El final de la era del unilateralismo

Un nuevo año es siempre un tiempo para abordar viejas cuestiones y albergar nuevas esperanzas, un tiempo para pensar con calma sobre lo que sucede en el mundo y planificar el futuro. Es algo natural buscar indicios de que las cosas pueden mejorar, en casa y en el exterior.

Algo que ha supuesto un hito en las relaciones internacionales tuvo lugar hace pocos meses. Efectivamente, el año pasado pudo haber sido testigo del fin de toda una era en temas de alcance mundial: el periodo de unilateralismo y oportunidades perdidas de la posguerra fría.

Cuando terminó la guerra fría, a finales de los 80, se abrieron una serie de senderos que invitaban a dirigirse hacia un mundo mejor. Las grandes potencias, particularmente Estados Unidos, la Unión Soviética y China, trabajaron juntas de forma constructiva en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en muchas cuestiones. Y acabaron un buen número de conflictos internacionales, incluidos los de Angola, El Salvador, Nicaragua y Camboya.

Se cerraron importantes acuerdos sobre el control de armamento nuclear y convencional, como el tratado INF, por el cual EEUU y la Unión Soviética eliminaron dos categorías de misiles nucleares, y el tratado Start 1, que casi redujo a la mitad los misiles estratégicos y cabezas nucleares de ambos países. Cambios democráticos se pusieron en marcha en docenas de países de Asia y América Latina, y en Europa central y del Este.

La Carta de París por una Nueva Europa, firmada por los líderes de las naciones europeas, Estados Unidos y Canadá en 1990, marcó el inicio de un proceso que parecía destinado a llevarnos a un nuevo orden mundial, pacífico y democrático, a una Europa y a un mundo sin líneas divisorias. Fue un acuerdo cuyo impacto pudo haber llegado más allá del continente europeo.

Pero el movimiento en dicha dirección pronto empezó a perder velocidad. A la disgregación de la Unión Soviética siguieron cambios en las élites políticas de Estados Unidos y de otros países. La Carta de París fue ignorada y, durante muchos años, olvidada. En vez de movernos hacia una nueva arquitectura de la seguridad, se decidió buscar apoyo en las herramientas heredadas de la guerra fría. Estados Unidos --y Occidente en general-- sucumbió bajo el complejo del ganador.

Tras el final de la guerra fría, Europa fue sacudida por las tragedias de lo que una vez fue Yugoslavia, algo que tuvo consecuencias en el continente --y particularmente en las economías y el sustento de los pueblos balcánicos--, y que todavía se dejará sentir durante muchos años. Oleadas de inestabilidad invadieron muchos países de la antigua Yugoslavia, Oriente Próximo y África a medida que se reanudaron y ganaron fuerza las luchas por lograr influencia, recursos y mercados.

La promesa de la OTAN de evolucionar hacia una organización fundamentalmente política no se cumplió. Sucedió al revés: este organismo evolucionó hacia un aumento de sus miembros y la extensión de su zona de operaciones. Una nueva carrera armamentista está en marcha. Los problemas relativos a las armas nucleares y a la no proliferación nuclear están revistiendo una nueva urgencia, en buena medida por culpa de los socios originales del club nuclear.

Existe un peligro real de una nueva división en el mundo y la posibilidad de una nueva guerra fría está siendo ampliamente debatida. Estados Unidos, prescindiendo totalmente del Consejo de Seguridad de la ONU o de la opinión de numerosos países, con inclusión de sus propios socios y aliados, invadió Irak con consecuencias desastrosas de sobras conocidas por todo el mundo. La arrogancia del poder militar ha conducido a una grave crisis, y al declive del papel y la influencia de Estados Unidos.

Otra consecuencia de las políticas unilaterales y de los intentos por reclamar el liderazgo en exclusiva es que la mayoría de instituciones internacionales no han sido capaces de hacer frente con garantías a los retos globales del nuevo siglo: la crisis medioambiental, que se extiende cada vez con más rapidez, y el problema de la pobreza, que afecta a millones de personas en todo el mundo. La escalada sin precedentes del terrorismo internacional y la proliferación de conflictos étnicos y religiosos son signos preocupantes de problemas aún por llegar.

Los norteamericanos también han sentido los efectos de las equivocadas políticas exteriores de su Administración. En noviembre, los votantes dieron a conocer su veredicto: Los republicanos fueron derrotados en las elecciones a mitad del mandato presidencial. Y aun así, el resultado de dichas elecciones supone un reto para la totalidad del establishment político norteamericano, tanto para los demócratas como para los republicanos. Hay una gran necesidad de corregir los derroteros que están tomando las políticas de las superpotencias.

¿Será capaz la Administración de George W. Bush de una corrección así? Tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo, la visión que prevalece a menudo es negativa. Ciertamente, la Administración ofrece amplios motivos para que mantengamos esa visión, porque parece preferir la inercia del pasado. Parece que lo único que la Administración de Bush pretende es persuadir al mundo entero de que sigue firmemente instalada en el poder. Las recientes declaraciones del presidente y los planes que se debaten en su Administración son como retales de la tela vieja.

La actual dirección republicana prefiere claramente dejarle al próximo presidente esta clase de herencia, que le ligaría a sus políticas y que harían imposible decidir un cambio de rumbo. Si esto es así, no se trata solo un error táctico, sino también que es la receta para un desastre aún mayor.

Y, aun así, creo que la oportunidad para una política distinta aún está ahí. La Administración y el Congreso norteamericanos tienen aún tiempo para forjarla. Deberían empezar por Oriente Próximo. No solo debería Estados Unidos empezar a salir del atolladero iraquí, sino que además necesita volver a una política constructiva para esa región. Es esencial que el proceso de paz de Oriente Próximo vuelva a empezar, junto con un diálogo serio con los vecinos de Irak.

Si los líderes norteamericanos tienen la precaución y el coraje de mirar al mundo tal y como es, se inclinarán por el diálogo y la cooperación más que por la fuerza. Lo que hace falta no es una red mundial de presencia e intervención militar, sino una cierta moderación y una disposición para arreglar los problemas por medios políticos.

Después de todo, el mundo ha cambiado radicalmente incluso si se compara con el de los años 90. Se ha vuelto más interconectado e interdependiente. Nuevos gigantes --China, India y Brasil-- han saltado a la arena mundial, y no podemos seguir ignorando sus opiniones. Europa se está uniendo, y su influencia económica y política tenderá a crecer.

Aunque al mundo islámico le está costando adaptarse a nuevas realidades, su ajuste continuará y su gran civilización insistirá en ser tratada con respeto. Finalmente, la transición democrática de Rusia --así como la de las demás exrepúblicas soviéticas--, aun con sus considerables problemas, está colocando a un actor nuevo y fuerte en el escenario internacional.

Durante los años 90, que constituyeron un tiempo difícil para mi país, ya dije que los problemas de Rusia pasarían, que ella se pondría de pie y avanzaría a grandes pasos. Y eso es lo que está ocurriendo ahora. El resurgimiento de Rusia, su insistencia en proteger sus intereses nacionales y su capacidad para desempeñar su auténtico papel en el orbe es evidente que no gustan a todo el mundo. Curiosamente, cuando Rusia estuvo sumida en la crisis, Occidente la aplaudía; en cambio, hoy se acusa a Rusia de rechazar la democracia y de albergar ambiciones imperiales.

Con todo, no hay motivos para temer a Rusia. Mi país hace frente a infinidad de problemas, hay muchas cosas por criticar, y las criticamos. Aprender formas nuevas y construir instituciones democráticas es ciertamente algo muy duro. Pero Rusia nunca volverá a su pasado totalitario. El trecho más difícil del camino ya quedó atrás.

Siempre he afirmado que en este tiempo que nos ha tocado vivir no podemos permitirnos el lujo de ser pesimistas. Existen muchos motivos para estar preocupados e incluso alarmados. Cierto. Pero la historia no está predeterminada. Una nueva división del mundo, una nueva confrontación, no es inevitable. Un orden mundial nuevo y democrático no es mera retórica. Es posible construirlo.

Mijail Gorbachov, último presidente de la URSS (1985-1991). Premio Nobel de la Paz en 1990. Presidente de la Fundación Internacional de Estudios Socioeconómicos y Políticos (Fundación Gorbachov).