El fracaso del multiculturalismo

Al ver a un perro tratando de caminar sobre dos patas, según un erudito inglés del siglo XVIII, no hay que criticarle por su seguro fracaso, sino felicitarle por haberlo intentado. El pluralismo cultural es así. No hay que abandonarlo por funcionar mal; lo asombroso es que, a pesar de sus problemas e insuficiencias, por lo menos exista. Debemos celebrarlo y mantenerlo, y trabajar para que se mejore. Pero según parece, por falta de paciencia ante un proceso largo, difícil, e interrumpido por una serie de fiascos, el público y los gobiernos de varios países occidentales -sobre todo en Europa y EEUU- están reaccionando en contra del esfuerzo por crear y mantener sociedades multiculturales. Sirva de ejemplo la irritación con que algunos sectores de la sociedad española han acogido la noticia de que en España hay un 12,3% de extranjeros -casi el doble de la media comunitaria-, según datos del Eurostat.

Pero la que más choca de las últimas pruebas es la política de Nicolas Sarkozy de expulsar a gitanos rumanos y búlgaros de Francia, sin someter los casos individuales a procesos jurídicos, cerrando campos enteros y tachando a toda una comunidad de ser ilegal. La última vez en la historia de Francia en la que ocurrió tal cosa fue con los judíos bajo la ocupación nazi.

Por imperfecto que sea, el multiculturalismo es un gran logro de la tradición civilizadora, un tesoro precioso, alcanzado a través de largos siglos de conflictos sangrientos. Lo normal, históricamente, es que las sociedades humanas rechacen lo ajeno. Como señaló el gran antropólogo Claude Lévi-Strauss, es curioso que la mayoría de las lenguas no tengan una palabra o un término que signifique ser humano. Por regla general, hay un nombre que se aplica a los miembros del grupo o tribu; a los demás se los califica con otra palabra, habitualmente traducible por bestia o demonio o algo por el estilo.

Los monstruos que habitan las leyendas de tantos y tantos pueblos no proceden del exceso de imaginación de los humanos, sino al revés: son reflejo de un instinto primitivo, el rechazo y miedo al extraño que nos incapacita para reconocer en el extranjero a un pariente físicamente semejante, moralmente igual y admisible en nuestra comunidad.

Algunos de los grandes sabios de la antigüedad -Sócrates y Aristóteles en Grecia, Confucio y Mo Tzi en China, los autores de los Vedas en la India- nos invitaron a comprender la unidad de la especie humana. Y no les hicimos caso.

Cristo, en cierto sentido el último y más influyente de esos sabios, predicaba el amor universal, pero nos olvidamos luego de su doctrina o la respetamos sólo como si fuera retórica irrelevante. En el siglo XVI, movido por los sufrimientos de los indígenas del Nuevo Mundo, Bartolomé De las Casas enseñó a los españoles que esa gente incluso formaba parte de la comunidad humana y merecía los mismos derechos que los otros sujetos de la monarquía española. Pero la discriminación seguía vigente y los moriscos fueron expulsados poco después.

A principios del siglo XX, contemplando el genocidio de sus conciudadanos indígenas en EEUU, el antropólogo Franz Boas reunió unos datos científicos definitivos para demostrar que, a pesar de las diferencias de cultura y color, todos los seres humanos compartimos la misma esencia. Pero los racistas no le hacían caso. Durante unas pocas décadas después de las masacres de la Segunda Guerra Mundial, parecía que nos dábamos cuenta de la necesidad de abrazar al extraño y admitir que el foráneo es vecino. Los horrores del Holocausto nos llamaron a un nuevo e intenso reconocimiento de la obligación de renunciar al racismo, la intolerancia cultural y el exclusivismo. Naciones Unidas proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La libertad de cada ciudadano de calificarse de judío, africano, musulmán o lo que fuera se concedió en todos los países. El derecho de cada uno a identificarse con las tradiciones de sus antecesores dejó de ser una ofensa a los demás. Ya no se exigía conformismo cultural para ser protegido por las leyes y constituciones, ni para gozar de los derechos civiles.

Me di cuenta de que esta fase de nuestra historia estaba tocando a su fin hace unos pocos años, cuando pasaba un curso académico en Holanda en el Instituto Holandés de Estudios Avanzados -un lugar ideal, un islote de puros pensadores, donde se vivía protegido de las bofetadas del mundo-. Un día llegó a nuestra casita del pueblo de Wassenaar una carta de la policía holandesa ordenándonos a mi mujer y a mí presentarnos en la comisaría de La Haya para revisar nuestro permiso de residencia en el país. Fuimos allí en cuanto pudimos e hicimos cola con otros extranjeros. Al cabo de unos minutos, un funcionario respetuoso se acercó y nos preguntó por qué nos hallábamos allí. Le enseñamos la carta. «Perdonen ustedes», dijo, «es un error. A la carta no hay que hacerle caso. Pueden irse, por favor, y disculpen». Sólo en ese momento me di cuenta de que todas las demás personas de la cola eran negros o asiáticos.

Holanda ha experimentado desde entonces un recrudecimiento del nacionalismo, la carrera de Pim Fortuyn, el choque de civilizaciones supuestamente representado por el asesinato de Theo Van Gogh y la introducción de nuevos reglamentos que exigen a los inmigrantes una serie de pruebas de conocimiento de la lengua y cultura neerlandesas. Casi equivale a una renuncia por Holanda a su tradición de acogimiento a extranjeros y tolerancia de diferentes pensamientos y estilos de vida -tradición que se remonta al siglo XVII, cuando judíos, protestantes y ateos expulsados de otros estados encontraron un hueco para vivir pacíficamente en la república neerlandesa-.

Algo semejante ha sucedido en Inglaterra -otro país históricamente orgulloso de sus tradiciones tolerantes, donde se hospedó en su tiempo a los hugonotes expulsados de Francia, a refugiados políticos de todas las tiranías de Europa en los siglos XIX y XX, a judíos víctimas de los racismos zarista y nazi y a las olas de trabajadores procedentes de antiguas colonias británicas que llegaban en busca de una vida mejor tras la Segunda Guerra Mundial. Ahora, para poder quedarse en el Reino Unido hay que cumplir con una serie de reglas cuya mera existencia se orienta a excluir a cuantos extranjeros se pueda.

En Dinamarca, otro país históricamente modélico por su respeto a los refugiados, pasa algo similar. Y en Francia, donde nació el ideal de libertad, igualdad y fraternidad, el inmigrante gitano Vasile, según un reportaje reciente de la BBC, vive bajo la sombra del miedo, pendiente a que venga la policía a por él. Vasile no ha cometido ningún crimen, sino que es un sencillo padre de familia y un ciudadano de la Unión Europea, ejerciendo su derecho a buscar trabajo. Da la casualidad de que se encontraba fuera cuando la policía cerró su campo y deportaron a sus compadres. Ahora, dice, «tengo miedo de que vengan y me lleven». Ese mismo temor, en tiempos más primitivos y menos civilizados, sintieron todos los extranjeros, y notablemente judíos, moriscos, negros en tierras blancas, protestantes en países católicos y católicos en países protestantes, kulaks en la Rusia estalinista, burgueses en la China de Mao o la Kampuchea de Pol Pot, etcétera.

Así que estamos dando pasos hacia atrás, hacia épocas oscuras y brutales de nuestro pasado. Hasta cierto punto, el fenómeno es comprensible, y no sólo por los motivos económicos que se suelen citar en tiempos de recesión y desempleo. La cultura de una comunidad es una herencia entrañable, y cuando la gente la ve amenazada o supuestamente amenazada por la llegada de culturas ajenas, alzan los puños y recorren a una mentalidad defensiva. Pero nuestras pérdidas culturales son culpa nuestra, sin ninguna intervención por parte de los inmigrantes. Los vascos e irlandeses, en su enorme mayoría, abandonaron sus lenguas por otras razones, sin poder echar la culpa a los inmigrantes. Los ingleses dejaron de ser puntuales y reservados por su propia voluntad, sin ayuda de gente caribeña ni paquistaní. En España, los antiguos rasgos de austeridad, sobriedad, formalismo y dogmatismo encerrado, que una vez formaban parte del carácter nacional, se han sacrificado por voluntad de los mismos españoles. Los cambios culturales son parte de la textura de la Historia. Hay que aceptarlos o sufrir y callar.

En un mundo globalizado, entre migraciones mundiales, nos hemos dado cuenta de que el pluralismo funciona mal. Desencadena tensiones civiles, crea nichos para terroristas y otros criminales, enoja a algunos mientras encanta a otros. Pero tenemos que seguirle fieles, porque sencillamente -si no por motivos más morales o concienzudos- no hay otro remedio. Sería paradójico que, en condiciones mundiales que exigen colaboración entre pueblos diversos, civilizaciones divergentes y poblaciones mezcladas, el pluralismo fuese la única política que no pudiera unir.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y ocupa desde 2005 la cátedra Príncipe de Asturias de la Tufts University en Boston (Massachusetts, EEUU).

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