El fracaso de los políticos españoles

El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, en abril de 2019 Credit Lluís Gené/Agence France-Presse — Getty Images
El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, en abril de 2019 Credit Lluís Gené/Agence France-Presse — Getty Images

El sistema político de España no funciona. Si algún dios no lo remedia, pronto los españoles deberán votar un gobierno nacional por cuarta vez en cuatro años: será porque los grupos parlamentarios surgidos de las elecciones del 28 de abril no supieron formar uno.

La situación se está volviendo crónica: en estos cuatro años hubo, además de tres elecciones generales, un gobierno que actuó diez meses “en funciones” porque no tenía mayoría, otro que cayó por moción de censura, otro que, sin elecciones, surgió de esa censura y después renunció porque su minoría parlamentaria no le alcanzaba para aprobar su presupuesto —y todavía está en funciones—. Ahora todo parecía normalizarse, pero no.

Recapitulemos: Pedro Sánchez y su partido socialista (PSOE) ganaron las elecciones de abril sugiriendo —sin jamás precisar— una alianza de izquierda con Unidas Podemos para oponerse a la amenaza de lo que llamaron el “Trifachito”, la posible coalición del partido histórico de la derecha española, el Popular (PP), y los dos nuevos: a su supuesta izquierda Ciudadanos, a su derecha clara Vox.

Gracias a esa propuesta y esa amenaza consiguieron movilizar muchos más votantes que los habituales. En España cuantas más personas votan, más votos consiguen las izquierdas. Así, el PSOE recibió el 28 por ciento de las boletas y 123 diputados; Podemos, 14 por ciento y 42. Entre los dos sumaban 165: no les alcanzaba para ganar solos la votación de investidura, en la que se necesitan 176 votos, pero podían hacerlo con el apoyo de algunos partidos regional/nacionalistas.

Así que se abrieron las negociaciones. Durante dos meses sucedieron en sordina: los partidos estaban ocupados discutiendo gobiernos de ciudades y regiones tras las elecciones municipales y autonómicas de mayo. El runrún de los tomas y dacas locales enrarecía los aires mediáticos, más dimes y diretes. Y, cada tanto, Pedro Sánchez y sus voceros hacían saber que no pensaban compartir gabinete con Podemos; que les ofrecerían si acaso puestos de secretarios o directores generales. Pablo Iglesias, el jefe de Podemos, contestaba cada tanto que gobierno de coalición o nada. Sánchez y los suyos, entonces, anunciaban que no necesitarían a Podemos si conseguían que los partidos de la derecha se abstuvieran en la votación: amenazaban a la izquierda con hacerse nombrar gracias a la derecha.

(La democracia es, en todas partes y de todos modos, un sistema de delegación; en ninguno es más arbitrario e incontrolable que en los regímenes parlamentaristas, donde el mismo voto puede servir, por ejemplo, para formar un gobierno de centroizquierda o uno de centroderecha, según le plazca al “dueño” de esos votos. En los sistemas presidencialistas los votantes eligen a quien va a gobernar y, si los votos no alcanzan, eventualmente van a una segunda vuelta donde las alianzas son explícitas y son —o no— votadas por la mayoría. Son los votos los que definen el gobierno, no los pactos. La discrecionalidad, por lo menos en teoría, es un poco menor).

El recorrido se hizo largo y aburrido: todo se fue complicando poco a poco. Hace unos días Sánchez dijo que, bueno, que podría incluir algún ministro de Podemos pero que tuviera perfil técnico, no político. Parecía una imposición difícil de tolerar y, sobre todo, dejaba afuera a Iglesias, que reaccionó con su fineza habitual: dijo que era “una idiotez”. Ahora parece —parece: las volteretas son la especialidad de Pedro y Pablo— que la alianza es imposible y, sin ella ni la colaboración de la derecha, los socialistas no podrán formar gobierno en las sesiones de investidura de la semana próxima. Queda un eventual segundo intento en septiembre y, si allí tampoco, elecciones en noviembre.

Se ha dicho mucho —todo está envuelto en el misterio— que ese podría ser el objetivo socialista: repetir las elecciones para ganar en ellas los diputados que le permitirían formar gobierno solo y tranquilo. Sería, creo, un error estrepitoso del PSOE.

Sería un error por la izquierda: ese módico impulso de votantes que se movilizaron en abril, preocupados por el crecimiento de la extrema derecha y levemente entusiasmados con la conformación de un bloque de izquierda, ya no existe. Sus dos líderes no han hecho más que discutir por —aparentes— tonterías y tendrían que hacer campaña culpándose mutuamente del fracaso: la mejor forma de desalentar a sus votantes.

Y sería un error por la derecha: nada más fácil para el resucitado Partido Popular y el ambicioso pero insuficiente Ciudadanos que batir el parche con el argumento de que no vale la pena volver a votar a quien ya demostró que no es capaz de hacer aquello para lo cual acaban de votarlo, formar un gobierno, conducir España. La repetición machacona de ese argumento puede ser su mejor eslogan de campaña.

Y sería un error en general: esas elecciones podrían llegar a cotas de abstención desconocidas. Hay tantos electores decepcionados por sus elegidos. Electores de izquierda decepcionados porque la renovación de la política que traían Pablo Iglesias y Podemos terminó en un partido vertical, sin espacio para los disensos; electores de centro progre decepcionados porque Pedro Sánchez, que recuperó el PSOE con discursos de izquierda, ahora los olvida; electores de centro liberal decepcionados porque el jefe de Ciudadanos, Albert Rivera, cambia de verba cada tarde y últimamente se alía con la ultraderecha homófoba y xenófoba y equina; electores de la ultraderecha homófoba y xenófoba y equina decepcionados porque no han arrasado como suponían y cantaban en sus himnos guerreros. Se diría que los únicos electores que reciben lo que compran son los de la derecha clásica porque no les importa que su Partido Popular haya sido condenado por corrupción en tribunales y haya, por eso, perdido el gobierno hace poco más de un año.

La democracia es frágil por naturaleza. La primera condición para que funcione ese mito según el cual unos señores representan a todos sus conciudadanos es, como en todos los mitos, que los que lo practican crean en él. La democracia se basa en esa convicción que puede volverse, de pronto, inverosímil: sucede cuando, como ahora en España, hay millones que están hartos de sus representantes, no les creen, no tienen ninguna gana de votarlos de nuevo.

Ni de escucharles otra vez palabras que van perdiendo sus sentidos. Con su fracaso repetido, los líderes españoles reafirman lo que millones ya suponen: que los políticos son unos inútiles, que nos engañan, que lo único que quieren es “chupar del bote”. Juegan con fuego o, cambiando de metáfora, tiran y tiran de la cuerda como si las cuerdas nunca se rompieran. Pero se rompen, y entonces, de golpe, todo cambia. Podría ser incluso bueno; últimamente está saliendo mal.

El sistema político de España no cumple con las necesidades que lo justifican: no representa claramente a los ciudadanos, no consigue formar gobiernos sólidos. Funcionaba con el bipartidismo y la prosperidad; ahora, con cuatro o cinco partidos y más problemas sociales, no lo logra. Todavía no destacan voces que pidan su revisión, su cambio; empezar a pensarlo parece el paso lógico. Su fracaso sostenido puede tener las consecuencias que a menudo tiene: que la impaciencia ante el “debate democrático” convertido en cháchara y enjuage se vuelva deseo de hombre fuerte, el Jair Bolsonaro que te salve, Matteo Salvini que te embolse, Vladimir Putin que te ídem. Y entonces ya suele ser muy tarde.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Su libro más reciente es la novela Todo por la patria. Nació en Buenos Aires, vive en Madrid y es colaborador regular de The New York Times en Español.

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