El 15 de mayo de 2012, al encender mi teléfono después de un acto en la Casa de América de Cataluña, me di cuenta de que tenía varias llamadas perdidas de varios números distintos, y antes de que pudiera averiguar qué había ocurrido se me acercó una periodista —me asaltó, diré con más justicia— para pedirme un comentario sobre la muerte de Carlos Fuentes. Durante un instante brevísimo pensé que podía tratarse de un error, pues a finales de enero lo había visto atravesar a nado una piscina con la energía de alguien treinta años más joven, continuando en cada pausa de su rutina la conversación que le dábamos mi mujer y yo desde la orilla seca, y esa imagen vitalista no casaba bien en mi cabeza con la noticia de una muerte súbita. Pero era cierto, según confirmaron todos los asistentes a aquel acto, y todos recibieron la noticia con sorpresa; y esto es importante, pues tal vez lo mejor que se pueda decir del momento que atravesaba Fuentes es que tenía 83 años y nadie, absolutamente nadie, se esperaba su muerte.
Hasta el último día estuvo leyendo con curiosidad voraz, publicando libros y artículos, dando conferencias en medio mundo, organizando encuentros entre los escritores que apreciaba y sirviendo de puente o de embajador o de catalizador de amistades literarias. La última idea que se le ocurrió para juntar a la gente con el pretexto de la literatura fue un encuentro organizado por el Colegio Nacional de México, donde un puñado de novelistas nos reuniríamos, en noviembre de ese año, para una de las cosas que más le gustaban a Fuentes: hablar y oír hablar del lugar de la novela en América Latina. La última vez que lo vi me habló del asunto y me dijo que una invitación me llegaría; pero llegó primero la noticia de su muerte, y un par de semanas después un cartero me entregó un sobre certificado que venía con su nombre, y todavía me estremece un poco recordar el momento en que encontré en el sobre una tarjeta escrita de su puño y letra, o escrita por ese puño que ya nunca escribiría esa letra: “Ojalá puedas aceptar. Me daría un gran gusto”.
El gusto, por supuesto, habría sido mío. A Fuentes lo conocí en 2007, después de casi dos décadas de leer sus libros, y nunca dejó de extrañarme que ese hombre de conversación fácil y humor incisivo fuera el mismo que había escrito aquellos libros que yo leí a comienzos de los años noventa como se leen los clásicos: como los franceses leen a Balzac o a Flaubert, por ejemplo, o como un inglés de mi edad leería a Dickens. Fue a Jorge Volpi a quien le oí por primera vez maravillarse del hecho de compartir el mismo mundo físico con los novelistas que consideramos fundadores de algo, aunque a veces no seamos capaces de precisar con exactitud lo que han fundado. Las mitologías cambian con el tiempo, como bien se sabe, y es difícil transmitir lo que aquella generación fue para nosotros, los latinoamericanos que empezamos a publicar libros a finales de los noventa: Vargas Llosa y García Márquez y Cortázar y Fuentes y Cabrera Infante, y antes de ellos Borges y Carpentier y Onetti y Rulfo, y un largo etcétera de esa constelación que Fuentes organizó, en la medida en que eso es posible, en La gran novela latinoamericana.
Pero así es: Fuentes siempre tuvo tiempo para leer a los habitantes de eso que él mismo bautizó “el territorio de La Mancha”, que es todo el universo de la lengua española cuyas tensiones históricas exploró con tanta fortuna. Y no sólo tuvo tiempo para leer a esos autores, sino para hacerlo seriamente y escribir sobre ellos. La crítica era, en su caso, una rara forma de generosidad, y nunca cayó en la trampa de creer, como creen tantos, que ocuparse de los libros de los otros actuara misteriosamente en desmedro de sus propios libros. Fuentes tenía el don de transmitir su entusiasmo: y así es como yo, antes de leer a Sergio Ramírez, leí lo que Fuentes escribió sobre Sergio Ramírez; y antes de leer a Salman Rushdie, leí el ensayo que Fuentes escribió sobre Los versos satánicos. Los dos textos están en Geografía de la novela, una recopilación de textos extrañamente homogéneos que, según la última página de mi ejemplar, leí en marzo de 1994, poco después de leer Los días enmascarados y poco antes de leer Aura. Siempre he anotado las fechas de mis lecturas, y eso ahora me sirve para ordenar el recuerdo.
Y recuerdo bien esa época: tenía veintiún años y la obsesión devoradora de ser escritor, y me había acostumbrado a buscar en las obras laterales de los novelistas que me interesaban las pistas que pudieran llevar la obsesión a buen término. Así leí también La orgía perpetua y El pez en el agua, de Vargas Llosa, y Último round, de Cortázar, y aun El olor de la guayaba, las conversaciones de García Márquez con Plinio Apuleyo Mendoza. Geografía de la novela pertenece en mi memoria a esos tiempos de descubrimientos, y acaso por eso le guardo una terca lealtad. Se la guardo a todo el libro, pero en particular al ensayo que lo abre: una defensa de la novela (lo cual aparentemente hay que hacer cada treinta o cuarenta años, como lo atestiguan Orwell y Rushdie) que recuerdo haber leído en su momento con la pasión interesada de quien cruza los dedos para que el mundo no se acabe antes de haber entrado en él. ¿Ha muerto la novela?, era el ominoso título. La conclusión, para satisfacción de mi juventud, era que no.
En estos días volví a echarle una mirada a ese ensayo. Y después de confirmar que la novela sigue tercamente sin morirse, una asociación de ideas que entenderá cualquiera me llevó a revisar la salud de las suyas: las novelas de Fuentes. Quería pasear por varias, ver cómo ha pasado el tiempo por la lengua y las intenciones, pero decidí empezar por la más ardua de todas, Terra Nostra, y ya no volví a salir. No creo que haya unanimidad sobre ese mamotreto del cual dijo Carlos Monsiváis, famosamente, que hacía falta una beca para leerlo, pero a mí me sigue pareciendo una fiesta de la inteligencia y de la erudición, de la imaginación y aun del humor, y además un ejemplar aventajado de esa especie maravillosa –pienso en Tristram Shandy o en El hombre sin atributos– cuya virtud está en su desmesura, en su voluntaria imperfección.
Terra nostra habla de todo o de casi todo, pero su centro de gravedad es nuestra historia, lo que la novela misma llama “la menos realizada, la más abortada, la más latente y anhelante de todas las historias: la de España y la América Española”. La novela se publicó en 1975, pero cada vez que recorro sus páginas aprendo algo nuevo sobre lo que somos hoy. A diez años de la muerte de Fuentes, no se me ocurre mejor conmemoración que constatar la vida —pasada, presente, acaso futura— de una de sus grandes novelas.
Juan Gabriel Vásquez es escritor. Su última novela es Volver la vista atrás (Alfaguara).