El flequillo de Obama

«Bienvenido al mundo del espectáculo y la distracción total», le diría el escritor Philip Roth a un correligionario y amigo europeo, el escritor checo Ladislav Klima, cuando los países del Telón de Acero, tras la Caída del Muro, recuperaron la tan ansiada libertad. Quizá fuera por parte de Roth no sólo una forma de definir la nueva vida que tendrían que vivir de ahora en adelante, en libertad y a la manera occidental, sino también una forma de condensar al mismo tiempo la quintaesencia de la nación americana, a la que Roth pertenecía. Es decir, esa nación, símbolo por excelencia de la democracia y el mundo libre, que había sacado de apuros a los europeos en más de una ocasión —en dos guerras mundiales del siglo XX, en concreto— y a la que habían llegado hacía un siglo los antepasados de Roth, desde la Galitzia austrohúngara. Una nación, o patchwork y conglomerado de emigrantes venidos de todas las partes del mundo, en la que los abuelos de Roth, como muchas veces ha relatado este escritor, no eran más que «unos outsiders entre muchos otros, marginales entre veinte grupos distintos de marginales, y donde todo el mundo hablaba inglés con un acento aún peor que el tuyo». Rápidamente integrados y americanizados, todos aquellos emigrantes ofrecerían como resultado «mil Américas distintas y un lugar para toda clase de vidas y sueños».

Dos fotos, impensable según los parámetros europeos con los que se entienden la política y los gestos públicos de los altos mandatarios, han reclamado poderosamente la atención estos últimos tiempos. Una de ellas era la famosa foto guasona, cómica, de Obama con un flequillo postizo, imitando el de su mujer, Michelle, durante la cena de la Asociación de Corresponsales de la Casa Blanca. Un verdadero tourdeforce del humor y de la autoparodia para un poderoso líder global que, como regalo irónico a sus más conspicuos críticos, además remachó el sketch declarando que, últimamente, cuando se miraba al espejo reconocía no ser ya aquel «arrebatador joven musulmán socialista» de otros tiempos. La foto no hacía más que corroborar lo que muchos, con esa resabiada superioridad y aristocrático desdén tan típico de la Vieja Europa, tenían ya mentalmente sentenciado. O, si se prefiere, esos clichés habituales con los que se define normalmente a los americanos: frívolos, superficiales, infantilmente desinhibidos, hollywoodenses, proclives a hacer de todo espectáculo y convertir la más tonta idea en hábil estrategia de mercadotecnia.

Pero ¿qué decir de la segunda foto, mucho más solemne, a pesar de lo relajado y sonriente de los retratados para la ocasión, esa que mostraba nada más y nada menos que a cinco presidentes de los Estados Unidos posando juntos con motivo de la inauguración del Museo y Biblioteca dedicados a George W. Bush? Reunir a otros tantos en un solo país de Europa habría sido seguramente mucho más trabajoso y quimérico que ponerse de acuerdo para firmar un tratado al final de cualquiera de las numerosas contiendas que han tenido lugar en nuestro belicoso y tozudo suelo. Un suelo peligrosamente aficionado a repetir siempre lo peor y a echar por la borda proyectos ejemplares y únicos, destinados a expulsar de una vez por todas los demonios de los nacionalismos y las guerras, como fue el proyecto europeo hoy en decadencia. En decadencia, todo hay que decirlo, no pocas veces gracias a una clase dirigente que parece hacer todo lo posible, día a día, para desanimar incluso a los más encendidos e idealistas partidarios, cada vez más abatidos y en retirada, de la Unión Europea. ¿Alguien puede imaginar por un solo momento que, de repente, todos los ciudadanos americanos echaran la culpa de sus sueños fallidos, de sus esperanzas traicionadas, a entes superiores, a gestores de repente total y rabiosamente deslegitimados, y cayeran, colectivamente, en una suerte de americanoescepticismo, copia enfurruñada y clónica del euroescepticismo, enfermedad actual que aqueja a grandes partes de la población europea, entregándolos a delirantes aventuras populistas, extremistas, antiparlamentarias y de generalizada «desafección por la política», que es lo mismo que decir «desafección por la democracia», de tan mal recuerdo en el pasado siglo? Son muchos los que, no por casualidad, están buscando ahora mismo en nuestro continente maltrecho, deprimido y profundamente desnortado, numerosos paralelismos con los turbulentos años treinta del pasado siglo: cracks financieros, angustiosa recesión económica, masas inquietantes y crecientes de parados en cada país, violencia y paroxismo descontrolado en el mundo de la política, subida en las encuestas de agresivas formaciones declaradamente xenófobas y, por último, casos de corrupción multiplicados hasta el infinito, ante los que los ciudadanos cada vez se muestran más impotentes, aceptándolos como una malsana costumbre o vicio cotidiano. ero volviendo a las dos fotos anteriormente citadas, y con el potente decorado de fondo, nada fingido, de un célebre y muy sólido patriotismo americano, prevalecían sobre todo dos cuestiones. Por un lado, la imbatible facilidad para conectar con el pueblo que tienen los mandatarios americanos, cosa que no sucede ni por asomo con sus homólogos europeos, hundidos en retóricas y jergas para iniciados de funcionarios y tecnócratas de Bruselas. Rutinas desalentadoras y jergas incomprensibles para la mayoría, que sólo animan a un alejamiento cada vez mayor de los ciudadanos de la Unión respecto a sus élites y gurús sacerdotales. Por otro lado, la segunda cuestión tenía que ver, de forma mucho más espiritual, con los valores en los que se funda la vida y destino de todo un país. Para decirlo en otras palabras, tenía que ver con esa sensación de responsabilidad e implicación colectiva que trasmite todo un país a la hora de retratarse juntos y estar como una piña —como un solo hombre y una sola mujer— cuando el momento lo requiere, por encima de disputas, diferencias y querellas egoístas. Querellas que, en especial en épocas de salvajes crisis y penurias alarmantes, se revelan a la larga anquilosantes o, como poco, de forma suicida, inoperantes. Corroídas por la mediocridad, por una narcotizante cultura de la queja y por una sombría atracción a la hora de enviar cada vez más lejos todo espíritu de iniciativa, de innovación, todo ánimo de superación y conquista de ocasiones y tiempos mejores, nuestras querellas, las de los europeos, son querellas nihilistas y aniquiladoras que actúan de feroz muro de contención, a la manera de repelentes, ante cualquier cosa o impulso que anime a una sociedad al crecimiento.

Mercedes Monmany, escritora.

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