hegemonía de una nacionalidad en detrimento de otras minoritarias. La más desaprovechada por los responsables del proceso autonómico inicial de 1979-1982 y de años sucesivos, al haber reducido la incorporación constitucional de las nacionalidades a su actual inoperancia. En una hora en la que desde tantos sectores se pide a gritos la reforma de nuestra constitución autonómica importa mucho calibrar y asumir la dimensión de este fracaso.

El fiasco de las nacionalidadesPara empezar, y a fin de entender la ambición del empeño, hay que tener en cuenta que todo lo fundamental que en la Constitución se contiene respecto de nuestra comunidad política, y que se cifra en la fórmula del “Estado social y democrático de derecho”, no era más que lo esperable en una empresa como la que se abordó en aquellos difíciles dieciocho meses de actividad constituyente. Son palabras constitucionales que, en su conjunto y con todas las variaciones del caso, habían de estar en la Constitución de todo Estado que se fijara la meta de ingresar en las entonces Comunidades Europeas. En contraste, resulta difícil descubrir una referencia a nacionalidades en las leyes fundamentales de los futuros socios europeos.

Claro que el contexto también cuenta. La operación tuvo lugar en el interior de un precepto donde las nacionalidades aparecían precedidas de una retórica bien conocida: la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, “fundamenta” esta Constitución. Ahí hay retórica y hay reiteración, pero es más que eso. Son expresiones con un contenido normativo de primer orden: esta Constitución excluye inequívocamente el derecho de autodeterminación/secesión de dichas nacionalidades.

Nada de esto resta un ápice a la evidencia de que la Constitución nacía plurinacional. Su artículo segundo constata la plurinacionalidad de España: la nación española se integra, ya en el momento en que la Constitución se promulga, de nacionalidades y también de regiones, por más que no se diga cuáles. A partir de ahí, sin embargo, el programa constitucional de “reestructuración nacional” del Estado quedaba solo implícito, lo que ya comienza a explicar cómo se ha llegado a la situación presente. A cuyos efectos cabe señalar dos órdenes de razones.

El primero se sitúa en el propio constituyente, quien no supo ser consecuente con la palabra que había llevado a la cabecera de la Constitución. Es como si, asustado de lo que el término pudiera implicar, lo rehuyese acto seguido de manera sistemática, difuminándolo en un fárrago de modelos y de procesos autonómicos para los diversos territorios del Estado, de modo que el hilo conductor que ahora importa, la correspondencia entre las nacionalidades minoritarias y su articulación institucional, correría un serio riesgo de quedar perdido.

Al final, la plurinacionalidad acabaría subsumida, si no agostada, en la más amplia operación de descentralización territorial. Hubo un breve momento, los primeros meses de 1979, en los que el programa subyacente al título VIII de la Constitución en lo tocante a la plurinacionalidad del Estado parecía cumplirse. Era sin embargo una apreciación ilusoria. Bastó la celebración de las primeras elecciones locales, exigidas como condición en la Disposición Transitoria 3ª, para que la singularidad del impulso plurinacional se fuera borrando en un contexto político de particular debilidad y desconcierto. La consecuencia fue que los Estatutos de Autonomía de las nacionalidades minoritarias serían frecuentemente interpretados en la primera jurisprudencia constitucional en función de la referida operación de descentralización general del Estado. En definitiva, la representación de una autonomía específicamente vinculada a la imagen de una nacionalidad minoritaria, en la medida en que la Constitución parecía prometerla, quedó pronto desdibujada.

Ya en otro orden de cosas, España es tierra con mucha historia, en todos y cada uno de sus cuadrantes. Y quien dice historia dice también identidad o, mejor, identidades. Los preámbulos de los diversos Estatutos de Autonomía dejan constancia de este elemento identitario, a veces de manera innecesariamente florida. De aquí a la declinación de esta historia e identidad propias en términos de nacionalidad apenas habría un paso. Si el de identidad era un término maleable, el de nacionalidad no lo era menos. Ahora bien, la cuestión clave en esta materia es si esta categoría de nacionalidad fue incorporada a la Constitución como dejada a la libre disposición, o como expresión de una libertad de autodefinición reconocida a los distintos territorios a la hora de configurar su respectiva autonomía.

Es más que dudoso que así fuera. Una cosa es que los contornos de la categoría sean en sí mismos fluidos, y otra distinta que la cuestión nacional, tal como venía arrastrándose en España hasta el momento de la restauración de la democracia, no tuviera sus nombres y sus apellidos. Más correcto es entender que las nacionalidades no llegaron a la Constitución con la intención de abrir una puja, o como una invitación al despertar de las conciencias, en fin, no para introducir un factor de complejidad adicional sino con el objetivo preciso de encarar un problema preexistente en la condición del Estado español.

No ha sido así, como se sabe. Las nacionalidades han venido a proliferar en el curso de todos estos años en la letra de los Estatutos de Autonomía, acaso suponiendo que ello bastaba para conferirles existencia en el respectivo territorio. Es así como aquella importante palabra de la Constitución ha resultado un término irremisiblemente devaluado, poco menos que un enunciado vacío. Pero es bastante más grave: su uso extensivo ha tenido el efecto y ha cumplido la función, o más bien disfunción, de neutralizar aquella valiente pero necesaria apuesta. Con la consecuencia de que, en este extremo, cuando llegue el momento de reformar la Constitución tocará partir de cero, o acaso de menos cero.

Pedro Cruz Villalón fue presidente del Tribunal Constitucional y abogado general del Tribunal de Justicia Europeo.

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