El futuro de Chile en juego

El año 2019 fue el de las protestas. A lo largo y lo ancho del planeta , manifestantes tomaron las calles de un sinfín de ciudades. Las marchas que más llamaron la atención fueron las de Chile. Iglesias quemadas, supermercados saqueados y estaciones de Metro destruidas expresaron una violencia rara vez vista en un país caracterizado por su estabilidad y aburrida predictibilidad. Sin embargo, tomando una página de su propia historia, Chile sería el país con la salida más institucional a la crisis provocada por el 18-O ( como se conoce la revuelta del 18 de octubre): un acuerdo para darse una nueva Constitución.

La Convención Constituyente formada por 155 miembros (con composición paritaria y 61 abogados entre sus integrantes) inició sus funciones a principios de julio. En una señal de las nuevas brisas que soplan en el país de Neruda, la presidenta electa de la Convención es Elisa Loncón, una mujer mapuche, profesora universitaria con dos doctorados; el vicepresidente, Jaime Basso, un joven constitucionalista, doctorado en Barcelona. Una directiva emblemática de las nuevas realidades políticas de un Chile ansioso de cambios y hastiado de 40 años bajo la Constitución de Pinochet.

Sin embargo, estas primeras semanas de Convención pueden dar la impresión de que el caos está a la vuelta de la esquina. El discurso inicial de Loncón llamando a refundar Chile y a instalar una sociedad plurinacional y multicultural hizo arder Troya. Para un país de tradiciones tan centralistas (se dice que Chile entero se maneja desde ocho cuadras en el centro de Santiago), patriarcales, machistas y conservadoras, esto fue un anatema. Que uno de los primeros temas puestos sobre la mesa por la Convención haya sido el de los detenidos por la revuelta del 18-O no ayudó. Las críticas llovieron por entrometerse en asuntos que no le competen.

Pero ello solo indica hasta qué punto el mensaje del 18-O no acaba de percolar. Chile está empezando de nuevo, y la sabiduría convencional no sirve para entenderlo.

Y es que muchos sectores dirigentes en Chile, pese a todos los avances que han llevado al país a ser el más desarrollado de América Latina, tienen una visión de la modernidad limitada a lo económico. Modernidad sería economía de mercado, crecimiento, libertad de empresa y bajos impuestos, aderezado todo ello con elecciones periódicas. La palabra inclusión no la conocen. Curiosamente, según encuestas de Athena Lab, un centro de estudios en Santiago, el «país modelo» para ciertos sectores de la élite chilena no sería ni Estados Unidos, ni Alemania ni Japón, sino Nueva Zelanda.

La paradoja no podría ser más grande. El país oceánico, en que el pueblo maorí tiene cupos asignados en la Asamblea, en el Gabinete y hasta en la Corte Suprema (por no hablar del respeto a su cultura, reflejado en hechos como que el popular rito Haka sea con el que el equipo nacional de rugby inicia sus partidos) es la nación plurinacional y multicultural por excelencia. No entender que en Chile la falta de reconocimiento a los derechos de sus pueblos originarios fue una de las razones del 18-O refleja una miopía digna de mejor causa. Nueva Zelanda tiene una canciller maorí. El primer -y hasta ahora único- embajador mapuche en la historia de Chile, Domingo Namuncura, no fue nombrado sino hasta el reciente 2014.

La Convención está inmersa en la redacción de su propio reglamento. Y los más optimistas esperan que en septiembre comience a trabajar en los temas de fondo. No hay tiempo que perder. Tiene apenas nueve meses para llevar a cabo su labor, aunque prorrogables por otros tres; el reloj apremia. Lo que no puede ocurrir es que el país tenga la sensación de que los constituyentes se distraen en labores secundarias. Hasta ahora han contado con el pleno respaldo de la ciudadanía que los ha elegido, en plena pandemia y recesión económica, en un año de una verdadera maratón electoral, con elecciones municipales, parlamentarias y presidenciales, así como de inéditos comicios para gobernadores regionales (en las elecciones de abril hubo 16.000 candidatos). Con un 63% de aprobación según la encuesta CADEM, las esperanzas de un futuro mejor están puestas en ellos.

Es común escuchar que una Constitución no hace a un país ni más rico ni más pobre, por lo que todo esto sería una pérdida de tiempo. No fue ésa la visión de los que redactaron la Ley Fundamental chilena de 1980, vigente hasta hoy. Ella contempla disposiciones tan absurdas como el que la creación de una nueva empresa pública exige la aprobación de una ley especial del Congreso Nacional por una mayoría de dos tercios. También consagra la existencia de los fondos privados de pensiones, que entregan hoy jubilaciones de hambre -otra de las causas del 18-O-. ¿De no tener importancia, por qué estas medidas?

La función de una Carta Fundamental no es hacer políticas públicas. Ello le corresponde a los gobiernos de turno. Lo que sí debe hacer es proveer una cancha pareja (y no una inclinada, como la actual) para todos los ciudadanos y que éstos se reconozcan en ella . Ello implica una legitimidad de origen de la cual la actual Constitución carece. Pero también debe identificar los derechos que le corresponden a las personas. Por increíble que parezca, la privatización de los derechos de agua adoptada bajo la dictadura militar ha llevado a que en el Chile de hoy, tras una década de aguda sequía, 400.000 ciudadanos carezcan de agua potable en sus hogares y dependan de camiones aljibe para recibirla.

Como en todo proceso democrático, en esto no hay garantías. Pero de lo que no cabe duda es de que a Chile le urgía una nueva Carta Fundamental. Y hasta ahora, contra viento y marea, el cronograma hacia lo que sería su Sexta República se está cumpliendo. Los ojos del mundo estarán fijos en lo que ocurra en la materia. Hay mucho en juego, y los 155 deben mantener la vista fija en el balón.

Jorge Heine, ex ministro de Estado chileno, es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Boston.

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