El fracaso de una narrativa insolidaria

Alguien en un lugar de China, para nosotros remoto, compra un animal salvaje en un mercado para su consumo alimentario. Tres meses después, esa decisión ha provocado más de 4.000 muertos y 100.000 infectados de coronavirus. La crisis sanitaria que, según parece, se ha desencadenado a partir de esa decisión, está teniendo también una incidencia notable en la economía. Ha provocado ya más daño económico que todas las decisiones erráticas e incomprensibles de los casi cuatro años de presidencia de Donald Trump. No es algo extraño en el contexto de la globalización, cuyas dinámicas provocan que las estructuras de poder tradicionales de los Estados tengan menos capacidad de incidir en el contexto global que otros factores, a veces dependientes del mero azar, como es el caso de la infección por coronavirus.

De estos procesos tenemos que aprender para encontrar la manera de afrontar mejor los retos que se nos planteen en el futuro y los que tenemos actualmente. Las políticas de comunicación y las narrativas que generan son una parte muy importante del tratamiento de desafíos como el de la crisis sanitaria, que implican a millones de personas en todo el mundo. Las que se han construido en torno a esta crisis en los países europeos presentan deficiencias importantes que deberían corregirse y que pueden haber contribuido a agravar la crisis. Es comprensible que la lectura de los datos de la epidemia se haya orientado a tranquilizar a la población y a no generar alarma. Por otro lado, los propios datos son incontestables: la letalidad va asociada a segmentos de edad avanzada y a grupos específicos de riesgo por padecer otras dolencias.

Algo muy diferente se puede decir de la interpretación de los datos. En el contexto funcionalista y utilitarista en el que se mueve el espacio público, esa interpretación ha contribuido a minusvalorar el impacto de la infección justamente porque la letalidad afectaba solo a personas ancianas y enfermas. Para el resto de población, no parecía haber especial riesgo, lo que ha potenciado una sensación generalizada de que no tomar medidas de precaución no les iba a afectar porque, si contrajeran el virus, su efecto sería el mismo que el de una simple gripe. Se ha diluido así, completamente, la idea de una cadena de solidaridad, que era fundamental para que se pudiera dar una respuesta social adecuada a la propagación de la infección y contenerla.

¿Qué habría pasado con una narrativa diferente? ¿Qué habría ocurrido si en lugar de la interpretación de los datos que se ha hecho, se hubiera realizado otra totalmente distinta? Por ejemplo, que la crisis sanitaria debía de haberse considerado más grave precisamente porque afectaba a personas vulnerables, que debían de ser objeto de especial protección. Si se hubiera insistido en la responsabilidad agravada que tienen las personas jóvenes y sin riesgo de muerte justamente porque pueden ser transmisores de un virus que potencialmente puede afectar de manera muy dañina a otras personas que sí corren ese peligro. O, por ejemplo, que el hecho de que fallezcan tantas personas al año como consecuencia de la gripe, además de ser algo contra lo que habría que luchar y que no se puede considerar aceptable, no justifica que una sola persona pueda morir por otro motivo cuando nosotros tenemos los medios para intentar evitar esa muerte.

Esa narrativa insolidaria contrasta con el esfuerzo extraordinario que se ha realizado y se sigue realizando por parte de profesionales sanitarios en las instituciones hospitalarias para luchar por la vida de cada una de las personas afectadas que están en esos grupos de riesgo. Pero, desgraciadamente, la narrativa insolidaria ha contribuido a generar actitudes y pautas de comportamiento que han favorecido la propagación del virus. Incluso desde una perspectiva puramente funcional, la insolidaridad solo ha recogido frutos amargos. Habría sido mucho mejor insistir en la responsabilidad individual y en la solidaridad con la comunidad, lo que en última instancia evita que los daños afecten a toda la sociedad y repercutan también sobre quienes no tienen comportamientos solidarios.

Quizás sería conveniente que para el futuro recordáramos los valores constitucionales en los que se debe inspirar nuestra convivencia, la dignidad de la persona, por ejemplo. De cualquier persona, sean cuales sean sus condiciones de salud o su edad. Como también, la atención especial que hay que prestar a los colectivos más desfavorecidos o que están en peor situación para afrontar un problema concreto. Estos valores, como la propia Constitución, ocupan un lugar cada vez más marginal en el espacio público. En el contexto de la globalización acelerada de este siglo XXI, la economía y la tecnología se están convirtiendo en factores de legitimación que, por primera vez en la historia del constitucionalismo moderno, compiten con la propia Constitución en la construcción del espacio público, formulando narrativas que ya no atienden ni a los derechos ni a la democracia como marco obligado de referencia. Situar de nuevo a la Constitución en el centro del espacio público no es solo una cuestión de convicciones democráticas o éticas, es también funcional para garantizar una respuesta equilibrada a los problemas de nuestro tiempo.

Francisco Balaguer Callejón es catedrático de Derecho Consitucional de la Universidad de Granada y catedrático Jean Monnet ad personam de Derecho Constitucional Europeo y Globalización.

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