El fútbol brasileño en tiempos de borrasca electoral

Philippe Coutinho celebra su gol contra Suiza el 17 de junio de 2018, el primer partido del grupo E que terminó en un empate. Credit Marko Djurica/Reuters
Philippe Coutinho celebra su gol contra Suiza el 17 de junio de 2018, el primer partido del grupo E que terminó en un empate. Credit Marko Djurica/Reuters

La selección de Brasil debutó en el Mundial con un empate frente a Suiza. Y ese resultado ha disminuido el optimismo de la afición canariña de ganar una sexta Copa del Mundo. Pero si a partir del viernes la selección brasileña empieza a ganar partidos y el 15 de julio resulta campeona en Rusia, ¿qué consecuencias tendría en un país convulsionado políticamente y que celebra elecciones presidenciales en octubre? O, acaso más problemático, ¿qué pasará si pierde?

Aunque me atrevo a especular que ningún resultado del Mundial influirá en la elección del próximo presidente en Brasil, es inevitable ver la influencia del deporte más popular del país en su política.

El fútbol ha servido para impulsar a figuras alejadas de la política a cargos públicos. El ejemplo de Argentina es elocuente: el expresidente de Boca Juniors, Mauricio Macri, está hoy en la Casa Rosada. Macri aprovechó el éxito del club que dirigió por trece años para llegar la alcaldía de Buenos Aires y luego a la presidencia de la república.

La discusión sobre la intersección entre política y fútbol se instaló en Brasil desde 1970. Seis años antes del Mundial México 70, un golpe de Estado instauró un régimen militar en Brasil que se prolongó hasta 1985 y que, según una Comisión de la Verdad, asesinó o desapareció a 434 personas, persiguió a la oposición política y torturó a activistas a los que llamaban “comunistas”. Cuando comenzó la Copa del Mundo, la izquierda había advertido que no apoyaría a la selección verde amarela: su éxito a ojos del mundo, decían, reforzaría a la dictadura.

En la película El año en que mis padres se fueron de vacaciones, del cineasta brasileño Cao Hamburger —que cuenta la historia de un joven aficionado brasileño separado de sus padres, perseguidos por la dictadura—, muestra la inevitable alegría de los militantes de la izquierda, quienes al principio se resistieron a festejar el primer gol de la selección en 1970 pero terminaron por apoyarla.

El 21 de junio de 1970, Brasil derrotó 4 a 1 a Italia en la final, ganó su tercera Copa del Mundo y se hizo definitivamente con el trofeo Jules Rimet. La dictadura usó y abusó de la conquista: el éxito en el Mundial fue un eficaz artefacto de propaganda que le dio réditos al general Emílio Garrastazu Médici. Pero los héroes que pasaron a la historia no fueron militares, sino Pelé, Tostao y Rivelino. A Médici, quien murió en 1985 —poco después de que el régimen militar comenzara a desmoronarse—, la historia le reservó calificativos distintos: asesino y torturador.

Unos años después, en Brasil se ha demostrado que los resultados de una contienda electoral pueden ser opuestos a los del campeonato Mundial de fútbol. El desencanto o ilusión de los aficionados con la selección brasileña no se traduce en la desconfianza o el apoyo de los electores con el gobierno.

En 2002, cuando Fernando Henrique Cardoso estaba terminando su presidencia, la selección de fútbol ganó su quinto título en el Mundial de Corea del Sur y Japón. En las elecciones de ese año, su partido político (el Partido de la Social Democracia Brasileña) y el sucesor que había designado, José Serra, fueron derrotados por Luiz Inácio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores.

Y en 2014, la entonces presidenta Dilma Rousseff fue insultada a coro en la Arena Corinthians en São Paulo en la inauguración del Mundial. En esa edición, jugando como anfitriones, la selección brasileña fue humillada por Alemania en las semifinales (el célebre 7 a 1) y luego por Holanda, en Brasilia, en la disputa por el tercer lugar (esta vez 3 a 0). Pese a los reclamos en los estadios, las protestas en las calles y las derrotas en la cancha, Rousseff fue reelegida a un segundo mandato a la presidencia solo tres meses después.

Memorias de los años de plomo. El futbol en los tiempos del Cóndor, un documental del periodista Lucio de Castro, aborda la operación conjunta de las dictaduras en América del Sur en la década de los sesenta y el modo en que buscaron legitimar sus regímenes autoritarios con el fútbol. El documental muestra, entre otros, un caso de la Argentina del general Jorge Rafael Videla.

Cuando Argentina le ganó a Holanda en la final del Mundial de 1978, en el estadio Monumental de Buenos Aires, los verdugos sacaron de su celda una desaparecida argentina que se encontraba detenida en la tristemente célebre Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), a pocos metros del estadio Monumental de donde, en ese momento, salían los aficionados emocionados y felices por la conquista. En la calle, la prisionera vio la escena de la multitud en delirio. Ella relata en el documental la ambigüedad que sintió en aquel momento y dice que también estaba feliz y quería celebrar a Argentina al mismo tiempo que quería advertirles a los centenares de aficionados que a pocos metros de allí había otros argentinos que estaban siendo torturados y asesinados.

Reprimir la felicidad que produce el fútbol por motivos políticos es cruel e incluso inútil. No solo porque es difícil cancelar las emociones de la pasión de un hincha, sino también porque, si lo lograra, no soluciona nada.

El impopular presidente Michel Temer no caerá si la selección brasileña pierde en Rusia ni ningún candidato a sucederlo tiene garantizada una victoria electoral si la escuadra nacional se corona y se convierte en la única en ganar seis Copas del Mundo.

Sin embargo, como ha sucedido con algunos jugadores de fútbol americano en Estados Unidos y otros atletas que se han negado a reunirse con el presidente Donald Trump, el entrenador de la selección brasileña, Tité, anunció que si su equipo gana el título él no irá al encuentro con Temer. En eso habrá hecho muy bien.

Juca Kfouri es escritor y periodista deportivo. Su libro más reciente son las memorias Confesso que perdi.

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