El fin de la hegemonía americana

Fareed Zakaria, columnista de Newsweek, habla del "mundo posterior al dominio americano" para referirse al que nos aguarda en los próximos años. El primer cambio evidente al que se enfrenta Estados Unidos tiene que ver con la aparición de un mundo multipolar. No se trata de un declive. Estados Unidos sigue siendo la mayor potencia mundial. Lo que sucede es que el resto del mundo se está poniendo a su mismo nivel.

Sí, se ha producido un impresionante desplazamiento de poder en lo que a la economía se refiere. Rusia, China, India y los países del Golfo gozan de unas economías en expansión, mientras que la de Estados Unidos ha caído en un periodo de recesión. Durante los gobiernos de Clinton y del primer Bush, Washington acostumbraba a sermonear al resto del planeta sobre cómo mantener en orden sus haciendas, pero ese tipo de sermón suena ahora un poco falso tras la crisis financiera estadounidense del pasado año. La prueba más clara del cambio al que asistimos es el endeudamiento en el que se encuentra Estados Unidos, mientras que muchos otros países están acumulando reservas.

En el futuro, las posibilidades de Estados Unidos serán mucho más limitadas. Puede que esta limitación venga dada por ciertos cambios en el equilibrio del poder militar, pero sobre todo se deberá a factores que tienen más que ver con el poder blando. Hoy, por ejemplo, los chinos y los indios exportan películas; hay estrellas de cine coreanas que son famosas en toda Asia, y los japoneses son grandes productores de cine de animación. En resumen, Hollywood ya no es la única fuente de creatividad cultural en el planeta.

Otra tendencia especialmente preocupante es la disminución de estudiantes extranjeros en las universidades estadounidenses. Disuadidos por la cantidad de obstáculos que encuentran para entrar en Estados Unidos, los estudiantes extranjeros han preferido buscar alternativas en otras partes del mundo.

Consideremos ahora un hecho desconcertante: el gasto militar de Estados Unidos es igual a la suma de los gastos militares de todo el resto del mundo. Y, sin embargo, no hemos logrado pacificar Irak en los cinco años transcurridos desde que las tropas estadounidenses invadieron y ocuparon el país. Se constata así que la fuerza militar no sirve a la hora de crear las instituciones legítimas sobre las que se asientan las naciones, de consolidar la vida política y de estabilizar esa parte del mundo.

Durante las dos últimas décadas, países tradicionalmente aliados han empezado a mostrarse opuestos a la política estadounidense. Se han formado, por ejemplo, alianzas como la del Shanghai Cooperation Council, una organización cuyo objetivo es acabar con la presencia estadounidense en Asia, incrementada después del 11 de septiembre. Y tampoco podemos recurrir con la misma seguridad que antes a nuestros aliados democráticos tradicionales.

Así sucedió en Irak, como era de esperar; pero también en Afganistán, donde, pese a que nuestros aliados aceptaban la legitimidad de la operación, arrastraron los pies a la hora de apoyar con tropas y recursos materiales. E incluso un país como Corea del Sur, que ha sido siempre un aliado, se ha visto convulsionado durante los dos últimos meses por las manifestaciones en contra de Estados Unidos desencadenadas por polémicas importaciones de carne.

En resumen, el mundo al que se enfrenta hoy Estados Unidos requiere nuevos instrumentos. Tenemos que poder desplegar y utilizar el poder duro, la fuerza militar, pero también hay otras maneras de propagar aquellos valores y aquellas instituciones que han de ser la base de nuestro liderazgo en el mundo. La labor realizada por el Gobierno de Clinton en los Balcanes, en Somalia y en Haití, en el sentido de colaborar en la construcción de naciones, fue muy criticada y tachada de "trabajo social". Pero la realidad es que la política exterior estadounidense debe interesarse por cierto tipo de trabajo social.

Quienes se oponen al dominio de Estados Unidos en el mundo -los Hermanos Musulmanes, Hamás, Hezbolá y Mahmud Ahmadineyad, en Oriente Próximo, así como ciertos líderes populistas de América Latina como Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales- han llegado al poder porque ofrecen servicios sociales a los más pobres de sus países.

Estados Unidos, por el contrario, apenas ha ofrecido nada en este sentido durante la pasada generación. Ofrecemos mercado libre y democracia, dos cosas buenas e importantes que constituyen la base del crecimiento y del orden político. Pero ninguna de las dos parece atraer a las poblaciones más pobres, que son, en definitiva, los auténticos electores en esta lucha por el poder y la influencia en el mundo.

No creo que el declive americano sea inevitable. Estados Unidos tiene muchas bazas ganadoras en tecnología, en competitividad, en el mundo de la empresa; cuenta con unos mercados laborales flexibles y unas instituciones financieras, en principio, fuertes, aunque hemos de admitir que ahora atraviesan ciertas dificultades. Y una de sus grandes ventajas es su capacidad para asimilar a la gente de otros países y de otras culturas.

Prácticamente, todos los países desarrollados atraviesan un bache demográfico. Sus poblaciones disminuyen de año en año como consecuencia de la bajísima tasa de natalidad de sus pobladores nativos. Así que cualquier país desarrollado que desee seguir creciendo tendrá que acoger inmigrantes procedentes de países y culturas diferentes, y creo que Estados Unidos tiene una capacidad única en este sentido.

Pero hay tres puntos débiles sobre los que Estados Unidos ha de trabajar si quiere salir airoso. En primer lugar, la creciente pérdida de capacidad de acción del sector público; en segundo lugar, la manera, harto autocomplaciente, de entender al resto del mundo, siempre desde nuestra propia perspectiva; y, en tercer lugar, la gran polarización del sistema político, que impide buscar soluciones a estos problemas.

Ejemplo de lo primero es la pésima planificación de la ocupación de Irak y de la guerra que le sucedió. Otro, el desastre absoluto de la respuesta al huracán Katrina.

El segundo punto tiene que ver con la arrogancia norteamericana respecto al resto del mundo. Cuando a finales de los años cincuenta, la Unión Soviética colocó en el espacio el Sputnik, Estados Unidos respondió al reto invirtiendo masivamente en ciencia y tecnología. El resultado fue que Estados Unidos se reafirmó como líder mundial en tecnología. Del mismo modo podríamos haber respondido al 11 de septiembre: invirtiendo en nuestra capacidad para comprender la complejidad de regiones del mundo como Oriente Medio. Por ejemplo, es un escándalo que la Embajada americana en Bagdad sólo cuente con un puñado de funcionarios que hablen árabe correctamente.

El último punto que habría que resolver es el impasse en el que se encuentra nuestro sistema político a causa de la polarización. La derecha se niega a hablar de subir los impuestos a fin de financiar unos servicios públicos muy necesitados de inyección económica. Y la izquierda se niega a hablar de cuestiones como la privatización de la Seguridad Social o el retraso de la edad de jubilación.

Y ni la izquierda ni la derecha han tenido la valentía política de sugerir una subida de los impuestos sobre el consumo energético, que es la manera más obvia de solucionar la dependencia del exterior y de impulsar fuentes alternativas.

Ningún otro lugar del mundo se beneficiará de nuestra política si seguimos siendo un país que sólo se mira el ombligo, incapaz de llevar adelante las políticas y medidas proyectadas, y demasiado dividido para tomar decisiones importantes. Todo esto no sólo es perjudicial para los estadounidenses, sino también para el resto del planeta.

Francis Fukuyama es autor de El fin de la historia y el último hombre. Este texto es un extracto del discurso que ofreció en Santa Mónica el 21 de junio. Traducción de Pilar Vázquez. © 2008, The American Interest. Distributed by Global Viewpoint / Tribune Media Services, Inc.

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