El fin de la literatura

Hace unas semanas, el escritor Javier Marías se quejaba y arremetía contra la piratería de libros electrónicos, contra las grandes compañías de telefonía que facilitan el uso de la banda ancha y contra el beneplácito, que llamaba «vengativo», del actual Gobierno. Y echaba cuentas , con su propi o ejemplo, del dinero que podemos perder los escritores, o mejor: del que nos roban.

Tenía razón en sus argumentos. Pero yo creo que se quedaba corto. El problema de fondo reside, no tanto en que se delinca impunemente contra la propiedad intelectual y que vivir de la literatura se vaya a convertir –o se haya convertido ya– en un oficio imposible. El problema es que se está matando la cultura. Y yo no alcanzo a estar seguro de si todos los factores que confluyen en esa penosa realidad son fruto de la casualidad o forman parte de una conjura perfectamente orquestada. Porque muy a menudo el poder político y el económico han considerado a la cultura en general y al escritor en particular como un adversario, sobre todo cuando no se somete a las leyes del pesebrismo.

La primera amenaza reside en el miedo de los gobernantes a los internautas. Las redes sociales han tumbado gobiernos o, al menos, los han puesto en crisis. Y son muchos los políticos que hacen lo posible por no irritarles. Recordemos la victoria de Zapatero tras el 11-M, cuando todo indicaba que el triunfo del PP podía resultar arrollador. El PP perdió por una mentira, pero la mentira fue muy bien manejada por sus oponentes en las redes sociales. ¿Y qué sucedió? Cuando Zapatero hubo de enfrentarse al latrocinio que supone la piratería, no se atrevió a plantar cara a sus supuestos aliados. Vencieron los ladrones porque Zapatero les temía.

Y el ministro Wert tampoco se ha atrevido a plantarles cara. Si una vez nos vencieron, ¿por qué no pueden hacerlo una segunda?, bien puede preguntarse. O quizás su argumento tenga un fondo de mayor sutileza: ¿qué debo yo a los escritores, a los artistas y a los creadores?, puede preguntarse. Me zahieren, me critican, me consideran un enemigo del pensamiento, intentan ridiculizarme... Pues que les zurzan.

La segunda amenaza, ya una realidad, la provocaron una serie de escritores que se calificaban a sí mismos como «progresistas» y que inventaron esa estúpida idea de que la cultura es «libre», o sea: gratuita. Eran escritores ricos, gracias a sus méritos, desde luego. Pero que olvidaron algo esencial: que no todo el mundo se hace rico escribiendo. Vistieron galas de encendidos rebeldes, convencieron a los ladrones de que robar cultura es de justicia y, cuando se arrepintieron, ya era tarde. No diremos sus nombres por pudor y porque alguno de ellos ya está en la huesa.

Luego toca el turno a las grandes editoriales. Ante la crisis de ventas, entienden que sus beneficios no deben descender, porque después de todo lo suyo es un negocio. ¿Y cómo lograrlo? Destinando el grueso de su esfuerzo y de su inversión a valores seguros –aunque también hayan descendido sus ventas por causa de la piratería–, a esos escritores que conocemos como «best-sellers», de los que Marías cita en su artículo a Dan Brown, Ken Follet y Paulo Coelho. Ello se traduce en dos cuestiones: la primera, que esas editoriales no arriesgan por nuevos valores; la segunda, que bajan los adelantos de los autores, llamémoslos así, de franja media. La figura del sabio editor, cómplice principal del escritor, ha pasado a la historia..., como pasó la del pequeño y culto librero, otro gran cómplice del autor. El escritor está hoy más solo que nunca y tan cerca de la ruina como quizás jamás lo estuvo.

Y aquí surge una nueva amenaza, que no es otra que la aceptación por parte del lector de dos hechos: que robar es plausible y que la literatura es sencillamente un pasatiempo, una forma de entretenerse. Hace unos meses, el escritor Eduardo Lago decía en un artículo que la literatura es una cosa y el «best-seller» es otra muy distinta, aunque nos lleguen ambas con el mismo formato. Tenía razón. Creo que todo el mundo está en su derecho de escribir lo que le dé la gana y de leer lo que le apetezca. Pero, ojo, el papel de la literatura, como el del arte en general, trasciende el entretenimiento y su objetivo principal no es el placer de hacerse rico, como lo es para el autor de «best-sellers». Desde siempre, la literatura ha sido una forma de tratar de explicarse el mundo, un medio de reflexión sobre la vida y una manera de educar. Nunca podremos meter en el mismo saco a Dan Brown y Albert Camus, a Paulo Coelho y a Graham Greene, a Ken Follet y a Gabriel García Márquez.

Es posible que, en un día no muy lejano, los que escribimos por placer, con distintos objetivos a los del «best-seller» –con mayor o menor talento; pero desde luego con otra voluntad–, no podamos hacerlo o decidamos que no queremos ya publicar: porque algunos lo haremos. Y tal vez suponga el fin de muchas cosas: de la fe del hombre en el hombre, del afán por ordenar el caos, del empeño por hacer inteligible la existencia, de la lucha por dotar de un sentido moral a la vida, del placer de crear... A principios del siglo XX, Theodor Mommsen, el autor de la monumental «Historia de Roma» y premio Nobel del año 1902, escribía: «Cuando el hombre ya no encuentre placer en el trabajo y trate sólo de alcanzar sus placeres cuanto antes, entonces sólo será casualidad que no se convierta en un delincuente».

Ladrones internautas, políticos pusilánimes –cuando no cómplices del latrocinio–, compañías de telefonía que facilitan las herramientas del robo, editores sin fe, lectores sin sentido crítico, escritores desalentados... ¿el fin de la literatura?

Corresponde al buen lector entrar ya mismo en la defensa de algo que es tan suyo como de quienes escribimos.

Javier Reverte, escritor.

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