Los sables hacían mucho ruido en aquellos tiempos del 81. Una parte significativa del generalato franquista nunca había visto con buenos ojos la llegada a España de la democracia y, si en los primeros tiempos del tránsito permanecieron en un hosco silencio, se había debido a la devoción que prestaban al Rey Juan Carlos I, que deseaban imaginar como fiel alumno del desaparecido dictador. Claro que, amén de otros desencuentros, el ministro de Marina en el gobierno de Adolfo Suárez, el almirante Pita da Veiga, había presentado su dimisión dos días después de que el 9 de abril de 1977 se anunciara la legalización del Partido Comunista. Y claro que los tiempos del 81 ya no eran los felices del 78, cuando la exitosa transición española hacia la democracia había encontrado su clave de bóveda en la adopción popular de la Constitución que había recibido el consenso de las principales fuerzas políticas. El terrorismo de ETA anotaba diariamente la brutal contabilidad de sus víctimas, muchas de ellas, no por casualidad, miembros de la Fuerzas Armadas o de los cuerpos de seguridad; la recién instaurada democracia parecía disolverse en interminables peleas parlamentarias entre los que estaban en el poder y los que aspiraban a ocuparlo; la magia con que Adolfo Suárez encauzó los primeros tiempos del posfranquismo parecía disuelta en vacilaciones y ambigüedades; e incluso el partido que aquel momento ocupaba el gobierno, la Unión de Centro Democrático, comenzaba a postergar su carácter unitario para preferir las querellas por la predominancia interna entre los ‘oficialistas’ y los ‘críticos’.
Fueron los del 80 y del 81 los tiempos en que los ‘medios normalmente bien informados’ alertaban sobre el riesgo de una intentona militar que acabara, decían, con aquel nivel de incertidumbre y desgobierno; los que por primera vez supieron de dos personajes apellidados Tejero e Ynestrillas, aquél Guardia Civil y éste militar, como posibles agitadores de la causa golpista; los tiempos que aprovecharon conocidos miembros del PSOE para visitar en Lérida al general Alfonso Armada, antiguo colaborador del Rey al que Suárez había ‘desterrado’ a la ciudad catalana presumiendo, y con tanta razón, que albergaba propósitos anticonstitucionales sobre la gobernación del país; tiempos también en que no menos conocidos miembros de la UCD se desplazaban hasta Las Palmas de Gran Canaria para conversar con el entonces capitán general de las Islas, general López de Hierro, al que otorgaban ‘capacidad de liderazgo’; los tiempos también en que Armada viajaba frecuentemente hasta Valencia para debatir con el capitán general del lugar, general Miláns del Bosch, y precisar los términos de lo que el 23 de febrero de 1981 se habría de convertir en la foto infecta de Tejero levantando el brazo con la pistola en su mano desde el sitial presidencial del Congreso de los Diputados y anunciando el fin de la joven democracia española.
El viernes 23 de enero de 1981, en las últimas horas de la tarde, el Rey Juan Carlos I llama a Adolfo Suárez para convocarle a una reunión urgente esa misma noche. Seis días después, el jueves 29 de enero, Suárez se dirige al país por televisión para anunciar su renuncia como presidente del Gobierno. Sus palabras están cargadas de dramatismo: «No quiero que el sistema democrático de convivencia sea una vez más un paréntesis en la Historia de España». Su sacrificio no debió convencer suficientemente a los golpistas que, armas en la mano, invadieron el Congreso de los Diputados el 23 de febrero, cuando la Cámara estaba votando, ya en segunda vuelta, el nombramiento de Leopoldo Calvo-Sotelo como sustituto de Suárez en la Presidencia del Gobierno.
Para los que sufrimos directamente la ignominia, el recuerdo es permanente y combina el temor primario por nuestra propias vidas junto con la profunda indignación al comprobar cómo unos cuantos locos uniformados acababan, y parecía que irremisiblemente, con las ilusiones, los trabajos y los dolores que tantos españoles habíamos puesto al servicio del común para traer a España la libertad y la democracia. Y en la memoria queda, además de no pocas minucias, lo evidente: fue el Rey Juan Carlos I el que, ordenando a los recalcitrantes y convenciendo a los pusilánimes entre los jefes de las Fuerzas Armadas, hizo que la intentona abortara. Y con ello, como bien afirma Juan Francisco Fuentes en el volumen que recientemente ha publicado sobre el evento, consiguiera que aquel fuera el último de la serie de golpes militares que durante todo el siglo XIX y parte del XX habían protagonizado la historia española. Nadie en sus cabales podría hoy afirmar que existan restos de voluntad golpista en la milicia de nuestro país, que ha sabido demostrar un admirable sentido de respeto y apoyo a nuestra estructura constitucional y a los valores que propugna y encierra.
Como nadie en sus cabales pudiera negar que, cuarenta años después de aquel vergonzoso suceso, otros parecidos intentan de la misma manera acabar con la democracia española, tal como la consagra la Constitución de 1978. El fiscal Javier Zaragoza, en su alegato ante el Tribunal Supremo contra los separatistas catalanes que habían intentado proclamar la independencia de la región, mantuvo en 2019: «Lo que ha sucedido en Cataluña entre marzo de 2015 y octubre de 2017, pero sobre todo en el otoño de 2017, fue un golpe de estado... un ataque al orden constitucional... la violencia utilizada fue un instrumento para favorecer la declaración de independencia». Como en la misma longitud de onda cabe referirse a todos aquellos que, siguiendo al Mitterrand del ‘Golpe de Estado Permanente’ o al Curzio Malaparte de las ‘Técnicas de Golpe de Estado’, pretenden alterar silenciosamente la Constitución, prescindir de la Monarquía, acabar con la división de poderes, dar al traste con la economía social de mercado, pactar con los sucesores de los terroristas, abrir el diálogo con los separatistas catalanes sobre ‘amnistía’ y ‘autodeterminación’ o terminar con la libertad de expresión y prensa. Tienen otros nombres propios, ya no se llaman Tejero o Ynestrillas, pero son también golpistas.
Por eso parece necesario poner entre interrogaciones lo del final de los golpes. Para estar sobre aviso. Y para que no nos cojan desprevenidos. Un golpe es siempre lo mismo. La interrupción del proceso democrático. Con tricornio, moño, barretina, boina o corbata. Tal para cual.
Javier Rupérez es embajador de España.