El franquismo fuimos todos

Por Pedro J. Ramírez. Director de El Mundo (EL MUNDO, 20/08/06):

Cuando un amigo mío le dijo hace un par de meses a Zapatero «¡cómo se nota que eres el primer presidente del Gobierno que no vivió el franquismo y que no asume los valores de la Transición sobre el respeto al pasado!», el presidente se lo tomó como un piropo.

Le contestó que, en efecto, él no podía sentir respeto por una «dictadura atroz» que sumió a España en una «noche oscura» y privó de sus derechos básicos a todos los ciudadanos durante varias generaciones. Mi amigo trató entonces de poner los hechos en su contexto histórico y, palabra arriba, palabra abajo, se produjo el siguiente diálogo platónico:

-Algo de positivo tuvo que tener aquel régimen para que durante tantos años lo apoyaran o al menos lo consintieran los españoles...

-Durante el franquismo no había españoles.

-¡Qué me dices, presidente!

-Que durante el franquismo no había españoles.

-Y si no éramos españoles, ¿qué éramos entonces los que ya vivíamos aquí?

-Apátridas.

-¿Estás diciendo que en España había treinta y pico millones de apátridas?

-Exactamente eso. Sí.

Cuando me contaron la conversación, lo primero que sentí fue un indescriptible estupor: ¿cómo es posible que alguien que ha llegado a primer ministro pueda hacer tabla rasa de la realidad histórica, hasta el extremo de convertir en transparentes a las generaciones que le precedieron? Reflexionando más, pensé que la boutade no dejaba de ser coherente con el radicalismo democrático que Zapatero profesa dentro de la variante del «republicanismo cívico». E incluso que si yo perteneciera a su quinta, y no a la primera generación de la Transición, tal vez también estaría contagiado de ese «negacionismo» del pasado y correría el riesgo de establecer la fecha del nacimiento de Adán en el 6 de diciembre de 1978 en que se aprobó la Constitución.

Más allá de la anécdota queda, en efecto, el gran debate pendiente. No sobre lo que hay que hacer respecto a lo que pasó en España entre 1939 y 1976. (En mi opinión no hay que hacer nada que vaya más allá del reconocimiento de los derechos económicos de quienes fueron discriminados por razones políticas y por eso recurrí hace dos domingos a la más ácida ironía para descalificar el Baile de las Víctimas en que se ha transformado la absurda Ley de la Memoria Histórica). No, el debate es previo y mucho más sustancial: estereotipos ideológicos y prejuicios sentimentales al margen, ¿cuáles fueron los hechos y cuál es su interpretación más razonable?

Teniendo en cuenta que a finales de este año se cumple el 30 aniversario del referéndum sobre la Ley para la Reforma Política que puso término al franquismo, un año después de la muerte del dictador, parece que ha llegado el momento de mirar al pasado con ese margen de objetividad que establece la distancia, pero contando aún con el testimonio y la memoria de los millones y millones de españoles que no sólo pasaban por allí sino que -por mucho que le moleste a Zapatero- tuvieron conciencia de su pertenencia a un proyecto nacional, a pesar del franquismo e incluso a causa del franquismo.

El maniqueísmo con que el Partido Socialista y sobre todo sus aliados nacionalistas han traído al primer plano la cuestión acrecienta, paradójicamente, el sentido de la oportunidad. Ha llegado la hora de la sinceridad, de la confesión de culpa colectiva hasta donde haya lugar, pero también de la explicación y hasta de la reivindicación de algunos aspectos de una época que en todo caso debe ser considerada no tanto la antítesis como la antesala de la zaherida España constitucional de hoy.

Se trata de que todas las cartas queden boca arriba, en un ejercicio de honestidad intelectual equivalente al que Max Ophuls realizó a comienzos de los 70 -o sea tras un intervalo temporal muy parecido- respecto a la Francia de Vichy con ese documental río titulado Le chagrin et la pitié que tanto fascinó entonces a Woody Allen.

No habrá que ahorrar ni grandes dosis de «tristeza» ni unas cuantas cucharadas de «piedad» para digerir desde la perspectiva actual cuanto tuvo de bochornoso un régimen implacablemente opresor y cruel en sus primeros años, que luego fue ablandando su yugo y no desapareció sin protagonizar nuevos estertores sangrientos. Pero la prueba de que el franquismo fue mucho menos criminal que otras experiencias totalitarias alumbradas casi de forma contemporánea y que evolucionó con el tiempo hacia un sistema político aceptable para una parte muy significativa de la población es el ordenado tránsito legal que se produjo hacia la democracia, con un presidente del Gobierno que había sido Secretario General del Movimiento y bajo el factor de continuidad encarnado en la figura del Rey Juan Carlos.

Es verdad que la jura de la Carta Magna y sobre todo su legitimidad de ejercicio como rey constitucional han transfigurado la percepción popular del personaje, pero ni Petain pudo testar en nadie, ni el almirante Doenitz dispuso de una oportunidad así. Mientras en esos casos la mera asociación con un pasado repugnante excluía toda posibilidad de proyección política e incluía tremendas responsabilidades penales, ni en 1976 ni ahora las fotos del Príncipe de España con Su Excelencia el Generalísimo le escandalizan a casi nadie. Podrá alegarse con cinismo que la Historia la escriben los vencedores, podrá aducirse con fatalismo que sólo mediante tal componenda se pudo sortear el obstáculo que suponía el Ejército franquista erigido en poder fáctico, pero también que el balance que los españoles que hace 30 años eran ya adultos hacían -y siguen haciendo- de la Dictadura era -y sigue siendo- una ambivalente suma de luces y sombras.

Así va quedando reflejado, día tras día, en la macroencuesta que EL MUNDO viene publicando, sin rubor ni auto restricción alguna, desde el pasado 18 de julio. Fue lo primero que se nos ocurrió tras conocer el comentario de Zapatero sobre los «treinta y pico millones de apátridas»: preguntemos a los ciudadanos cuál es hoy su percepción sobre todos los aspectos básicos de la historia del franquismo y segmentemos sus respuestas por edades. El resultado está siendo extraordinariamente interesante e incluso en algunos aspectos fascinante.

Lo más notorio de todo es que quienes no lo vivieron tienen una opinión mucho más horrible del franquismo que quienes lo vivieron. Así mientras en el segmento de entre 18 y 29 años apenas un 10% piensa que ese régimen «fue bueno para España», entre los mayores de 45 el porcentaje se triplica y entre los mayores de 65 casi se cuadruplica, hasta poco menos que igualar a los que opinan lo contrario. ¿Nostalgia del género de que «todo tiempo pasado fue mejor» o más bien contraposición entre la narrativa en boga de lo ocurrido y la experiencia empírica de quienes recuerdan lo que de verdad les ocurrió?

Las respuestas a la pregunta sobre «en qué época hubiera preferido que transcurriera la mayor parte de su vida» parecen indicar que estamos ante la segunda opción. Dentro del bloque de mayores de 65 años un 46,5% contestó que «en una época como la del franquismo» y sólo un 28,1% que «en una época como la de la Segunda República». Sin embargo, en el segmento entre 45 y 64 años la preferencia por el franquismo se redujo a sólo tres puntos, en el segmento entre 30 y 44 años las tornas se invirtieron claramente y al llegar a los menores de 30 nos encontramos con que un abrumador 65% optó por la turbulenta Segunda República, en una proporción de más de tres a uno sobre la demasiado estable dictadura.

El aspa casi perfecta que formaría en un eje de coordenadas la representación gráfica de estas respuestas es la mejor instantánea de la evolución de los valores políticos y de la cultura cívica en la España del cambio de siglo. Incluso permitiría sustentar la paradoja de que uno de los más genuinos méritos del régimen de Franco fue crear las condiciones sociológicas para que las nuevas generaciones pudieran detestarlo y repudiarlo sin ambages. Pero también indica que empieza a existir una historia oficial de lo que fue el corazón de nuestro siglo XX, basada en la superposición tópica de algunos clichés que son fruto del amplio margen de maniobra moral del que disfrutamos los españoles de hoy.

Es imposible, por supuesto, que las nuevas generaciones sientan las urgencias, necesidades e ilusiones de sus padres y sus abuelos. Por eso resulta tan disparatado pretender reavivar en sus conciencias los viejos rescoldos de los odios fratricidas. Pero ha llegado, en cambio, el momento adecuado de hacer una completa auditoría de la distancia que hay entre lo que muchos creen que sucedió y lo que en realidad sucedió. Por eso EL MUNDO ha abierto la segunda fase de su macroencuesta preguntando a toda página: «¿Y a usted qué le han contado?».

La pregunta es inocente, incluso ingenua. Yo no guardo ningún tambor de hojalata que de repente pueda ponerse a tocar solo en el armario. Ni tuve una beca de la organización sindical, ni trabajé en la Prensa del Movimiento, ni me dieron un cargo en la televisión de Arias Navarro. Por no ser, no fui ni de la OJE porque me espantaban las acampadas y prefería ir a otro sitio a jugar al futbolín. Ningún familiar mío tuvo cargo público alguno o relación directa con el franquismo. Jamás estreché la mano al Dictador y cuando viví en Estados Unidos me di cuenta de que mi forma de sentirme español incluía avergonzarme de nuestro sistema político.

Pero esa modalidad del patriotismo -si ZP me permite utilizar el término- tampoco fue mucho más lejos porque, si bien yo no me encuadraría entre el 76,4% de españoles que confiesa que no hizo absolutamente «nada» para contribuir a que concluyera el franquismo, tampoco podría salirme del redil de ese 11% -una carrera ante los grises por aquí, un artículo en una revista crítica por allá- que admite que hizo «poco» para acelerar su defunción.

La suma de estas dos magnitudes sí que requiere explicaciones sinceras. ¿Cómo es posible que un 87% de españoles nos quedáramos con los brazos cruzados, sobre todo cuando menos del 36% vincula la duración del régimen a la represión? ¿Es que estábamos de acuerdo -yo desde luego no- con una ecuación que limitaba las libertades a cambio de paz, prosperidad y orden o es que había una inercia histórica que justificaba extremar la prudencia e incluso la resignación con tal de no volver a las andadas?

Aunque la muerte de Franco me pilló haciendo la mili, estoy dispuesto a digerir mi treinta millonésima ración de culpa colectiva, siempre y cuando aquí no se escaquee nadie. Tan insoportable no debía ser en todo caso la situación cuando sólo el 7,3% de los españoles de hoy -el 4,6% de los mayores de 65 años- aprueba el asesinato de Carrero Blanco. Es obvio que un porcentaje muy superior de alemanes desearía que el coronel Von Stauffenberg no hubiera fallado en su atentado contra Hitler.

Viví como reportero la etapa del «Arias, ya estoy curado» -tan similar al intervalo que acaba de abrirse en Cuba- y me alegré de la muerte de Franco, no en términos personales, pero sí políticos. El mismo pasmo que como entomólogo me producían entonces los actos de adhesión inquebrantable del Movimiento Organización, me lo producen ahora las iniciativas demonizadoras de todo un tiempo y todo un país, por supuesto mucho más conexos con la España de hoy que esa falazmente idealizada Segunda República que primero lo arrojó todo por la borda y después se tiró ella sola al precipicio.

¿Y si al final resultara que los interminables 40 años de la oprobiosa no hubieran sido en el fondo sino una larga travesía del desierto encaminada hacia un único destino posible, una especie de mastodóntico puente de ojos agrietados tendido entre el guerracivilismo y la reconciliación, una fastidiosa pero útil sucesión de anteprólogos, prólogos y preámbulos a lo que hemos bautizado como la Transición?

No adelantemos acontecimientos, pero si yo fuera descendiente de uno de estos 300 soldados británicos condenados y fusilados hace 90 años durante la batalla del Somme bajo acusaciones de deserción o supuesta cobardía ante el enemigo, no me importaría nada que el Gobierno británico cumpliera o no su propósito de otorgarles ahora -lo del Baile de las Víctimas parece ser contagioso- un estéril perdón retrospectivo. Me encantaría en cambio que alguien me contara con exactitud sus vidas.