El fracaso de Occidente

Dos fenómenos recientes invitan a profundizar de forma sustancial en la reflexión sobre la naturaleza del terrorismo contemporáneo. Por una parte, hay que mencionar los espectaculares tiroteos en París, en la sede de Charlie Hebdo, el 7 de enero, y en un supermercado de comida kosher, el 9 de enero, además del episodio posterior, en Dinamarca, el 14 de febrero con ocasión de un debate sobre la libertad de expresión: tales hechos han recordado la existencia de una violencia ejercida por individuos que pueden actuar solos o en grupos de dos o tres, que apuntan contra objetivos claramente identificados, sean periodistas, policías, judíos como en los casos citados, y además con resultados aparatosos a ojos de todos. Tales episodios han golpeado a otros países, como Bélgica con el atentado contra el museo judío de Bruselas, y han sido precedidos de otros asesinatos del mismo tipo, por ejemplo el asesinato de Theo van Gogh en los Países Bajos, de soldados y luego de niños en Toulouse.

El islamismo radical constituye el ideal de los protagonistas de la cuestión que nos ocupa, quienes dan fe de un odio sin fronteras con respecto a Occidente y asimismo dan prueba de un antisemitismo desenfrenado. Ambas cuestiones son indisociables, ya que los asesinatos cometidos en Europa presentan dimensiones globales y no muestran únicamente un carácter interno en los países afectados. Por más aislados que puedan parecer, sus autores mantienen vínculos virtuales, a través de internet, pero además llevan a cabo prácticas o acciones concretas en conexión con otros defensores de la yihad a quienes han podido conocer sobre todo en la cárcel o en Siria, Yemen...

Para hacer frente a estos radicalismos espantosos, se propone crecientemente políticas con el marchamo de una desradicalización, un término acuñado inicialmente en el mundo anglosajón. Pero esto no puede ser la panacea. Conviene, en este punto, hacer algunas observaciones.

En primer lugar, el islamismo no es el único factor significativo al que abocan los llamados procesos de radicalización. La extrema derecha proporciona otro elemento, como se vio en la acción de Anders Breivik en Noruega. En segundo lugar, el islam no es necesariamente el punto de partida o el crisol donde se moldean la pérdida de referencias y el descubrimiento de nuevas orientaciones que desembocarán en la violencia extrema: la mayoría de yihadistas no han recibido por lo general una formación religiosa más que de forma tardía, reducida y de escasa solidez, y un porcentaje significativo de quienes se desplazan a Siria son conversos, sobre todo católicos e, incluso en el caso de algunos individuos, judíos.

En tercer lugar, las explicaciones sociológicas demasiado elementales no funcionan adecuadamente, ya que, si se trata de Europa, los jóvenes radicalizados no proceden todos ellos de la inmigración de modo que, partiendo de ese hecho, hay que referirse a la crisis de los suburbios, del paro, de la precariedad, de la exclusión, del racismo y de las discriminaciones sufridas : algunos proceden de las clases medias, de familias que han salido adelante en alguna medida.

El punto de partida proviene de la entrada en escena de ciertos individuos en procesos que combinarán lógicas de pérdida de sentido y lógicas de reconstitución o de adopción de un sentido, sin que quepa proponer un modelo único, un “enfoque óptimo”; de hecho, más bien una “vía peor”…

La pérdida de sentido puede tener lugar desde la infancia, en la escuela o en el instituto, sobre todo si se trata de familias desestructuradas, monoparentales. Puede continuar en la cárcel. Sufre un proceso de aceleración por la crisis económica, cuando las políticas públicas dedican medios insuficientes para mantener el nivel de trabajo social o bien a los docentes en sus esfuerzos para detectar y ayudar a los jóvenes en dificultades. Puede, asimismo, remitir a una crisis de adolescencia mal gestionada o comprendida por el entorno, a un sentimiento de vacío existencial que se convierte en una situación insoportable, a una búsqueda de sentido que no aporta la modernidad de la sociedad de consumo. Debe mucho al individualismo contemporáneo que insta a cada cual a triunfar, a marcar su diferencia, a configurarse en tanto que individuo singular por más que las condiciones objetivas de la existencia no lo permitan.

El proceso que conduce al islamismo radical debe mucho a lo que este ofrece. Tal oferta permitirá al futuro asesino descargar sobre espaldas ajenas la exclusión, echar la culpa no a sí mismo, a su propia impotencia, sino a la sociedad, a Occidente, con sus valores referidos a un universalismo abstracto válido para otros pero no para uno mismo. El individuo rechazado, despreciado, totalmente excluido, que no ha encontrado ningún sitio en la sociedad se convertirá, en última instancia, en un héroe de modo que su nombre y su imagen circularán por los medios de comunicación. Los islamistas organizados, los que gestionan la citada oferta de sentido, saben manipular la conciencia de los jóvenes comprometidos en estos procesos, infundirles confianza, animarles en esa rehabilitación o restablecimiento del ideal del yo que permite o propicia la yihad en el marco de una determinada realidad.

Las trayectorias en cuestión son variadas, y los individuos en cuestión pueden mostrar un grado más o menos avanzado de radicalización; la desradicalización debe tener en cuenta esfuerzos diferentes, en el caso de un joven apenas comprometido en estos procesos, por ejemplo, y en el caso de otro plenamente comprometido. Desde el momento en que un individuo ha ido lejos en los procesos de pérdida y de búsqueda de sentido, se caracteriza por una capacidad, sin más límite que su propia muerte, de entregarse a la barbarie. La deshumanización que ha experimentado desemboca en más deshumanización, crueldad y violencia sádica. Y el odio a Occidente no tiene vuelta de hoja, inextinguible, asociado a un odio a los judíos igualmente sin fronteras.

Frente a una idea preconcebida, el islam no es el punto de partida, ni la causa o factor determinante de este doble odio, sino más bien su resultado. Si hay que buscar los orígenes, hay que considerar más bien el fracaso de Occidente a la hora de promover sus valores, sus modelos. Fracaso terrible, que se percibe tanto en las sociedades de Oriente Medio cuanto en los países occidentales, que no han sabido poner en práctica de modo aceptable para todos la transición poscolonial. Quienes se apartan de modo violento de los valores universales, de la modernidad, del humanismo, de la democracia, de los derechos humanos, son también en primer lugar quienes no han tenido acceso a sus promesas o quienes viven en la sensación de que media una brecha entre lo que se anuncia y la realidad, en la que no quieren ver más que doblez, mentira, corrupción, pretextos falsos.

La teoría del choque de civilizaciones de Samuel Huntington no podría ser válida más que si tales violencias terroristas acompañaran o, al menos, anunciaran la existencia de una civilización, cualquiera que fuera. Estamos lejos de ello porque para el terrorismo contemporáneo se trata de destruir, sin proponer la imagen de una cultura distinta de la de la muerte. Tal vez se verá surgir del caos actual un islam renovado. Por el momento, el problema de las sociedades occidentales, pero también del mundo árabe, consiste en hacer frente a las violencias resultantes de un dilatado periodo histórico de fracaso.

Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.

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