El fin de la educación

Jules Ferry, hace exactamente ahora 150 años, estableció las bases de la escuela republicana francesa, cuyo objetivo era «hacer desaparecer la última, la más severa de las desigualdades de nacimiento, la desigualdad de educación». Por supuesto, no era el único de sus fines. También inculcó a los niños galos durante su periodo al frente del Ministerio de Educación y el Gobierno de la III República el anticlericalismo y la idea que Francia debía vengarse de la guerra franco-prusiana. Esta germanofobia fue uno de los factores que arrastró Europa a la I Guerra Mundial y a las despiadadas reparaciones del Tratado de Versalles que, para John Maynard Keynes, serían el germen de la segunda.

Ferry tenía claro el papel de la educación como mecanismo de equidad social y como transmisor de ideas y valores expresado por autores ilustrados como Condorcet. Su discurso, que todavía se estudia en las escuelas de educación, mostraba la necesidad de crear un nacionalismo francés reforzado con la eliminación del uso de otras lenguas, la expulsión de la religión y las instituciones docentes religiosas a la vez que se avanzaba hacia la gratuidad y la obligatoriedad de la educación para niños y niñas. Los elementos de su plan fueron una campaña de prensa no vista hasta entonces a favor de la secularización, un profesorado comprometido con la causa que de forma activa apoyaba el ideario y una universidad donde se extirpaba cualquier atisbo de disonancia.

El cambio no fue inmediato. La novedad de la estrategia de Ferry fue que no se impuso, para evitar enfrentamientos como la crisis de 1876, de forma inmediata, sino gradual a lo largo de una década. Se despojó, bajo el manto de mejoras sucesivas, todo barrunto de formación que no marcase las consignas del republicanismo francés igual daba que fuese clerical, socialista, anarquistas o «patois».

Justo ahora hace cien años, otro político reivindicaba el papel de la educación como instrumento de ingeniería social. Vladimir Ilyich Ulyanov, Lenin, provenía de una familia de educadores y conocía del poder de la instrucción. Es casi seguro que a través de su padre y en su periplo en el exilio por Europa aprendió de las prácticas francesas y, aunque no escribió específicamente ningún tratado sobre el tema, consiguió imponer como gobernante su idea, despojada de cualquier atisbo de equidad, de que toda acción educativa debe estar apoyada por una justificación ideológica.

Para ello había que eliminar cualquier barrunto de disidencia entre el profesorado contrario a la educación como sistema de transmisión ideológico. Los oponentes eran parte de la contrarrevolución y, por lo tanto, objetivo de la Cheka y susceptible de engrosar las entre 100.000 y 200.000 víctimas del terror de Lenin.

Lenin se desvió claramente de los principios que sobre la educación había expresado la referencia intelectual del reformismo ruso, León Tolstoi, que preconizaba la libertad del crecimiento personal y el desarrollo de la creatividad para niños y niñas de toda clase y condición. Para el autor, la adquisición de la cultura, entendida como toda forma de conocimiento, no debía ser impuesta por el estado, sino que debía ser adquirida y guiada por las inquietudes del pupilo. Este planteamiento, cercano al krausismo español de Sánchez del Río y Giner de los Ríos, pero más utópico, fue desechado por Vladimir Ilyich por aburguesador de las masas. Tampoco recogió, al menos de forma efectiva, el paradigma marxista de imponer la formación técnica como vía de creación de un proletariado que trabajase por la revolución. La educación era una forma más de transmisión ideológica. La diferencia entre los objetivos de Ferry y Lenin es el fin de la educación. Para el galo el fin es la construcción del país y el desarrollo de la equidad en el futuro de Francia. Ferry, en línea con la ilustración, quería que se desarrollase el talento de cualquier niño al servicio de su país. Lenin sólo quería el adoctrinamiento.

Cuando se lee el borrador de la nueva ley que propone la ministra Isabel Celaá hay posibilidades de enrocarse en cierta perplejidad. No se plantea una legislación ilustrada, ni tan siquiera un concepto de país que preservar en las aulas, sino más bien se permite vislumbrar un plan para, en la mejor tradición de la cocina patria, deconstruir la instrucción en España. Para ello se elimina, en una primera fase, aquella enseñanza que no esté controlada por el estado. La disidencia está penada con la desaparición. No será por falta de ganas, pero no habrá expulsión de los Jesuitas (o aquellos que consideren que son sus herederos como molestos docentes) como hubo en la Tercera República francesa, básicamente porque ya no se estila y además el obispo de Roma es hoy uno de ellos. Bastará con ocultarlos y dificultar su misión.

Desviándose de la tradición de la izquierda ilustrada española, no se plantea la educación como escalera social, se fomenta más la idea de ideologización de la educación ya puesto en marcha en alguna de las comunidades autónomas. La formación exhaustiva del profesorado es un riesgo que la ideología no puede tener y ha desaparecido de las propuestas: Al igual que lo ha hecho la igualdad de todos los españoles. La posibilidad de que existan diecisiete virreinatos educativos hace imposible el objetivo.

Este despropósito, aderezado de una prepotencia y una falta de respeto por las instituciones inusitada en el trámite parlamentario de nuestra historia democrática, no permite augurar nada positivo sobre el futuro. La comunidad educativa, enfrentada a una crisis en las aulas sin parangón desde la Guerra Civil, no está viendo venir lo que llega. Mientras, las familias bastante tienen con preguntarse si mañana tendrán un trabajo con el que alimentar a sus hijos. Como dijo el ministro Castells que, parafraseando a Michael Ende, es una historia (terrorífica) aparte, este mundo se acaba. Y desde luego, nuestros jóvenes no van a estar preparados para afrontar lo que venga.

Jorge Sainz es Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Rey Juan Carlos.

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