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El futuro de Cuba no está en el pasado

Una estudiante de medicina en una marcha de noviembre de 2018 créditoAlexandre Meneghini/Reuters
Una estudiante de medicina en una marcha de noviembre de 2018 créditoAlexandre Meneghini/Reuters

El 29 de noviembre de 2016 descubrí que era el único funcionario estadounidense en el estrado durante el homenaje póstumo a Fidel Castro en La Habana. A mi alrededor se encontraban militantes de la izquierda latinoamericana y europea, representantes de Medio Oriente, iconos del anticolonialismo en África y distintos representantes de gobiernos de Occidente. Frente a mí, cientos de rostros cubanos que llenaban la Plaza de la Revolución esperaban con expectación o resignación el siguiente discurso.

Nunca se me habría ocurrido que estaría ahí. Aunque me encargué durante años de entablar negociaciones con el gobierno cubano, e incluso mantuve conversaciones con el hijo de Raúl Castro, Alejandro, nunca conocí a Fidel, quien mantuvo una actitud de recelo y hostilidad hacia la apertura de relaciones entre Estados Unidos y Cuba. Sin embargo, vivíamos un momento crucial de transición: Fidel Castro había muerto y su hermano Raúl abandonaría el poder en 2018. Trabajé muchos años como parte del gobierno de Barack Obama para mejorar las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Busqué mecanismos para que más estadounidenses viajaran a la isla y las oportunidades de negocio mejoraran en ese país, además de ayudar a crear las condiciones políticas en Estados Unidos que permitieran retirar el embargo, que castiga con tanta crueldad y sin razón al pueblo cubano.

Por desgracia, Donald Trump acababa de ser electo presidente y había conseguido el respaldo de los cubano-americanos del sur de Florida gracias a su postura draconiana respecto al gobierno de la isla. El ambiente que se respiraba no era de esperanza ni de cambio, así que concentré mis esfuerzos en rescatar cuanto pudiera de la apertura inicial entre ambos países.

Buena parte de los discursos de esa noche evocaron recuerdos obsoletos de sucesos que pasaron en las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, un álbum con los grandes éxitos de los momentos revolucionarios inspirados en la oposición al imperio estadounidense. La afirmación más emotiva salió de labios del presidente de Namibia, Hage G. Geingob, quien recordó que los cubanos habían sangrado en el suelo de su país sin pedir nada a cambio. El presidente venezolano Nicolás Maduro intentó levantar el ánimo de la audiencia sin éxito: su mezcla de eslóganes no lograron hacernos olvidar el saqueo al que ha sometido a su país; tampoco lo ayudó su falta de carisma, especialmente en comparación con su predecesor, Hugo Chávez. Raúl Castro cerró la noche con un llamado a la Revolución cubana de la vieja guardia, el momento en que él y sus camaradas quedaron congelados eternamente como jóvenes, como la imagen del Che Guevara en el gran mural desplegado frente a nosotros.

En su sexagésimo aniversario, el legado de la Revolución cubana todavía no es claro. Para el Partido Comunista de Cuba, es la historia de una nación pequeña que se liberó del dominio de su vecino del norte y se apropió de un lugar enorme en la imaginación del mundo. Para muchos cubano-americanos, es la historia de personas que se vieron orilladas, en algunos casos con brutalidad, a exiliarse en Estados Unidos. Ambas son ciertas, pero el pueblo cubano quedó atrapado entre estas narrativas opuestas, obligado a arreglárselas ante la presión del embargo estadounidense y su propia economía y sociedad cerradas. Como dice el dicho: “el cubano inventa del aire”, los cubanos pueden crear algo de la nada, muchas veces por necesidad.

Ahora que Cuba comienza a dejar atrás a la generación revolucionaria y cada vez más cubanoamericanos alcanzan la madurez sin llevar a cuestas el recuerdo histórico del exilio —lo que les permite aceptar una política más pragmática—, es hora de superar este impasse y adoptar una historia nueva, centrada en ayudar a los cubanos de la isla a mejorar su vida.

Al mando del presidente Miguel Díaz-Canel, el nuevo gobierno cubano no tiene la legitimidad revolucionaria de los Castro; no le basta evocar el legado de la Sierra Maestra. Hasta ahora, el gobierno ha intentado solucionar ese problema con la aprobación, en un proceso muy hermético, de una nueva constitución cuyo propósito es preservar el dominio del Partido Comunista, además de reformas paulatinas basadas en esfuerzos similares en la última década. También se ha intentado balancear un poco la ideología inflexible con concesiones en materia de propiedad privada y al permitir un acceso más amplio a internet.

La nueva dirigencia de Cuba ha tenido que tomar menos decisiones con respecto a qué hacer con su vecino porque el actual presidente estadounidense las ha tomado por ellos. Si bien Donald Trump no ha dado marcha atrás por completo a la apertura de las relaciones bilaterales, sí detuvo cualquier avance adicional al establecer nuevas sanciones que están destinadas a fracasar, como las anteriores. Una vez más, el pueblo cubano será la víctima de esta estrategia, no el gobierno cubano.

Cuando Trump presentó esta nueva política hacia Cuba durante un discurso de 2017 en un teatro de Miami que lleva el nombre de uno de los arquitectos de la invasión de la playa Girón, el presidente estadounidense mostró una postura simbólica hacia el conflicto tan anticuada como la de Fidel Castro. Es imposible tomar en serio el mensaje de apoyo a los derechos humanos en Cuba de Trump después de que defendió a Arabia Saudita ante las acusaciones de que el príncipe heredero saudita ordenó el asesinato brutal de un crítico pacífico del gobierno.

La fachada de conflicto entre Estados Unidos y Cuba, derribada por los expresidentes Barack Obama y Raúl Castro, se ha alzado de nuevo a partir de los misteriosos ataques a funcionarios estadounidenses cuyo origen todavía se desconoce. Ambas naciones han alcanzado logros por los que, con toda razón, pueden enorgullecerse. El gobierno revolucionario de Cuba demostró que era posible apartarse del dominio estadounidense y obtuvo avances significativos en materia de educación y servicios de salud. Los millones de cubanos que viven en Estados Unidos han logrado construir una comunidad próspera y pujante en Miami, que conserva la vibrante cultura de su patria.

Independientemente de tales éxitos, la realidad es que ni el gobierno estadounidense ni el cubano han podido responder la pregunta central de cómo ofrecer un mejor futuro a los cubanos que todavía viven en la isla.

Cuba enfrenta enormes retos: su población envejece, su infraestructura está deteriorada y no hay oportunidades para los jóvenes. Sin embargo, también cuenta con un potencial extraordinario: la educación de su población, el prestigio internacional del país y el innegable talento e ingenio de su gente. Para desarrollar ese potencial, se requieren reformas más profundas que les permitan a los cubanos expresarse con libertad, desarrollar negocios nuevos y atraer inversión extranjera. Para promover esas acciones, las relaciones cercanas entre Cuba y Estados Unidos deberían considerarse algo valioso, no una amenaza, incluso si no es muy probable tener avances mientras el presidente Trump siga al frente del gobierno estadounidense.

Para Estados Unidos, ya es hora de dejar de castigar al pueblo cubano por ofensas de la época de la Guerra Fría. Las políticas que incluyen sanciones, en especial el embargo, no ayudan en absoluto a promover los derechos humanos ni a mejorar la vida de los cubanos. Me entristece haber contribuido a fomentar sus expectativas sobre un futuro mejor solo para que un nuevo presidente de mí país volviera a adoptar el papel de su enemigo.

Sin importar la postura que adopte el gobierno de la isla, lo que el pueblo cubano espera de Estados Unidos es respeto, conectividad y oportunidad. La nueva mayoría demócrata en la Cámara de Representantes puede impulsar enfoques que hagan a un lado algunos de los obstáculos que impiden alcanzar ese futuro. Pueden eliminar las restricciones para que los estadounidenses viajen a Cuba, favorecer exportaciones agrícolas que ayuden a los estadounidenses y reduzcan la escasez de alimentos en Cuba, forjar nuevas relaciones entre grupos dedicados al arte, la educación y el atletismo y, si Trump no logra reelegirse, eliminar el embargo.

Desde el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos y Cuba se encuentran trabados en un abrazo como dos boxeadores exhaustos, incapaces de dar el golpe para noquear al contrincante. En vista de la historia y comunidad que nos conecta, además de que nos separan apenas 145 kilómetros, nuestros futuros están ligados inevitablemente.

Mientras estaba sentado en el estrado ese día en La Habana, me percaté de que la respuesta más ferviente provenía de un sector de la multitud, al frente y ubicada cerca del escenario, donde el Partido Comunista había ubicado a los partidarios acérrimos que no paraban de aclamar eslóganes revolucionarios. El resto del mar de humanidad que se encontraba detrás de ellos estaba en calma; parecían estar ahí solo por curiosidad u obligación, y que su mente divagaba en sus obligaciones del día siguiente en vez de concentrarse en lo ocurrido en el pasado distante. Estos son los cubanos que determinarán el futuro de la nación, no los defensores de las medidas severas de Washington o La Habana. Mientras más pronto se percaten de esto los dirigentes en Cuba y en Estados Unidos, mejor.

Ben Rhodes, exasesor adjunto de seguridad nacional del presidente estadounidense Barack Obama, es autor del libro The World As It Is: A Memoir of the Obama White House.

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