El futuro de Egipto (1)

Desde el derrocamiento del presidente Hosni Mubarak en el mes de febrero se ha desatado en Egipto una feroz lucha política según la tónica ideológica, generacional y de clase correspondiente. La caída del muro autoritario, alzado hace más de medio siglo, ha dado lugar a un nuevo despertar y a un resurgimiento de la política de comunicación y movilización social. El desafío planteado a las actuales autoridades militares de Egipto es un ejemplo de ello. Después de décadas de ser proscritos y perseguidos, los activistas religiosos, o islamistas, han aflorado como una fuerza fundamental, movilizando abiertamente a sus partidarios, que se cuentan por millones, y reclutando nuevos miembros.

Entre todos los islamistas, los Hermanos Musulmanes poseen una amplia base social, alrededor de medio millón de miembros, y una imponente maquinaria política. Fundada en 1928, la organización islamista no participó activamente en las protestas que derrocaron a Mubarak, pero desde entonces ha movilizado a sus seguidores en un recién constituido partido político, Libertad y Justicia. Al presentarse como una voz para los pobres, como enorme formación política que representa casi la mitad de los ochenta millones de habitantes de Egipto, los Hermanos Musulmanes aspiran a obtener el 40% de los escaños en las elecciones parlamentarias que se celebran a partir del 28 de noviembre. Sea cual fuere el resultado, la formación de los Hermanos Musulmanes será un protagonista preponderante en el Egipto posterior a Mubarak y moldeará las relaciones nacionales e internacionales del país.

Las posibilidades de los Hermanos Musulmanes de obtener una mayoría de escaños en el nuevo Parlamento han alarmado a los sectores progresistas y laicos de Egipto y a las minorías, que temen que la organización islamista imponga leyes rigurosas e involutivas a la sociedad egipcia y acusan a los Hermanos Musulmanes de hablar de boquilla con respecto a los principios democráticos y de conjurarse para secuestrar el Estado laico y sustituirlo por un régimen basado en la asfixiante charia.

La brecha entre lo laico y lo religioso constituye la fractura fundamental en la política egipcia, un foso que pone en peligro la transición del autoritarismo al pluralismo. Profundamente desconfiadas con relación al compromiso de los partidos islamistas en lo concerniente a la pluralidad, las fuerzas laicas han apelado a las actuales autoridades militares de Egipto para que adopten las oportunas medidas preventivas destinadas a limitar la influencia y poder de sus rivales ideológicos en caso de que triunfen en las urnas. Quieren que una nueva Constitución garantice efectivamente las libertades de religión y expresión.

Cuando la maquinaria política y benéfica de los Hermanos Musulmanes se puso en marcha para proporcionar quince mil toneladas de carne más barata a cinco millones de egipcios para la Eid al-adha, o Fiesta del Sacrificio, fue denunciada por compra de votos con fondos extranjeros. Los sectores progresistas de Egipto han acusado a los países del Golfo, en particular a Qatar, de financiar en secreto a los islamistas a fin de propagar su tipo de islamismo conservador en el país árabe más poblado, capital de la creación cultural del área.

Los Hermanos Musulmanes emitieron un desafío directo a los progresistas: “¿Respetaréis la voluntad del pueblo u os volveréis contra ella?”. La declaración de los Hermanos dice como sigue: “Vuestra credibilidad está ahora en peligro y esperamos que no os volváis contra el pueblo”.

Al enfrentarse sin reservas contra partidos islamistas, los progresistas representados por el Bloque Egipcio corren el peligro de distanciarse de una sociedad profundamente religiosa. Al igual que sus homólogos de Túnez han experimentado la dificultad de su intento en sus propias carnes, a los progresistas les costará atraer votantes que aún no se identifican con su visión amplia y cosmopolita del mundo.

A las potencias occidentales les preocupa tanto el posible acceso de los Hermanos Musulmanes al poder en Egipto como el de los progresistas, si no más. Consideran que el grupo islamista es un enemigo a muerte y, en especial, una amenaza para Israel, que firmó el tratado de paz de Camp David con Egipto en 1979, poniendo fin al estado de guerra entre los dos vecinos. Desde los ataques del 11-S del 2001, el miedo al islamismo en general, y no sólo a Al Qaeda en particular, se ha apoderado de la fantasía occidental. Los gobernantes árabes autocráticos y prooccidentales como Mubarak han explotado este miedo superfluo presentándose como aliados en la lucha contra los “extremistas” del tipo de los Hermanos Musulmanes y también en el combate por la paz. “O nosotros o los extremistas”, han advertido los dictadores de Oriente Medio a los políticos estadounidenses y occidentales en general.

Hasta su último día en el poder, y mientras millones de egipcios exigían su destitución, Mubarak utilizó la amenaza de los Hermanos Musulmanes para advertir a Estados Unidos de lo que le esperaba si se marchaba. Al tiempo que la crisis llegaba a su punto culminante a finales de enero, Obama llamó a Mubarak y trató de encontrar una salida airosa para que saliera de escena. Un funcionario de la Casa Blanca resumió la respuesta de Mubarak como: “Hermanos Musulmanes, Hermanos Musulmanes, Hermanos Musulmanes”.

Desde un punto de vista histórico, Estados Unidos y sus aliados europeos aceptaron este modelo binario de Oriente Medio por considerar que la única alternativa a los dictadores árabes prooccidentales residía en los fundamentalistas religiosos. Existía la suposición implícita, no declarada, entre los políticos occidentales, de que no había ninguna tercera vía ni ninguna opinión pública, sino tan sólo la “calle árabe”; una especie de palabra en clave que venía a decir que, en caso de permitírseles votar, los árabes adoptarían decisiones equivocadas; que las fuerzas democráticas, en prisión preventiva y desconocidas, no serían tan flexibles y complacientes con los intereses estadounidenses en la región como los autócratas. La ex embajadora estadounidense ante las Naciones Unidas Jeane Kirkpatrick tuvo la famosa ocurrencia sobre los árabes y la democracia: “El mundo árabe es la única parte del mundo donde he sentido tambalearse mi convicción de que si dejamos que el pueblo decida, adoptará decisiones fundamentalmente sensatas”.

La secretaria de Estado, Hillary Clinton, lo reconoció en un discurso en noviembre con ocasión de la respuesta de Washington a la primavera árabe que derrocó a varios patrocinados por Estados Unidos: “Durante años, los dictadores dijeron a su pueblo que había de aceptar a los autócratas conocidos a fin de evitar a los extremistas temidos –dijo Clinton a una audiencia que incluía a la ex secretaria de Estado Madeleine Albright–. Con demasiada frecuencia, nosotros mismos hemos aceptado este discurso”.

En un cambio sutil de la política exterior estadounidense, Clinton dijo que la administración Obama trabajará conjuntamente con partidos islamistas en auge en Túnez y Egipto si cumplen las reglas del juego político.

Por Fawaz A. Gerges, director Centro de Oriente Medio en la London School of Economics. Autor de Auge y caída de Al Qaeda, Oxford University Press, 2011.

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