El fin de la globalización, tal como la conocemos

Robert Nickelsberg/Getty Images
Robert Nickelsberg/Getty Images

Para la mayor parte de la gente, durante décadas, la globalización no fue sino otro nombre para la liberalización universal. A partir, principalmente, de la década de 1980, los gobiernos permitieron que los bienes, servicios, capital y datos cruzaran las fronteras con pocos controles: triunfó el capitalismo de mercado y se aplicaron sus normas económicas en todo el mundo. Como señala correctamente el título del último libro de Branko Milanovic, Capitalism, Alone, finalmente el capitalismo había quedado solo.

Es cierto, hubo otros aspectos de la globalización que poco se parecían al capitalismo de mercado. La globalización de la ciencia y la información amplió el acceso al conocimiento de manera inaudita; con una creciente acción cívica internacional, quienes buscaban evitar el cambio climático y los defensores de los derechos humanos coordinaron sus iniciativas como nunca antes. Mientras tanto, los defensores de la gobernanza sostuvieron al principio que solo la globalización de las políticas podría contrarrestar el avance de los mercados.

Pero estos otros aspectos de la globalización nunca estuvieron a la altura de la dimensión económica. La globalización de las políticas resultó especialmente desalentadora y la crisis financiera de 2008 personificó el fracaso de la gobernanza.

Esta fase de la globalización está llegando a su fin, por dos motivos. El primero es la gigantesca magnitud de los desafíos que debe enfrentar la comunidad internacional, de los cuales la salud pública mundial y crisis climática son solo los más visibles. La justificación de la responsabilidad conjunta por los bienes comunales mundiales es indiscutible. Los logros hasta el momento fueron pocos, pero la gobernanza global ganó la batalla de las ideas.

El segundo motivo es político. Un país tras otro fueron testigos de la rebelión de quienes fueron abandonados, desde la brexit y la elección de Donald Trump como presidente de EE. UU. hasta las protestas de los «chalecos amarillos» franceses. Cada comunidad manifestó la insatisfacción a su propio modo, pero las semejanzas son inconfundibles. Como lo expresó Raghuram Rajan, el mundo se convirtió en el «nirvana de la clase media alta» (y, por supuesto, de los ricos), «donde solo los hijos de los exitosos alcanzan el éxito». Quienes fueron dejados de lado se acercan cada vez más al bando del nativismo, que les ofrece una sensación de pertenencia. Esto pone en tela de juicio la sostenibilidad política de la globalización.

La tensión entre la necesidad sin precedentes de acción colectiva a escala mundial y el creciente deseo de reconstruir las comunidades políticas al interior de las fronteras nacionales es un desafío que caracteriza a los responsables de las políticas en la actualidad. Y actualmente no queda claro que puedan solucionar esta contradicción.

En una reciente publicación muy difundida, Pascal Canfin, presidente de la Comisión de Medio Ambiente, Salud Pública y Seguridad Alimentaria del Parlamento Europeo, postuló lo que llama «la era progresista de la globalización». Canfin sostiene que el activismo fiscal y monetario fomentado por casi todas las economías avanzadas en respuesta a la pandemia, la creciente alineación de sus planes de acción climática y el reciente acuerdo tributario del G7 para gravar a las empresas multinacionales, indican que la globalización de la gobernanza se está haciendo realidad. De manera similar, el reverdecimiento de las finanzas globales es un paso hacia el «capitalismo responsable».

Se puede discutir la escala de las victorias que señala Canfin, pero está en lo cierto cuando afirma que los partidarios de la gobernanza mundial tomaron recientemente la iniciativa y lograron avances suficientes como para recuperar su credibilidad. La globalización progresista ya no es un sueño, se está convirtiendo en un proyecto político.

Pero aunque la globalización de la gobernanza pueda calmar a la izquierda, difícilmente aliviará las penurias de quienes perdieron buenos empleos y cuyas habilidades se están devaluando. Los trabajadores que se sienten amenazados y se ven atraídos por soluciones proteccionistas esperan respuestas más concretas.

En un libro reciente (The Economics of Belonging: A Radical Plan to Win Back the Left Behind and Achieve Prosperity for All), Martin Sandbu, del Financial Times, resume una agenda para recuperar la pertenencia económica sin cerrar fronteras. Su idea, en pocas palabras, es que cada país debe tener la potestad de regular el mercado interno como lo prefiera, siempre que no discrimine contra los extranjeros. La Unión Europea, por ejemplo, puede prohibir los pollos limpiados con cloro (y lo hace), no porque el pollo se produzca en Estados Unidos, sino porque no confía en ese producto.

De manera similar, los países deben poder prohibir la madera proveniente de la deforestación o los créditos de bancos sin capital suficiente, siempre que apliquen las mismas reglas a las empresas locales y extranjeras. Las transacciones seguirían siendo libres, pero se aplicarían las normas nacionales de manera universal.

Este es un principio sólido, pero aunque su aplicación a los productos es simple y ya se ha implementado, lograr lo mismo con los procesos resulta especialmente difícil. Un bien o servicio dado incorpora, en última instancia, todas las normas vigentes a lo largo de su cadena de valor. Es cierto, hoy día las multinacionales tienen incentivos para detectar y evitar el trabajo infantil por parte de sus proveedores directos o indirectos, pero sería difícil hacer lo mismo con las condiciones laborales, los derechos sindicales, los daños ambientales locales o el acceso a los créditos subsidiados.

Por otra parte, intentarlo daría lugar a una feroz oposición de los países en vías de desarrollo, cuyos líderes sostienen que obligarlos a cumplir las normas de las economías avanzadas indudablemente les impediría ser competitivos. Los intentos anteriores para incluir cláusulas sociales en acuerdos comerciales internacionales fracasaron a principios de la década de 2000.

Una prueba significativa tendrá lugar en julio, cuando la UE anuncie sus planes para un mecanismo que exigirá a los importadores de productos intensivos en emisiones de dióxido de carbono que compren los créditos correspondientes en el mercado de permisos de emisiones de la UE. Mientras la descarbonización no avance al mismo ritmo en todas partes, la justificación económica de un sistema de ajuste fronterizo de ese tipo es impecable: la UE busca impedir que los productores evadan los límites a las emisiones mudándose a otra parte. Pero será polémica, EE. UU. ya hizo notar sus inquietudes relacionadas con esta idea, China se muestra cautelosa y los países en vías de desarrollo están preparando argumentos en su contra.

Las próximas negociaciones sobre el tema serán tremendamente importantes. No solo está en juego la posibilidad de que la UE pueda avanzar con sus planes de descarbonización y su implementación; La cuestión más fundamental es si el mundo puede encontrar una salida a la tensión entre las diversas preferencias nacionales y regionales, y la creciente y urgente necesidad de acción colectiva. El clima se convirtió en el campo de prueba para ello.

El resultado indicará finalmente si es posible conciliar la doble agenda de reconstruir la pertenencia económica y gestionar los bienes comunales mundiales. Llevará tiempo encontrar la respuesta... la vieja globalización está muriendo, pero la nueva aún no ha nacido.

Jean Pisani-Ferry, a senior fellow at Brussels-based think tank Bruegel and a senior non-resident fellow at the Peterson Institute for International Economics, holds the Tommaso Padoa-Schioppa chair at the European University Institute. Traducción al español por Ant-Translation

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