Gilles Kepel es profesor en la Facultad de Ciencias Políticas de París y ocupa la cátedra de Oriente Próximo y Mediterráneo (EL PAIS, 31/08/05).
El 5 de agosto de 2005, Tony Blair anunció una serie de medidas antiterroristas que representan un cambio radical de la estrategia británica respecto al movimiento islamista, puesto en evidencia tras los atentados del 7 y el 21 de julio. La política de Londonistán -el asilo político concedido a los ideólogos islamistas radicales a cambio de convertir el Reino Unido en santuario- ha quedado definitivamente enterrada: Omar Bakri, el extravagante sirio fundador del grupúsculo Al Muhayirun, aficionado a ensalzar a Osama bin Laden y los "219 magníficos" -los terroristas del 11 de septiembre-, se fue a Líbano, después de dos décadas en Inglaterra, para pasar unas vacaciones rápidamente convertidas en destierro por el ministro de Interior británico. Otro espantapájaros de la prensa sensacionalista, el egipcio Abu Hamza, nacionalizado británico, está en la cárcel, a la espera de que puedan acabar arrebatándole su ciudadanía y le extraditen a Estados Unidos. El jordano-palestino Abu Qatada, al que los británicos consideran "el embajador de Al Qaeda en Europa", se encuentra preso y aguarda una extradición a Jordania que todavía no es más que hipotética debido a las numerosas vías de recurso jurídico posibles, como se ha podido ver en el caso de Rachid Ramda, un ciudadano argelino cuya extradición reclama en vano París desde hace 10 años para interrogarle sobre su intervención en los atentados de 1995, y que Blair calificó de caso "completamente inaceptable" al hablar de la necesidad de "cambiar las reglas del juego". Las medidas anunciadas son, entre otras, la expulsión por decreto de los predicadores que alteren el orden público (como en Francia o España), la criminalización de la apología del terrorismo, el cierre de los lugares de oración en los que "se fomente el extremismo" y una política de integración voluntarista, que sustituya al generoso laissez-faire reinante hasta ahora.
Todo ello ha suscitado un gran sobresalto en los medios liberales británicos, que han denunciado unas maneras militaristas y unas medidas liberticidas. Sin embargo, más allá de la polémica y el efecto publicitario, destinado a tranquilizar a una opinión pública que vive traumatizada por la perspectiva de un tercer atentado, el abandono de la política de Londonistán suscita interrogantes más profundos y complejos sobre el modelo de sociedad multiculturalista, que el Reino Unido simbolizaba en Europa junto con los Países Bajos (donde se puso en tela de juicio tras el asesinato del realizador Theo van Gogh, apuñalado por un joven islamista de origen marroquí en otoño de 2004).
Londonistán representaba la punta del iceberg multiculturalista, hasta el punto de haberse convertido en su caricatura. Suponía que, al ofrecer asilo a los ideólogos extremistas, éstos ejercerían una influencia favorable sobre la juventud tentada por el islamismo radical y la violencia y le disuadirían de actuar contra un Estado y una sociedad que habían permitido resplandecer a los Abu Hamza, Abu Qatada y Omar Bakri. Es cierto que, durante un decenio, Gran Bretaña estuvo a salvo, pero a cambio de quitar importancia al discurso radical, que se consideraba lícito siempre que no se tradujera en violencia y entre cuyos elementos estaban la falta completa de identificación de los jóvenes -pese a ser ciudadanos británicos- con el Reino Unido y el exacerbamiento de una identidad islamista transnacional puntuada por las hazañas de la yihad en todo el mundo, cada vez más accesibles a través de Internet. A medida que los héroes online de la yihad, a partir del 11 de septiembre, fueron cometiendo atentados en los cuatro puntos cardinales, los ideólogos de Londonistán, que ladraban pero no mordían, fueron quedando mal y perdiendo su valor y su influencia en los sectores más radicales, a los que no preocupaba en absoluto su bienestar londinense. En ese sentido, las medidas jurídicas que hoy se les aplican no tienen más que un efecto simbólico a posteriori.
En cambio, queda aún sin resolver en absoluto la cuestión del cimiento intelectual que hizo posible Londonistán, es decir, un multiculturalismo en el que lo que distingue a las comunidades religiosas, étnicas y de otro tipo, proclamadas como tales dentro de una sociedad concreta, se considera fundamental, mientras que lo que une a los individuos, por encima de la raza o la fe, como ciudadanos de una misma sociedad, se ve como algo secundario. Toda sociedad tiene sus diferencias, sobre todo por los conflictos permanentes de los grupos sociales que la habitan, y no existe sociedad sin conflicto más que en las utopías totalitarias. Ahora bien, la peculiaridad del multiculturalismo es que piensa que los individuos están determinados por una "esencia" cultural inamovible, propia de cada "comunidad", y que el orden político, e incluso el jurídico, deben juzgarlos siempre a través del prisma comunitario al que pertenecen. Existen defensores de esta teoría tanto entre los partidarios -reconocidos o no- del apartheid como entre los liberales o los libertarios. En el Reino Unido, el multiculturalismo ha sido objeto de un consenso implícito entre la aristocracia social, salida de las public schools y encerrada en los clubes, y la izquierda laborista: el desarrollo separado de los musulmanes permitía a los primeros administrar con el menor coste posible la mano de obra paquistaní inmigrante y a los segundos captar su voto a través de los líderes religiosos en el momento de las elecciones. Ése es el consenso que los atentados de julio hicieron saltar por los aires. Porque el multiculturalismo sólo tiene sentido si conduce a una especie de paz social, en la que los dirigentes comunitarios controlen a sus fieles, les inculquen valores religiosos o morales específicos pero garanticen su sumisión al orden público general. Y, en ese sentido, el trauma sufrido por la sociedad británica es más profundo que el de la sociedad estadounidense tras el 11 de septiembre, aunque el número de muertos haya sido muy inferior: en Estados Unidos, los 19 piratas aéreos eran extranjeros, mientras que, en el Reino Unido, los ocho individuos involucrados son hijos de la sociedad multicultural. Lo que se sabe de ellos les muestra profundamente imbuidos de religión -transmitida no sólo en las mezquitas sino, tanto o más, a través del vídeo e Internet-, pero sin fidelidad alguna a los dirigentes comunitarios cooptados por el sistema político. Después de los atentados, el sistema social británico se ha encontrado con sectores enteros que se definen, ante todo, a partir de una identificación comunitaria religiosa que, sin embargo, no puede prevenir derivas violentas contra la sociedad "impía" ni la imitación de Al Qaeda. Dado que el multiculturalismo practicado en Gran Bretaña ha dejado de servir como defensa del orden público, la prensa y la red se llenan de debates sobre cómo salir del punto muerto, igual que sucedió en Holanda tras el asesinato de Theo van Gogh.
Además del desmantelamiento de Londonistán y la panoplia de medidas antiterroristas que auguran largas batallas jurídicas, en una de las páginas web más respetadas de la red, openDemocracy, David Hayes -uno de sus editores- ha calificado lo que se juega la sociedad como una elección draconiana entre dos modelos, el laicismo radical y el multiculturalismo radical. Es una alternativa válida no sólo para el Reino Unido sino para toda Europa, en la medida en que los problemas son equiparables, aunque se planteen a partir del contexto histórico concreto de cada país de la Unión. El secularismo radical -que, en el Reino Unido, empezaría por la abolición del carácter oficial de la Iglesia Anglicana- tendría como objetivo redefinir el pacto entre el nuevo Estado laico y el conjunto de los ciudadanos, sobre la base de una Constitución redactada por consenso. Por el contrario, el multiculturalismo llevado al extremo desembocaría en la creación de un "Parlamento musulmán" autónomo, elegido por su comunidad, encargado de legislar para ella y dotado de medios para aplicar la ley y hacer respetar el orden público, como ocurría en el Imperio Otomano con las minorías judías o cristianas.
Estas dos opciones pueden parecer excesivas, pero permiten fijar con claridad los límites entre los que las sociedades europeas tendrán que definir su vía, e indican, sobre todo, la urgencia con la que es preciso entablar el debate en el Viejo Continente. En Europa, Francia, criticada cuando la comisión Stasi recomendó prohibir los signos de afiliación religiosa en la escuela, despierta interés ahora entre quienes destacan que es el país con la población de origen musulmán más numerosa, muy por delante de Alemania y Gran Bretaña, y que el control social que ejerce el efecto combinado de la laicidad, la integración voluntarista y la política de seguridad preventiva ha permitido -con arreglo a unas modalidades inversas de multiculturalismo- evitar los atentados durante la pasada década. Cuando dos periodistas franceses secuestrados en Irak fueron amenazados de muerte si no se retiraba la ley sobre la laicidad en la escuela, la movilización de los ciudadanos franceses de origen musulmán contribuyó no poco a su liberación. Sin embargo, tampoco la República laica puede dar todo por descontado: la marginación social de demasiados jóvenes de origen magrebí o africano, el hecho de que se quite importancia a las páginas yihadistas en Internet y la marcha de algunos hacia los frentes candentes de Irak o Pakistán, suministran los ingredientes del mismo cóctel que se halla en otros lugares. Pero no se ha llegado a la fatalidad del atentado, y, hasta ahora, los que lo predicaban no han tenido éxito.
Ni en Londres, ni en París, Roma, Madrid, Bruselas o Amsterdam conviene ocultar la cabeza debajo del ala: el problema terrorista, aparte de medidas simbólicas como la erradicación de Londonistán, plantea la pregunta de qué queremos que sea la identidad europea, junto con nuestros conciudadanos de origen musulmán y de todas las confesiones o no religiones. Ha llegado la hora de que la Unión Europea, tras el fracaso de la Constitución, aborde de frente este asunto, en el que se juega una parte de su futuro.