El fin del 'quid pro quo'

Por André Glucksmann, filósofo francés. Traducción de Martí Sampons (EL PAÍS, 17/07/06):

¿Qué es el G-8? ¿El lugar de encuentro de las mayores potencias económicas del planeta? Por supuesto que no, ya que China y otros quedan excluidos del lote. ¿El lugar de encuentro de los países emblemáticos de la democracia? Pero entonces, ¿por qué Rusia sí e India no? En Moscú sugieren que se trata de un directorio euroatlántico de naciones cristianas, aunque se olvidan de que Japón es miembro fundador. Evitemos estas sandeces y coartadas que ocultan de mala manera la apuesta perdida de la posguerra fría. La Rusia de Borís Yeltsin fue invitada y luego cooptada en 1998 para darle ánimos. Nos precipitamos pensando en el día glorioso en el que, ya plenamente democrática y próspera, se uniría al pelotón de las democracias occidentales. Presuponíamos que, una vez rechazada la ideología comunista, ningún otro camino se abriría a la sociedad rusa. Contábamos con que la sacro santa providencia económica llevaría ineluctablemente de la abolición de la propiedad colectiva y la liberación del mercado a una auténtica democracia política. Los Grandes reunidos en Moscú bajo la batuta de Vladímir Putin tienen que escoger: o retrasan post mortem un grandioso quid pro quo o lo entierran con lucidez.

Los vapores idílicos de la posguerra fría se están disipando. George Bush ya no ve en los ojos azules de Putin el alma pura del good guy. Deja que su vicepresidente se lamente, en voz alta e inteligible, de la deriva antidemocrática del Kremlin. En Rusia todos los oficiales aclaman a su jefe cuando increpa al "camarada lobo" (Estados Unidos) "que sabe devorar a quien quiere devorar sin dar explicaciones, y la masa asiente". ¿Vuelta a la guerra fría? Para nada: entrada en la pos posguerra fría.

Bien es verdad que el estallido del imperio de los sóviets es un hecho, aunque las conclusiones que sacan los occidentales no se parecen a las de Moscú: "La disolución de la Unión Soviética (1991) es la mayor catástrofe del siglo", se atreve a decir el maestro de ceremonias de San Petersburgo, como si las decenas de millones de muertos provocados por la aventura hitleriana o las que se cuentan en gulags y otras fosas comunes de la checa contaran menos que la "catástrofe" de la hegemonía perdida de Breznev o Andropov, sobre Riga, Vilnus, Kiev o Tíflis. ¿Quién profiere gritos de horror? Una comparación no demuestra nada, pero imaginad por un momento que la señora Merkel se pusiera a lloriquear por la caída del III Reich: es imposible. Y, sin embargo, en Moscú dicen todas estas frases en serio.

Vladímir Putin, con todos estos esfuerzos, pretende restablecer dentro del país como en otros países cercanos un "poder vertical", prudente eufemismo que no logra ocultar una vuelta a la salvaje tradición autocrática del régimen zarista, radicalizada hasta el extremo por los bolcheviques. Pretende seguir la guerra inhumana contra los civiles en Chechenia, suprimir las libertades públicas, volver a estatalizar de manera directa o indirecta los grandes sectores económicos, redistribuir la riqueza entre manos amigas, está dispuesto a fulminar a los recalcitrantes como Jodorkovski, y a utilizar el gas y el petróleo como armas para restablecer la autoridad rusa en las capitales vecinas. ¡Quitémonos la venda de los ojos! Los siete del G-8 saben que su huésped ya no cree necesario fingir sus ambiciones y su arrogancia.

Para recuperar el estatus de líder mundial, los realistas del Kremlin han cambiado el arma de la utopía ideológica por aquella más prosaica, aunque más eficaz del gas y del petróleo. Sólo empezar, el chantaje de la energía ya les funciona. La Unión Europea, lejos de encontrar una respuesta común, está dividida. Cada nación europea se apresura en solitario a negociar con Moscú el precio de su debilidad. Gazprom es ágil, corrompe a diestro y siniestro, compra a todo el mundo, hasta a un canciller al que paga por los eficientes y leales servicios prestados pocos días después de haber perdido su puesto de trabajo. El negocio del señor Schröder va viento en popa. ¿Por qué molestarse? ¿No cedió amablemente el turno de Alemania para que Putin pudiera presidir el G-8 este verano? ¿No firmó a toda prisa, los últimos diez días de su mandato, el contrato del gasoducto del mar Báltico para sortear con grandes costes a Ucrania, Polonia y los países bálticos? Empieza el espectáculo: Gazprom, brazo armado de la reconquista, firma acuerdos con la Sonatrach argelina y la Venezuela de Chávez, protege a Irán y el Sudán, intenta restablecer acuerdos con las petromonarquías árabes y dirige la ofensiva en Asia central. La nueva gran potencia energética atenaza a la Unión Europea y amenaza con acabar de desecar Occidente. El economista "liberal" de Putin, H. Gref, acaba de declarar: "¿Qué es Davos sino un pueblecito helvético? ¡San Petersburgo, en cambio, es la ciudad más bella del universo!" ¡A buen entendedor...! Este hombre es un esteta. Mientras sobrevolaba las ruinas de Grozny en helicóptero en compañía de su jefe, exclamaba: "Parece un decorado de Hollywood para una película de la Segunda Guerra Mundial".

Las democracias occidentales no están obligadas a coronar sin rechistar al petro-zar. Lo único que aguanta a la economía rusa es el precio del barril, la industria envejece y se estanca a diferencia del desarrollo en China y la balanza comercial -a excepción de las materias primas y del armamento- es lamentable. Salvo en Moscú y en San Petersburgo, en todas partes reina la miseria; todo esto mientras crece la hidra burocrática, la corrupción campa a sus anchas con séquitos de mafiosos que ajustan cuentas. La russian way of life tiene que importar todas las comodidades de la sociedad de consumo, desde el Big Mac hasta el ordenador. La nueva potencia rusa es muy perjudicial, es capaz de provocar y aumentar el caos mundial, aunque no puede prescindir de los créditos y de las inversiones de las economías desarrolladas. ¿Hay que ceder a sus exigencias, so pretexto de "no humillar" al Kremlin, concederle el derecho de encargarse del "extranjero cercano" y de hacer chantaje a la Unión Europea? O bien, como pide Gari Kaspárov y la nueva disidencia rusa, "la otra Rusia", ¿no hay que ser exigentes con los derechos humanos, nuestras libertades y las de ellos?

No hay una nueva guerra fría. Putin no es Stalin. No tiene a su disposición a media Europa como su maestro, Andropov, al que tanto admira. El desafío de Putin sólo es espantoso si lo comparamos con nuestra desunión, nuestras miopes rivalidades y nuestra debilidad mental.