El fracaso del fracaso

El fracaso tiene buena prensa, con tal de que fracasen otros. Viene con halo poético, con mitología redentora, pero el fracaso –forzoso, como es sabido, para cualquier éxito– acaba a menudo igual que empieza. Mal. Sin número musical de cierre, sin créditos tranquilizadores, sin moralejas valiosas ni lecciones que atesorar por siempre. Por eso sólo quien al final triunfa habla del fracaso con orgullo, convertido, desde la altura, en las baldosas amarillas de su imaginada recta a Oz. Y por eso da gusto animar a quien le va peor que a nosotros: si algo proporciona más placer que defenestrar a un ganador es encumbrar a otro a quien defenestrar luego; o redimir por la mañana a un humillado y celebrar con alborozo su retorno (imaginándolo nuestro) mientras, con las manos a la espalda, vamos abriendo la ventana desde la que lo arrojaremos al patio. El fracaso gusta más si no es nuestro porque no es nuestro.

El fracaso del fracasoAmedrentador en el futuro, exaltado de más en el pasado, abominable y sospechoso en el presente; bueno o malo, indeseable o valioso, el fracaso es, simplemente, inevitable, y lo inevitable no necesita más adjetivo que ese. Si no fuera parte de la vida, lo sería del paisaje, que es casi lo mismo. Hacíamos como que amábamos a Jobs cuando nos contaba sus derrotas, cuando recordaba o se inventaba su garaje, las veces que lo echaron del Parnaso, injustamente siempre, su resistencia visionaria, heroica; con el mismo placer con que ensoñamos la caída futura de Musk, o la de Bezos (o la de Nolan, por ponernos más pedestres y evitar los planes de dominación mundial), pues la envidia tiene su lugar en nuestra relación con los tropiezos. Así –con moraleja– es como se expresan los fantasmas de las Navidades pasadas y futuras, que son los fantasmas de los otros. Pero no hay fracaso actual que no sea oprobio y silencio, como una enfermedad; si se convierte en voz, suena a llanto y disculpa. Concedemos, por tanto, alguna épica a quien ha fallado y a quien se arriesga a hacerlo, pero ninguna al que pierde hoy, al que yerra hoy, al que recibe un gol hoy, al que falla hoy ante el portero. No queremos que otros nos contagien y perder con ello el gusto de juzgarlos.

Unas veces se gana y otras se aprende. Las victorias, que leídas de derecha a izquierda parecieran inapelables, dejan pocas lecciones. Poco se aprende del triunfo, y menos del propio, poco del ganador impenitente, de quien se encontró al inicio del camino una autopista de diez carriles y cree que cuanto le pasa es consecuencia exacta de sus planes, hasta que dobla la curva y el peralte está del revés, y comienza para él (o para ella) eso que llamamos práctica, que es lo que convierte la experiencia en algo más que recuerdos. Qué necesaria es la pérdida. Qué difícil recuperarse de ella. Qué vital aprender a hacerlo.

Son muchos los planes buenos que salen mal, como hay planes malos que salen bien. No siempre la derrota implica error. Hay juegos bien planteados que gana el otro, días en que la pelota no entra o en que entra la del otro después de rebotar en un palo y tres caderas. Fracasar es, por tanto, perder, pero no siempre es errar, aunque a veces lo sea. Decía Epícteto que quien empieza a instruirse deja de culpar a los demás para culparse a sí mismo, mientras que el ya instruido no culpa a nadie, ni a los otros ni a él. Conviene aceptar que no todo depende de uno y que ni siquiera los aciertos garantizan nada, son millones las variables que bailan frente a los propios actos, que a veces son un guijarro que cae en mitad del río para dibujar algunos círculos sin alterar el curso de la corriente verdadera.

En California y otros lugares donde abundan los zumos frescos y la etiqueta recomienda sudadera, se presume a veces de los descalabros como el capitán Quint de cicatrices, pero pocas sociedades como la anglosajona reducen más al hombre a sus resultados. Gusta allí adornar el currículum con dos o tres empujones a medias, un par de gestas truncadas, alguna lección bien aprendida que nos hizo más humildes para agrandar con el tiempo nuestra gloria. Pero sólo allí «perdedor» es sustantivo. No lo olvidemos.

El mundo anglosajón –y en general el protestante– respetan eso que llamamos desenlace, que es lo que ellos llaman rendimiento; prefieren un libro de recetas exitoso a un poemario brillante e incomprendido; respetan, por tanto, el triunfo (el material, digo), único objetivador del trabajo bien hecho, aun con la correspondiente unción a la adversidad previa. Europa, que se avergüenza del fracaso, también lo relativiza; distingue, acaso con arrogancia –o con cierto orgullo suave y melancólico–, entre el éxito externo y el interno, asume en parte como logro la capacidad de realizar algo del modo previsto, aunque no haya ido bien del todo: una silla bien hecha será siempre una buena silla, se venda o no se venda. En cuanto al resto del planeta, convive con la derrota con la naturalidad de quien se fija en sus padres, sin dramas ni aspavientos, asumiendo la vida como una representación escrita, o casi: nada hay que esquivar en el único camino posible, nada hay que ganar o perder cuando el resultado está decidido de antemano.

¿Quién tiene razón? No hay modo de saberlo, cada pueblo insinúa las mismas cosas a su modo; todos contemplan la derrota y le hacen hueco, algunos en su día nacional. Por resignación, por sabiduría, por confianza en la senda, por sumisión al destino. Por si acaso. Por hábito. Porque siempre hay un plato que sacar para una segura visita.

Pero el fracaso, que nos recuerda nuestra mortalidad, prueba también que lo intentamos. No es poco.

Rodrigo Cortés es cineasta y escritor.

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