El final de una historia

El siglo XX conoció tres clases de fenómenos totalitarios. El primero nació en Rusia, tras una revolución comandada por una situación de crisis del Estado. El comunismo real fue primero un fenómeno popular, orientado por una élite que hablaba en nombre de la clase obrera y ponía en evidencia a un régimen que, durante mucho tiempo, se basó en una fuerte movilización de la sociedad. A menudo se fecha su final en la caída del muro de Berlín (1989). De hecho, es mejor hablar de un largo proceso de declive: nace como proyecto, como visión de futuro, como movilización popular cuando el poder que ejerce se reduce a sus tanques y a sus policías sin ningún sello ideológico sobre la sociedad y se enfrenta a contestaciones a partir de 1953 (en Berlín), 1956 (en Polonia y Hungría), 1968 (Checoslovaquia) y, finalmente, 1980-81, otra vez en Polonia. La junta militar dirigida por el general Jaruzelski, liquidando por la fuerza la experiencia de Solidarnosc, un movimiento obrero democrático llevado por la idea de liberar la nación (polaca) y la religión (católica), firmaba de hecho el agotamiento político e ideológico del comunismo. Algunos años más tarde toda Europa central acababa con el comunismo y la Unión Soviética desaparecía como tal. Algunos países aún se valen de él: sólo usan la represión y no tienen ninguna capacidad de movilización social, ninguna influencia ideológica, excepto quizá en Cuba, donde Fidel Castro sigue siendo el símbolo de la resistencia a Estados Unidos.

Una segunda familia de fenómenos totalitarios recoge las experiencias de tipo nazi y fascista. Tras los análisis clásicos de Hannah Arendt sobre los orígenes del totalitarismo, importantes debates han opuesto a aquellos para quienes el comunismo estalinista y el nazismo son la misma cosa y los que pretenden distinguirlos. Aquí sólo decimos que ni el nazismo y el fascismo ni el estalinismo se explican sin una fuerte movilización popular, un vínculo ideológico real entre el poder y la sociedad; pero anotemos también el papel central, en esta movilización, de la referencia a la nación, a veces a la raza, y no a la figura social del proletariado obrero. Esta segunda familia quiso intensamente la guerra, y su derrota, tras la Segunda Guerra Mundial, significó su repentino final, en 1945.

Con la revolución iraní de 1979 se desencadena un tercer fenómeno no tanto social (como el comunismo) o nacional (como el nazismo) como religioso. Puede vanagloriarse de los éxitos de Hizbulah en el sur de Líbano o de Hamas en Gaza, pero en su conjunto ha fracasado en sus intentos de extensión, especialmente en Argelia, donde la represión ha sido especialmente brutal. Pero ha suscitado inmensas esperanzas en el mundo musulmán y se puede considerar que el terrorismo islamista es una prolongación y al tiempo una forma inversa, la expresión de su incapacidad de movilizar a las masas. Por ello desde los años noventa investigadores como Olivier Roy han podido proclamar, según titula su libro

El fracaso del islam político (París, Seuil, 1992), su incapacidad para extenderse más allá de su cuna.

Los acontecimientos actuales en Irán indican el final del islamismo político como movilización político-religiosa y es necesario admitir que sea cual sea la manera como salga de esta, el poder actual Irán ha entrado en una fase postislamista.

Al comienzo, hace 30 años, una revolución religiosa hacía caer el régimen modernizador y brutal del sha. La guerra con Iraq, apoyada en su momento por EE. UU., dotaba a la revolución islámica de una gran dimensión patriótica. Cada vez más el poder de los ayatolás se separó de las aspiraciones populares y para mantenerse conjugó la represión con un populismo de grandes connotaciones nacionalistas.

Afirmándose como potencia regional incontestable y aspirando al liderazgo ideológico en la acción del mundo musulmán frente a Israel, apostando por un discurso puramente antisemita apoyando a Hizbulah y a Hamas y desarrollando un programa que debería aportarle el poder nuclear, el régimen ha podido dar la imagen y conservar una cierta iniciativa sobre la población. Pero la manipulación, con motivo de la elección presidencial, la trampa, la victoria robada y luego la represión de la protesta han hecho ver a todo el mundo el agotamiento del régimen.

Los vencedores políticos y morales de la elección presidencial, los que votaron por Husein Musavi, no han roto con la religión, son y siguen siendo creyentes. Como ha demostrado Farhad Josrojavar (Tener 20 años en el país de los ayatolás,Robert Laffont, 2009), una buena parte de la juventud iraní se aparta no de la fe sino de aquellos que, en su nombre, ejercen un poder autoritario y arcaico culturalmente. Esa juventud no es antipatriótica, sino que está deseosa de participar cultural y económicamente en la globalización, aprecia la música, el deporte, quiere poder tener relaciones afectivas y sexuales y detesta a los mulás y a los ayatolás.

El compromiso con la democracia va mucho más allá de la juventud; es una población que en su conjunto acaba de señalar claramente el final de un islamismo que ha derivado en dictadura violenta. Los ayatolás han ganado, mantienen el poder, por ahora. Pero han perdido toda legitimidad, tanto interna como ante el mundo.

El islamismo que asocia un proyecto político a un poder religioso está en retirada y esta vez no puede echar las culpas más que a sí mismo. Sus representantes no pueden acusar a un poder represivo y a la vez antidemocrático, como pasó en Argelia; no pueden culpar al extranjero y difundir la tesis de un supuesto complot exterior. Y si quieren acusar a la modernidad cultural ya no pueden asociarla a un régimen autoritario como era el del sha: hay amplios sectores del pueblo que la desean.

El éxito de Ahmadineyad reabre de modo claro un fracaso político-ideológico. El islamismo seguirá presumiblemente animando proyectos terroristas en los que los protagonistas de la violencia actúan sin base real, en nombre de una población que apenas se reconoce en ellos, o bien poco en sus discursos y en sus actos. El islamismo incluso ha fracasado en su propia cuna, en el país cuya revolución había inspirado. Se ha producido un nuevo final de la historia.

Michel Wieviorka, sociólogo y profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París.