El escenario parlamentario arrojado por las urnas y el desvergonzado desafío separatista catalán han multiplicado las voces de quienes reclaman volver al espíritu fundacional de nuestra democracia. Se alude a recuperar el consenso de nuestra transición. Pero no se resalta que, pese a las condiciones favorables legadas por la dictadura, una clase política partidaria de la reforma democratizadora y una sociedad marcada por el equilibrio y la esperanza, la situación resultaba mucho más difícil entonces. Un búnker, minoritario pero bien instalado; una zarpa terrorista que masacraba, en especial a los hombres de uniforme, y la amenaza de la crisis del petróleo se añadían al principal motivo de incertidumbre: la desconfianza de la izquierda ante el impulso reformista del Gobierno y la reticencia de este ante una oposición de representatividad dudosa e inclinación hacia la ruptura. Unos no tenían fe en que los franquistas trajeran las libertades y otros, como Manuel Fraga, temían que los excluidos del poder durante cuatro décadas se propusieran ahora ocuparlo «volcando la mesa».
Precisamente fue Fraga quien asumió en el primer Gobierno de la Monarquía una reforma política que solo resolvería Adolfo Suárez más tarde. Muerto Franco, el recién proclamado Rey afrontó un primer contratiempo. Confirmar a un presidente poco afecto, Carlos Arias Navarro, evitaba dar impresión de giro brusco y, a cambio, situaba a su hombre de confianza, Torcuato Fernández-Miranda, en la presidencia de las Cortes. El primer gabinete de la Corona se caracterizó así por las divergencias entre un premier escrupuloso ante los cambios y unos ministros favorables y colocados por el Monarca. El programa que bosquejó y patrocinó el vicepresidente Fraga no podía salir adelante. No obstante, ese primer Ejecutivo de Don Juan Carlos no puede descalificarse por contrario a la democratización. Supuso más bien, como aclaró Charles Powell, su «preludio». Fueron sus aciertos y errores, muy singularmente los de Fraga, los que prepararon el camino al éxito posterior.
Séneca aconsejó volver los ojos hacia los hombres egregios que, habiendo emprendido cosas grandes, fracasaron en el intento. Uno de ellos fue Fraga. Su plan coincidía, en esencia, con el que se llevaría a cabo más tarde: elección de un Parlamento por sufragio universal, aprobación de los partidos políticos (con la sola postergación del comunista) y búsqueda de un bipartidismo democrático que, garante de la estabilidad institucional, hoy resulta tan denostado. La agenda de Fraga se preveía más gradual y lenta, pero aun así fue entorpecida por el presidente Arias y sordamente boicoteada por algunos ministros. Por el contrario, la receta democratizadora posterior de Fernández-Miranda, la Ley para la Reforma Política, gozó del absoluto respaldo del Rey y la ejecución milimétrica del presidente Suárez.
Debe reconocerse a Fraga su caballerosa negativa a descargar en Arias su fracaso. También tuvo el valor de haber asumido la capitanía del cambio desde un ministerio tan impopular como el de Gobernación. Los episodios represivos que hubo de afrontar, en especial el de Vitoria a finales de marzo del 76, le sorprendieron fuera de España. Y no rehuyó dar la cara ante los heridos a su apresurado regreso. Antes de visitar a los hospitalizados y recibir las recriminaciones de familiares, derramó gruesas lágrimas preparando una intervención pública.
Durante esos meses los periodistas pudieron trabajar con una gran libertad de crítica, precisamente al amparo de la ley que el gallego había auspiciado en 1966. Ni siquiera es cierto que Fraga rehuyera el pacto con la oposición. Se entrevistó prácticamente con todas las fuerzas hasta entonces ilegales y, de hecho, fue el sindicalista Marcelino Camacho quien rechazó un encuentro en el domicilio del ministro. Pese a lo abrupto del primer encuentro con Felipe González, puede afirmarse que la socialdemocracia había aceptado colaborar en el proyecto fraguista. El socialismo «histórico» (Llopis) lo manifestó públicamente y el PSOE salido de Suresnes (González) lo habría hecho, aunque tácita y reservadamente, de no naufragar aquel Gobierno. La primera facción rechazaba a la Platajunta y su plan de ruptura, por inspirarlo unos comunistas a los que no reconocía como alternativa democrática. La segunda, según confesó Luis Yáñez al embajador estadounidense, habría abandonado el organismo de concertarse la «ruptura pactada» con el consejo de ministros. Resulta significativo que el encuentro de Fraga con González en la casa de Miguel Boyer se produjese concluida la movilización sindical en las calles.
Recobrar la memoria de aquel episodio se hace ahora muy necesario. El pasado es un legado de glorias y fracasos que se comparten y de los que se aprende. Por eso, causa estupor el adanismo de quienes hoy desean romper con todo. Pero no es a ellos a los que corresponde un ejercicio de responsabilidad muy simple: encontrar puntos de encuentro que, llegado el caso, impliquen incluso la renuncia personal. Fraga lo comprendió. Poniendo como modelo a Cánovas del Castillo, llamó a alcanzar una amplia «unidad nacional» que evitara desparramar los esfuerzos y logros alcanzados.
Álvaro de Diego González, decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad a Distancia de Madrid.