El fracaso de mi generación

Una vez le oí decir a Antonio Muñoz Molina que en 1975, cuando murió el dictador, en España no había casi demócratas: la mitad del país era franquista y la otra mitad maoísta o bolchevique. La ahora aborrecida Transición consistió precisamente en que unos y otros aprendieran a vivir juntos. La mayoría de los franquistas se fueron resignando a suprimir los pelotones de fusilamiento y los bolcheviques retiraron las barricadas y disolvieron los sóviets.

Yo tenía entonces 13 años y una mirada perpleja de la realidad política, pero recuerdo bien que durante las dos décadas siguientes viví en un país aparentemente entusiasmado, satisfecho de sí mismo, orgulloso de tener paz y de haber desterrado por fin los fantasmas de la historia. En pocos años se logró forjar instituciones democráticas, se pusieron las bases del Estado del bienestar, se transformaron completamente las reglas morales de convivencia, se revolucionaron las infraestructuras, se ingresó en Europa y se aprobaron estatutos de autonomía que garantizaban la mayor descentralización de gobierno que nunca había habido en España. Se consiguió que una ciudadanía paleta, asustada, beata y con olor a potaje de Cuaresma comenzara a vivir en la modernidad.

Aquello no era Jauja, por supuesto: había un desempleo altísimo, pervivía la corrupción endémica del país y seguía dando coletazos sanguinarios el monstruo devorador de ETA. Pero a pesar de todo eso teníamos la sensación de que la generación de nuestros padres había conseguido construir un país tolerante, innovador, inclusivo y desacomplejado. Y progresista.

Luego hemos llegado a saber, gracias en buena medida a esa izquierda purísima que renació en el 15-M, que todo aquello era mentira. Que aunque teníamos la impresión de estar forjando entre todos un futuro mejor, en realidad éramos solo títeres sacudidos por la mano de los poderosos. Que se hizo solo lo que se pudo, en vez de haber hecho —como era debido— lo que no se podía. Que en aquel régimen, en fin, los asuntos importantes se resolvían en los reservados de los restaurantes, en lugar de resolverse, como se ha hecho siempre, en las trincheras.

En aquellos años remotos, el nacionalismo no era nacionalismo, sino pura rebeldía. Llevábamos la senyera y la ikurriña en las camisetas porque eran los símbolos de la libertad de los pueblos. Luego fue pasando el tiempo y se hizo cada vez más imposible conciliar racionalmente esa idea escurridiza y abstracta de pueblo con la reivindicación de las identidades mestizas y con el derecho de ciudadanía, pero a pesar de ello se prosiguió con el galimatías ideológico hasta hoy mismo.

En 2017 no basta ya con que la izquierda no sea independentista: es necesario que sea anti- independentista y que no sirva de coartada libertaria a un movimiento que, por definición histórica, es reaccionario y segregador. La soberanía nacional no es la unidad mística de la patria de Franco, sino un principio republicanista sobre el que se asientan los valores de progreso que compartimos. Se puede hacer más grande, pero no más pequeña. No tiene sentido exigir la cesión de soberanía a Europa, reclamando la mutualización de la deuda para que los pobres del sur se beneficien de la bonanza del norte, y reconocer al mismo tiempo el derecho de cualquiera —que por lo demás siempre son ricos— a hacer de su bandera un sayo. No tiene sentido reclamar sociedades cada vez más interculturales y aceptar al mismo tiempo que se levante una nueva frontera. No tiene sentido predicar la armonía mundial y ser comprensivo con movimientos políticos que tronchan la convivencia.

De todo lo que está pasando podemos sacar algunas lecciones. En primer lugar, que la esencia de la democracia no es el acto de votar, sino el respeto a las minorías, y que por lo tanto someter a voto ciertas cosas —la pena de muerte o la cadena perpetua, la restricción de derechos, la pulverización de la soberanía— no es un acto de libertad, sino de despotismo. En segundo lugar, que la izquierda española necesita con urgencia más traidores como Santiago Carrillo, capaces de firmar pactos en restaurantes para evitar compañías de viaje abominables. Y, por último, que el fracaso de estos días, culminado ayer en el Parlament, no será el fracaso de los padres del 78, sino el de sus hijos y sus nietos, que hemos vuelto a ser, en distinto grado, inútiles o fanáticos. Españoles —todos— en su acepción más clásica.

Luisgé Martín es escritor.

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