El fin del mundo tal como lo conocemos

Después de tres décadas de avanzar hacia un mercado global único gobernado por las reglas de la Organización Mundial de Comercio, el orden internacional ha sufrido un cambio fundamental. Estados Unidos y China están inmersos en una guerra arancelaria que, al principio, parecía girar en torno al balance comercial bilateral, pero que terminó siendo mucho más que eso. Hasta hace poco, podíamos albergar una esperanza en el hecho de que, a pesar de los frecuentes intercambios de amenazas, los dos países estaban negociando. Ya no.

El mes pasado, bajo presión de la administración del presidente norteamericano, Donald Trump, Google puso fin a su cooperación con Huawei, privando así al fabricante de teléfonos inteligentes chino de la licencia para utilizar el software Android de Google y otros servicios relacionados. La medida plantea una amenaza existencial para Huawei. Pero, más que eso, marca un nuevo pináculo en el conflicto sino-norteamericano y el fin de la globalización liderada por Estados Unidos. El mensaje de Estados Unidos es claro: las exportaciones de tecnología y de software ya no son simplemente una cuestión de negocios; tienen que ver con el poder. De ahora en adelante, Estados Unidos ejercerá su poderío sobre el mercado.

Ahora que el conflicto ha adquirido la forma de una lucha hegemónica, China tal vez tenga que esforzarse al máximo para proteger a sus empresas líderes nacionales. Eso implica retirarse lo más rápido posible de todas las cadenas de suministro que dependan de insumos de alta tecnología fabricados en Estados Unidos, particularmente semiconductores. China tendría que empezar a abastecerse de todos los componentes necesarios internamente, o conseguirlos de socios seguros dentro de su órbita.

En el mediano plazo, este ajuste en efecto dividiría al mundo en dos esferas de competencia económica. Tarde o temprano, todas las potencias más pequeñas que dependan de los mercados globales tendrían que elegir un bando, a menos que sean de alguna manera lo suficientemente fuertes como para soportar tanto la presión estadounidense como la china. Cuando China y Estados Unidos exigieran claridad, hasta gigantes económicos como la Unión Europea, India y Japón se enfrentarían a un dilema económico inextricable.

Suponiendo que un mercado global abierto y unificado efectivamente se convierte en algo del pasado, la pregunta entonces será cómo juega sus cartas China. En su papel del mayor acreedor de Estados Unidos, ¿considerará una guerra monetaria su as en la manga? Si fuera así, una lucha ya peligrosa por la preeminencia tecnológica global se convertiría en un conflicto más amplio y aún más peligroso en lo inmediato.

El peligro no es sólo que la rivalidad económica, el proteccionismo y las restricciones comerciales amenacen la prosperidad global; es que esos desenlaces también aumentarían el riesgo de una confrontación política seria. La soberanía tecnológica ocuparía el lugar del comercio y del intercambio, y la nacionalidad de las corporaciones –inclusive las grandes multinacionales- se tornaría tan importante como su modelo de negocios.

Aun así, sería un error concluir que este conflicto fue provocado exclusivamente por Trump y su agenda neo-nacionalista. Dos días después de que Google anunciara su decisión, el New York Times publicó un comentario de Thomas L. Friedman, autor de El mundo es plano, haciéndose eco de muchos de los ataques de Trump a las prácticas comerciales injustas de China. Si ésta es la postura de quien otrora fuera el sumo sacerdote de la globalización, China no sólo está enfrentando a los Estados Unidos de Trump sino también a los Estados Unidos liberales.

La última movida de la administración Trump está destinada a indicar que Estados Unidos no cederá su posición global dominante sin dar pelea. Sin embargo, al precipitar un rompimiento de la relación comercial existente con China, Estados Unidos incurrirá en enormes costos propios.

Sin duda, a Europa también la esperan tiempos de turbulencias. Una ruptura en la economía global plantearía un desafío fundamental para el modelo exportador europeo –y especialmente alemán-. Aunque la Unión Europea seguirá dependiendo de la garantía de seguridad norteamericana y del comercio con Estados Unidos, los exportadores del bloque han pasado a ser cada vez más dependientes del mercado chino. Un escenario en el que se vean obligados a decidir entre ambos produciría un desenlace en el que todos resulten perdedores. Es verdad, en una guerra tecnológica de escala máxima, el valor de la UE como aliado de Estados Unidos aumentaría, y los riesgos de aranceles estadounidenses punitivos sobre las exportaciones europeas disminuirían. Pero los exportadores europeos que se han vuelto más dependientes de China estarían en aprietos.

La experiencia pasada ha demostrado que Europa normalmente necesita una crisis para pasar a la próxima etapa de su desarrollo. Si la situación actual ofrece algún aspecto positivo es que Europa ahora tal vez no tenga otra opción que desarrollar una estrategia geopolítica para el siglo XXI. La UE logró evitar un revés populista en la reciente elección del Parlamento Europeo. Ahora tiene que dedicarse a salvaguardar su prosperidad y soberanía en una era de ruptura sino-norteamericana.

Joschka Fischer was German Foreign Minister and Vice Chancellor from 1998-2005, a term marked by Germany's strong support for NATO's intervention in Kosovo in 1999, followed by its opposition to the war in Iraq. Fischer entered electoral politics after participating in the anti-establishment protests of the 1960s and 1970s, and played a key role in founding Germany's Green Party, which he led for almost two decades.

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