El final de ETA y el ‘efecto Joe Biden’

La historia de ETA supone la apoteosis, a sangre y fuego, de la tesis fundamental del nacionalismo vasco. De acuerdo con dicha tesis, los territorios vascos fueron invadidos por un opresor español al que hay que expulsar.

Pero ha sido el procés catalán el que ha hecho comprender algo difícil de digerir. Que, después de 50 años de terrorismo y un reguero de más de 800 víctimas, el objetivo central del terrorismo etarra (soliviantar a la población o a un sector importante de ella contra España) se ha conseguido antes y con más intensidad en Cataluña, donde no hubo necesidad de matar a nadie, que en Euskadi. Una Euskadi que vive actualmente un impase a la espera del próximo paso que dé el nacionalismo.

El relato terrorista (o cómplice del terrorismo) dice dos cosas del terrorismo de ETA y de su final. Primero, que ese terrorismo terminó porque la organización armada decidió que ya no era útil para la causa. Y de ahí que no se vayan a arrepentir jamás de lo que hicieron.

Y segunda, que hubo dos bandos.

Lo curioso de esta última interpretación es que cuando uno de los bandos, el nacionalista, desistió de seguir, el bando contrario cesó también su actividad. ¿No hubiera sido más lógico, de existir dos bandos, que al abandonar uno de los dos, el otro tomara las calles y se impusiera socialmente?

Nada de eso ha sucedido. Terminó ETA, ahora hace diez años, y sigue sin haber nadie que salga a la calle enarbolando una bandera española en un evento deportivo, cultural o lúdico. En cambio, las ikurriñas menudean por doquier y por el motivo más banal.

El nacionalismo, por tanto, domina las sociedades vasca y catalana hasta extremos inconcebibles en el resto de España. También ejerce sobre el resto del país una influencia política extrema dando y negando su apoyo a los gobiernos de España, conforme a nuestro sistema electoral.

Existen sistemas electorales que dan un plus de representatividad a los partidos nacionales dando por hecho, como se ha demostrado, que los partidos regionalistas sólo van a lo suyo.

Pero en España hemos sido generosos con nuestros nacionalismos hasta el punto de que les dejamos ejercer en exclusiva la iniciativa, que es lo más definitorio de la actividad política: ellos plantean sus exigencias independentistas cuando les conviene, generalmente a media legislatura, y los demás partidos deben pronunciarse al respecto.

En cambio, cuando llegan las elecciones (especialmente las autonómicas, donde se juegan el bienestar de su enorme clientela), adoptan posturas moderadas, que saben que les dan más votos que las maximalistas.

Por tanto, la pregunta fundamental es ¿qué ocurre en esas regiones españolas donde un sector de la población que ronda el 50%, con altibajos según la coyuntura, dice que hay que independizarse de España?

Ocurren sobre todo dos cosas. Ambas, responsabilidad de los partidos de ámbito nacional español. O del Estado propiamente dicho.

La primera deriva de la actuación de los gobiernos españoles contra el terrorismo nacionalista vasco. Gobiernos que se han preocupado exclusivamente por paliar los efectos del terrorismo. Pero lo han hecho sin ningún aparato de comunicación detrás, de modo que, cuando vivíamos la etapa más dura del terrorismo, cuando se asesinaba a guardias civiles y policías nacionales a diario, hubo mucha gente, sobre todo en el País Vasco, que pensó que el terrorismo sería capaz de vencer al Estado.

Aquella sensación, ampliamente extendida, empoderó (como se dice ahora) al nacionalismo vasco y acogotó cualquier oposición política y social al mismo.

En realidad, ETA asesinó a 206 guardias civiles y 149 policías nacionales. Pero nadie sabía en el País Vasco (ni se preocupaba de saber) que en España hay aproximadamente 78.000 guardias civiles y 68.000 policías nacionales. Es decir, que ETA asesinó al 0,26% de guardias civiles y al 0,21% de policías nacionales.

Y, aun así, la percepción era la de que ETA podría doblegar en algún momento al Estado. ¿Qué clase de acción política ejecutaban entonces el Estado y sus gobiernos en el País Vasco para que la gente pensara que era posible vencerles con cuatro comandos (o con 400 si hubiera sido el caso)?

Los gobiernos españoles actuaron contra el terrorismo como dijo el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, que había actuado su país en Afganistán cuando evacuaron de allí las tropas tras 20 años de invasión: “Nosotros no vinimos aquí a hacer nación ni a construir una democracia”.

Lo mismo hizo el Estado español en el territorio vasco. Ni se preocupó de defender la nación española en la región ni de construir democracia. Solo le preocupó que no muriera gente.

Y cuando acabó el terrorismo, el Estado se marchó por donde había venido, como Joe Biden de Afganistán. Con la sensible diferencia de que los Estados Unidos no tienen nada que ver con Afganistán, mientras que el País Vasco y Navarra están insertos en el cogollo mismo de la historia de España, compartida en común durante siglos.

A la percepción engañosa de la posible victoria del terrorismo, junto a la nula comunicación de los gobiernos españoles, se añade una tercera responsabilidad del Estado frente a esa propaganda nacionalista que decía que el País Vasco estaba invadido por el opresor español. Señal de ello son los escasos estudios existentes (y la poca difusión que se hace de ellos) sobre la composición de la población en el País Vasco y Cataluña.

De Madrid ya sabemos lo que dijo Antonio Machado al respecto: “¡Madrid, Madrid, qué bien tu nombre suena, rompeolas de todas las Españas!”. Pero de Cataluña y el País Vasco no tenemos nada similar, cuando el aluvión de españoles hacia ambas regiones fue tan copioso o mayor que el de la capital de España.

En el País Vasco y en Cataluña, en cambio, los nacionalismos, sobre todo a partir del fin de la dictadura, construyeron un imaginario sostenido en un pilar fundamental: el ocultamiento de la llegada masiva de españoles de otras regiones de España durante las décadas precedentes.

Y eso a pesar de que era un hecho más que evidente que se traducía en salidas masivas durante las épocas estivales hacia sus lugares de procedencia. Salidas masivas que dejaban barrios enteros prácticamente vacíos. Lo de ir al pueblo durante las vacaciones era algo más que una frase. Era una señal de la composición de la población en ambos territorios.

Pero la consigna era no comentar nada al respecto y mucho menos sacar consecuencias no ya políticas, sino ni siquiera sociales, de ello. En una entrevista realizada cuando era presidente de la Generalitat, Artur Mas reconoció que el 70% de los que impulsaban el procés eran charnegos o hijos y nietos de charnegos.

Cuando pusieron en marcha su movimiento, durante la última década del siglo XIX, los nacionalistas vascos sólo encontraron una forma para distinguir a los propios de los extraños (porque en lo demás, apariencia física e incluso forma de hablar, era prácticamente imposible): los apellidos.

Pero hasta 1998 no encontramos un trabajo científico sobre el tema. Un clásico, el de José Aranda Aznar, titulado La mezcla del pueblo vasco, donde se concluye que en el País Vasco hay un 50% de personas con los dos primeros apellidos castellanos, un 30% con uno castellano y otro vasco, y un 20% con los dos vascos.

Hoy, la tendencia debe ser probablemente mayor a favor de esa mayoría no autóctona, dada la proverbial baja natalidad vasca. Pero la respuesta a la constatación de Aranda Aznar fue un silencio sepulcral. Ningún comentario político al respecto, ninguna conclusión que trascendiera el ámbito de los iniciados. Nada.

Y así, en el primer Parlamento vasco de la Transición, el de 1980, el 58% de sus parlamentarios tenía los dos primeros apellidos vascos. El 28%, uno vasco y otro castellano. Y sólo el 13% los dos castellanos. Y lo mismo en las siguientes legislaturas.

¿Qué está ocurriendo aquí? Ocurre que los nacionalismos vasco y catalán han intentado (y conseguido) por todos los medios, desde 1975 hasta hoy, convertir sus sociedades en un espejismo identitario donde la minoría autóctona se nos aparece como una mayoría y la mayoría sobrevenida, como una minoría.

El terrorismo de ETA contribuyó de manera decisiva a reforzar ese espejismo en el País Vasco. Que muchos terroristas tuvieran apellidos vascos parecía indicar al observador externo que una mayoría de la población vasca también los tenía.

Pero nada más lejos de la realidad.

Pedro Chacón es profesor de Historia del Pensamiento Político en la UPV/EHU.

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