El fin de lo exorbitante

“El cambio es bueno, pero los dólares son mejores”, afirmaba una vez un escritor de novelas románticas estadounidense. Un sentimiento igualmente festivo inspira los debates sobre el futuro papel del dólar como primera divisa mundial. La opinión generalizada es que el dólar es seguro. Creo que el consenso es erróneo. Esta no va a ser una historia con final feliz.

El dólar constituye la base del liderazgo mundial de Estados Unidos, y por lo tanto, su futuro está unido indisolublemente al debate sobre la fragmentación geopolítica. El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, preguntaba durante su reciente visita a China: “¿Por qué todos los países tienen que estar atados al dólar para comerciar? (...) ¿Quién decidió que el dólar sería la divisa (mundial)?”.

Son buenas preguntas. La respuesta, quizá sorprendente, es que esa decisión la tomó él mismo, junto con los presidentes y exlíderes de los llamados BRICS: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica. Sus modelos de desarrollo económico tuvieron éxito, pero también dependían peligrosamente del dólar estadounidense. Durante el periodo de la hiperglobalización, que yo fecharía entre 1990 y 2020, Estados Unidos se convirtió en el importador mundial de último recurso y permitió que su déficit comercial frente al resto del mundo aumentara. China y muchas otras economías en rápido desarrollo acumularon ahorros en la divisa en la que les pagaban, y los invirtieron en bonos estadounidenses y otros activos. La disposición de Estados Unidos a absorber los excedentes de ahorro del mundo fue el motor de la globalización. Garantizaba que el dólar mantuviera su papel de primera divisa mundial.

Este mecanismo explica lo ocurrido en los últimos 20 años, pero no nos dirá lo que va a pasar en los 20 próximos. Los hinchas del dólar parten del supuesto implícito de que el entorno geopolítico y geoeconómico va a seguir siendo más o menos el mismo.

Si los cinco países BRICS y, ya puestos, también la Unión Europea, quisieran acabar con su dependencia del dólar tendrían que hacer algo más que elegir otra moneda para comerciar. No es una elección a la carta, como insinuaba Lula en el mismo discurso. Él y los demás líderes de los BRICS tendrían que cambiar la forma en que interactúan entre sí y con el resto del mundo.

China es esencial. Es la segunda economía mundial. En 2021, obtuvo el 43% de su PIB de la inversión. Esto representa aproximadamente el doble del porcentaje de Estados Unidos y de otros países occidentales. Si China consiguiera pasar parte de su PIB al consumo, reduciría indefectiblemente su superávit comercial, ya que los consumidores tienden a comprar más bienes importados. Si se quiere ser menos dependiente del dólar estadounidense, habría que empezar por ahí. Como segundo paso, China y los demás BRICS podrían empezar a comerciar más entre sí, ser más autosuficientes en sus cadenas de suministro y crear su propia infraestructura financiera.

Cambiar de modelo económico es difícil. Tres años después del Brexit, el Reino Unido sigue esforzándose por librarse de un sistema que dependía de su integración estrecha en la Unión Europea. A Alemania le está costando mantener la competitividad sin el gas ruso barato y con unas cadenas de suministro mundiales deterioradas. Se tarda décadas en construir líneas de producción industrial y cadenas de suministro. En China hay muchísimos intereses políticos creados en el plano regional que dependen de que el auge de las inversiones se prolongue eternamente. Si el presidente Xi Jinping tuviera verdadero interés en desvincularse del dólar estadounidense, tendría que imponer políticas que chocarían con la resistencia de los líderes regionales. Al mismo tiempo, China también tendría que iniciar un largo proceso de cambio a otras monedas de al menos parte de sus reservas de divisas en moneda estadounidense, que en total ascienden a 3,2 billones de dólares. Todo el proceso sería muy largo, una o dos décadas, tal vez.

El motivo por el que creo que China, Brasil y otros países acabarán tomando ese difícil camino es el uso excesivo de las sanciones económicas por parte de Estados Unidos. Cuando Rusia invadió Ucrania el año pasado, la primera decisión que tomó la alianza occidental fue congelar las reservas del banco central ruso depositadas en Occidente. Antes, Estados Unidos había amenazado a las empresas alemanas que tenían relación con el gasoducto Nord Stream, cortándoles a ellas y a sus bancos todos sus flujos de efectivo en dólares. Si dos personas realizan transacciones en dólares a través de sus entidades bancarias, la transacción pasa en un momento dado por la jurisdicción estadounidense. Esto es lo que permite al Gobierno de Estados Unidos imponer sanciones.

El Gobierno de Barack Obama empezó a convertir las sanciones económicas basadas en el dólar en una herramienta política primordial. Desde entonces, este instrumento se ha convertido en un pilar de la diplomacia estadounidense. Su versión más insidiosa son las llamadas sanciones secundarias. Las empresas europeas, por ejemplo, se vieron obligadas a respetar las penalizaciones estadounidenses contra Irán porque, de lo contrario, habrían perdido el acceso a los mercados en dólares. Además de esas sanciones financieras, Estados Unidos se ha vuelto mucho más agresivo en el uso de sanciones comerciales selectivas. El Gobierno de Donald Trump vetó a Huawei, y el de Joe Biden prohibió la venta de semiconductores de alto rendimiento a China. La Unión Europea también está empezando cautelosamente a someter la política comercial a consideraciones geopolíticas.

No estoy haciendo un alegato moral o político contra las sanciones. Estas medidas pueden reportar éxitos políticos a corto plazo, pero tienen un coste a largo plazo que a menudo no se tiene en cuenta cuando se aplican. Ese coste será el menoscabo del papel del dólar como principal divisa mundial. Las sanciones animan a los países a reorganizar su economía. Eso es lo que está ocurriendo actualmente en Rusia.

Tener la primera divisa del mundo constituye un privilegio exorbitante. La siguiente expresión suele atribuirse al general Charles de Gaulle: cuanto mayor es el uso y el abuso de un privilegio, menos queda de él. Ese es el mecanismo que yo veo en marcha en este caso.

Esta es la versión no ficticia de una historia en la que los dólares no son necesariamente mejores.

Wolfgang Münchau es director de www.eurointelligence.com. Traducción de News Clips.

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