El fundamento de la confianza

La experiencia espiritual más importante de Jesús de Nazaret acaeció durante su bautismo, cuando, tras recibir el agua de manos de Juan, experimenta, según cuentan los evangelistas, que se abrieron las puertas del cielo, de donde descendió una paloma. Oyó entonces una voz que dijo: «Este es mi Hijo, el Amado, en quien me complazco». En este relato hay, al menos, cuatro puntos de indudable interés. 1. Para ser receptor de una experiencia espiritual el primer paso es la purificación, que es lo que aquí se simboliza con las aguas del Jordán. 2. Que en la medida en que somos purificados, se abren las puertas del cielo, es decir, las puertas de la percepción o receptividad espiritual. 3. Que esa experiencia espiritual, representada por la paloma y la voz, consiste, en esencia, en sentirse hijo amado. 4. Que un ser humano se sienta hijo es algo que alegra y complace al Creador, dándole gloria.

Entraré, muy brevemente, en el significado del tercer punto. Sentirse hijo, es decir, sentir que hay un padre, es tanto como, dicho en un lenguaje menos expresamente cristiano, experimentar que la confianza tiene un fundamento, que no es estúpido sino sensato confiar en lo que hay. ¿Por qué? Porque se ha descubierto que somos de la estirpe divina o, dicho de otro modo, que lo que hay y acontece no es arbitrario o caprichoso, sino que obedece a un designio amoroso y providente. Se experimenta, en pocas palabras, que en nuestra innata e inevitable búsqueda de la plenitud es más sensato confiar que desconfiar, pues sólo confiando hacemos la experiencia de estar unidos al otro y al mundo, no separados de ellos. Esta es la experiencia mística primordial, redactada paradigmáticamente en los evangelios con ocasión del bautismo de Jesús, verdadero comienzo de su misión en la humanidad.

El fundamento de la confianza¿Y cuál es esa misión?, podríamos preguntarnos. Sólo una y, como es obvio, consiguiente a la experiencia que la precede: comunicar su experiencia bautismal. El mensaje cristiano podría reducirse a esta tesis: merece la pena confiar en la realidad. Si hay un Padre, es decir, un motivo para la confianza, hay una consecuencia inmediata: eres hermano de todo y de todos. Sólo desde esta fraternidad universal y desde este respeto estructural a la naturaleza es posible, en mi opinión, entender y practicar conscientemente lo que los cristianos llamamos misericordia y lo que los budistas llaman compasión. Sabemos bien el significado etimológico de compasión, padecer con el otro, y de misericordia, sentir la miseria ajena, pero ambas experiencias, que son una, tienen una raíz: el descubrimiento de que el otro, lo otro, eres tú, tu familia. El cristianismo es una religión universal precisamente porque plantea esta propuesta: es razonable confiar, es necesario practicar la misericordia, es ese el culto que Dios quiere.

La práctica de la misericordia hace visible en este mundo la sensatez de la propuesta cristiana, radicalmente humanista. Dicho más sencillamente: el amor hace creíble la fe. Sólo el amor es digno de fe. La práctica de la misericordia es consecuencia de la experiencia de la confianza y, al tiempo, generadora de esa experiencia. La misericordia aumenta la confianza en la vida y en el ser humano, sólo ella la aumenta. El pecado, en este sentido, es el egocentrismo o cerrazón en lo propio, esto es, la indiferencia y pasividad ante el destino ajeno. Los indiferentes y egoístas destruyen, lo sepan o no, los motivos para esperar que pueden o podrían albergar sus contemporáneos. El egoísmo y la indiferencia son, en esencia, amenazas a la confianza en la que el ser humano se realiza.

Este asunto de la misericordia –traído ahora a colación a raíz de la bula papal– es siempre actual. La pregunta más urgente es, me parece, cómo se fragua un corazón misericordioso o, dicho de otra forma, cómo se combate contra un egoísmo que ha adquirido en nuestras sociedades una monstruosa proporción. ¿Es sensato hablar de esto, es realista? Discursos de este género, ¿no son a fin de cuentas una supina ingenuidad? No descubriré el Mediterráneo si digo que el único modo para que un árbol dé buenos frutos es que se cuiden sus raíces. Dicho más claramente: la única forma fiable de generar una cultura de la misericordia es cultivar la confianza, entrar en esta escuela, trabajar la experiencia espiritual que posibilita que la compasión sea más que un simple deber ético, convirtiéndose en la consecuencia necesaria de una visión –la de un cielo abierto por el que desciende una paloma– y de una audición –la de una voz que te dice que eres un hijo amado–.

Doy con frecuencia retiros de silencio y meditación en los que participan creyentes y no creyentes en una proporción bastante parecida, y mi experiencia en ellos es siempre la misma: lo que unos y otros experimentan no es en el fondo muy distinto. No puede serlo, puesto que todos, cada cual con su propia cosmovisión, se ejercita en la confianza. Confiar en la realidad es un acto de fe, es una manera de ser creyente. Los agnósticos creen que no creen, al igual que muchos cristianos creen que lo suyo es creer. Pero sólo hay un crisol en el que probar si creen o no los que dicen que lo hacen o que no lo hacen: si practican la confianza en la realidad –que no otra cosa es la meditación– y, en consecuencia, si practican la compasión consigo mismos, con la naturaleza y con los demás. Para mí es secundario que una persona llame Dios Padre o Fundamento de la confianza a su experiencia espiritual más radical. Lo prioritario es que tenga esa experiencia, y lo secundario, si la define con una palabra o con otra. En este sentido, la frontera entre un creyente y un no creyente es muy fina, y gruesa, en cambio, la frontera entre un meditador y un no meditador.

Para mí es claro que hemos de ir a las raíces, y que esas raíces, en Occidente, están en las aguas del Jordán. Es ahí donde empieza todo. Si no nos metemos en ese río, si no permitimos que esas aguas nos purifiquen de nuestras sombras, ninguna puerta se abrirá, ninguna paloma descenderá y no resonará ninguna voz. No haremos la experiencia espiritual y seguiremos siendo lo materialistas y pragmáticos que de hecho somos. No escucharemos voces y el mundo –nosotros, ellos y todo lo demás– resultará simplemente mudo y hermético. Un mundo en el que no suena nada porque no hay ningún oído dispuesto a oír. Un mundo seco porque nadie acude a esas aguas que podrían limpiarnos de un lastre de siglos y, desde luego, saciar nuestra sed.

Sostengo que buena parte de nuestros males, por no decir todos ellos, se deben a la pérdida de la experiencia de la filiación. Hemos matado a los padres, a todos ellos, no sólo a Dios Padre, y, en consecuencia, somos una generación de huérfanos. Carecer de padres, no sentirse hijos, es, como hemos visto, el fundamento de la desconfianza y, en última instancia, del terror, de la ausencia de misericordia. La pedagogía consistiría, a mi modo de ver, en ponerse a orar, aunque no se tengan ganas, en ponerse a confiar aunque en el trasfondo lata siempre, incansable, la sospecha. A orar se aprende orando, sólo así. A escuchar se aprende callándose por fuera y por dentro. A mirar se aprende cerrando los ojos y observando lo que sucede en nuestro interior. Entonces, tal vez, recibamos esa visión a la que hemos sido destinados: la de una paloma descendiendo sobre nosotros y capacitándonos para la dimensión espiritual que nos constituye. Y entonces, tal vez también, recibamos esa audición que siempre, lo sepamos o no, andamos buscando: eres mi hijo, te amo.

Pablo d'Ors, sacerdote y escritor.

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