El miércoles 23 de enero por la mañana, frente a decenas de miles de venezolanos decepcionados, Juan Guaidó tomó la Constitución y se juramentó como presidente encargado.
Guaidó es la imagen opuesta de Maduro: un líder joven —el presidente de la Asamblea Nacional, electa democráticamente— cuya reputación no está empañada por la corrupción.
Su promesa de liderar un gobierno de transición hasta que el país celebre elecciones libres ha revivido la esperanza. Tal vez Venezuela esté finalmente en el desenlace de un ciclo político que, aunque tuvo algunos años de beneficios sociales, terminó por empobrecer a la nación que una vez fue la más rica de la región.
Minutos después de su juramentación, Guaidó —prácticamente desconocido hasta hace unas semanas— fue reconocido oficialmente como el líder de Venezuela por Estados Unidos, Canadá, Paraguay, Brasil, Colombia y otros siete países.
En una avenida cercana, una manifestación rival de simpatizantes del gobierno, vestidos de rojo, apenas llenaba una cuadra. Después de más de veinte años del llamado Socialismo del Siglo XXI, la revolución chavista ha dado un giro completo, desarticulada por las mismas razones que la originaron: la injusticia social, la desigualdad y una élite política corrupta e ineficiente.
Los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro desperdiciaron una oportunidad única para reconstruir a esta nación llena de recursos. Despilfarraron la bonanza petrolera y colapsaron la economía. Al final, resultaron ser más violentos y brutales que las personas a las que alguna vez habían acusado, con razón, de represión. Maduro y sus cómplices se han convertido en lo que habían prometido cambiar.
Sin embargo, aún es demasiado pronto para saber si Guaidó logrará permanecer como presidente encargado mucho más tiempo. En el pasado, el gobierno —que controla los tribunales, la policía y tiene todo el apoyo del ejército— ha sofocado manifestaciones callejeras más grandes y movimientos de protesta más prolongados.
En 2014, una manifestación que duró un mes terminó con un saldo de cuarenta personas asesinadas de ambos bandos y con el encarcelamiento de Leopoldo López, el líder de la oposición. En 2017, después de que el Tribunal Supremo de Justicia, controlado por el gobierno, le quitó de manera arbitraria a la Asamblea Nacional —electa democráticamente— su derecho de legislar, las manifestaciones en las calles sacudieron al país una vez más. Murieron más de 120 personas, miles resultaron heridas y cientos fueron encarceladas. Después de tres meses, la oposición fue desmantelada y desmoralizada; el gobierno de Maduro, con el firme apoyo del ejército, había asegurado el control del poder.
Esta vez todo podría ser distinto. En ninguna de esas ocasiones, la oposición tuvo el apoyo explícito de Estados Unidos ni de países de la región como Argentina, Colombia y Brasil, que en los últimos años han virado a la derecha con las elecciones de Mauricio Macri, Iván Duque y Jair Bolsonaro.
Después de que Chávez, quien murió en 2013, lo eligiera como su sucesor, Maduro apenas logró ganar una elección anticipada. Dos años más tarde, la oposición ganó la mayoría en el congreso. En vez de atender el descontento creciente y trabajar con la nueva Asamblea Nacional para aprobar políticas económicas correctivas, Maduro hizo todo lo posible para desintegrar el organismo legislativo y terminó por instalar una Asamblea Nacional Constituyente paralela en 2017. Conforme la tensión aumentaba, ambos grupos buscaron una transición negociada. En cada ocasión —desde las charlas intermediadas por el Vaticano en 2016 hasta las reuniones secretas sostenidas en República Dominicana a finales de 2017 y a principios de 2018— los esfuerzos por encontrar una solución pacífica fracasaron.
Los venezolanos han estado decepcionados y enojados con el gobierno de Maduro durante casi el mismo tiempo en que ha estado en el poder, pero no tan desesperados como lo están actualmente. El respaldo que Maduro pudo haber tenido se ha diluido por la imposibilidad de los venezolanos de alimentar a sus familias; la escasez de alimentos y medicamentos se ha vuelto generalizada. Cientos de personas han muerto de desnutrición y enfermedades que podrían curarse fácilmente con el tratamiento adecuado. Los apagones pueden durar días, el agua es limitada y la infraestructura decadente nos remite a una zona de guerra.
En la manifestación del martes, la gente gritó consignas contra Maduro y alzó pancartas con las que exigían un cambio. Pero la señal más reveladora de la tragedia en el país fueron los cientos de bolívares —la moneda de Venezuela— diseminados por el pavimento. Algunos rieron al verlos, otros los pisaron, pero el bolívar, a pesar de que le quitaron cinco ceros hace poco, se ha vuelto tan inservible que nadie se molestó en recogerlos. El Fondo Monetario Internacional calcula que la hiperinflación podría superar los diez millones por ciento este año.
Esta realidad estremecedora afecta a todos los venezolanos, pero castiga con más fuerza a los pobres, la base de simpatizantes de Maduro, que en su mayoría lo ha abandonado o quiere que renuncie. Muchos simplemente han optado por salir del país. De acuerdo con la ONU, tres millones de personas se han ido de Venezuela y para este año la cifra podría llegar a cinco millones.
El 10 de enero, Maduro tomó juramento para ejercer su segundo periodo en el cargo. A lo largo de la ceremonia se refirió a sí mismo como el presidente constitucional, pero las elecciones que según él ganó en mayo de 2018 se consideraron de manera generalizada como un fraude en su país y en el extranjero. La votación fue supervisada por un organismo electoral leal a Maduro y varios líderes clave de la oposición fueron excluidos porque están en la cárcel o se les prohibió ser candidatos. De manera progresiva, Maduro ha perdido toda legitimidad. Esta es una diferencia clave que lo aparta de su antecesor: a pesar de ser un mal administrador, Chávez tenía mucho carisma y ganaba elecciones de manera más o menos democrática.
Es imposible saber cuánto tiempo más podrá continuar Guaidó como presidente encargado pero, aunque el régimen de Maduro logre aferrarse al poder, es difícil imaginar que pueda recuperar la economía, la legitimidad y el aspecto más importante para la revolución chavista: el apoyo popular.
Virginia Lopez Glass es periodista. Ha cubierto Venezuela y América Latina para The Guardian, la BBC y Sky News. Fue corresponsal sénior de Al Jazeera.