El fin de la hegemonía de EEUU

En la mayoría de la opinión pública norteamericana ya ha prendido la idea de que las consecuencias del fracaso en Irak serán más dramáticas que las de la guerra de Vietnam. Irak se ha convertido en un pantano de barbaries del cual no saben cómo salir. Muertos sobre muertos. Violencia en la violencia. Todos contra todos, y todos contra los norteamericanos. Vietnam era una aventura periférica, fuera del eje de la confrontación entre Moscú y Washington. E incluso, hasta que comenzó el desastre, la vendieron como el gesto romántico del imperio. Por eso fue tan cruel la realidad de la derrota. Lo de Irak es diferente: está justo en el cruce de caminos de los diseños de Bush para consolidar la hegemonía mundial de Estados Unidos.

Sus consejeros neocon se lo repitieron hasta la saciedad después de la voladura de las Torres Gemelas; le dijeron que en Bagdad estaba la llave para abrir las puertas para dominar todo Oriente Próximo. Asusta el simplismo de los planteamientos. La operación podía enmarcarse y enmascararse en el esquema de la guerra infinita contra el terrorismo islamista de Al Qaeda. Irak se convertiría en el escenario para que Bush montara el gran espectáculo del poder estadounidense. Una exhibición que sorprendiera al mundo, y ante esta sorpresa los otros países de la zona fueran cayendo como fichas de dominó ante el poder de Washington. Y de paso lograr dos objetivos fundamentales: el control del petróleo y la eliminación del terrorismo islamista.

Los estrategas de la Casa Blanca cocinaron el plato a la medida de los gustos del presidente. Sadam Husein era un tirano, era verdad; odiado por todo su pueblo, solo en parte verdad. Una vez derrotado Sadam, en una operación relámpago, montarían en Bagdad un Gobierno conforme a los intereses norteamericanos y de allí pasarían a Arabia Saudí para integrarlo de nuevo en el corral de la obediencia y hacerle renovar su vieja lealtad a Estados Unidos. Hacía un tiempo que el soberano se había permitido algunos desplantes como nación líder de los países productores del petróleo. Árbitro de las políticas del petróleo en Irak y en Arabia Saudí, Washington podría imponer los precios del crudo conforme a sus estrategias hegemónicas. A partir de esa realidad, articularía con renovada fuerza los países árabes y frenaría la proyección de Irán en la zona.

A partir de ahí, el presidente se montó en la carroza de la guerra con la inestimable ayuda de Blair y el fervoroso entusiasmo de Aznar. Recitaron mentiras y falsificaron los informes de los servicios secretos. Había un tirano en Bagdad, pero no había terrorismo, tampoco el tirano tenía relaciones con Bin Laden y Al Qaeda. Se odiaban. Ahora Irak, y en especial Bagdad, son el centro del espectáculo en donde se escenifica la confrontación entre Este y Oeste.

Es cierto que se ha dibujado un nuevo mapa en Oriente Próximo, pero exactamente al revés de los delirios de George W. Bush. El presidente no hizo esta guerra para erradicar el terrorismo, sino para controlar el petróleo y, al mismo tiempo, parar en Oriente Próximo los proyectos petrolíferos de Francia, Rusia y China. La hegemonía norteamericana se basa sustantivamente en dos columnas: el poder militar y el poder eco- nómico. Es cierto que Estados Unidos es la primera potencia de la tierra en cuanto a la capacidad de movilizar fuerza, pero en Irak se pone cada día en evidencia que es incapaz de neutralizar la resistencia popular. Hoy Irak es un desastre humanitario más que una guerra. Y esa realidad deteriora la percepción de Estados Unidos como superpotencia militar en la práctica, ya que no puede dominar un pequeño país. Tiene capacidad para destruir 100 veces el mundo, pero no consigue controlar una ciudad como Bagdad. En cuanto al poder económico, se encuentra con el desafío de China, pero ese asunto puede ser objeto de otro análisis. Hoy no toca. Lo que resulta evidente es que no basta la sola utilización de la fuerza militar; se necesitan otros acompañamientos políticos y sociales para lograr posiciones hegemónicas. Hay que tener capacidad de dirigir por la convicción y la seducción en el acompañamiento de la imposición.

Lo más grave de todo esto, y por lo que sostengo que las consecuencias de esta guerra son más dramáticas que las derivadas de la de Vietnam, es porque ha sembrado tal odio en los pueblos de Oriente Próximo contra Estados Unidos que va a ser difícil de superar durante muchos años. Algunas poblaciones del mundo árabe que siempre miraron con desconfianza a Irán, ahora lo ven con simpatía en la medida que planta cara a Estados Unidos. Los gobiernos de Egipto, Arabia Saudí, Jordania, los Emiratos y Turquía, que rechazan la fuerza expansiva de Teherán, no se atreven a aliarse de manera sonora contra el Gobierno de Mahmud Ahmadineyad porque temen la furia de sus masas.

A la vista de este paisaje no cabe duda de que estamos en la hora de Europa, en la oportunidad que tiene este viejo continente para desempeñar un papel importante en la nueva articulación del mundo. No tiene por qué enfrentarse a Estados Unidos, solo debe elaborar una política autónoma en el complejo engranaje de las relaciones internacionales en la era de la globalización.

Alfonso S. Palomares, periodista.