El futuro de España es Brasil

Esta semana se han cumplido diez años de la publicación de nuestro artículo 'No queremos volver a la España de los 50', que generó un impacto en el debate público que ni nosotros mismos preveíamos. La situación económica de España era crítica y la absurda postura negociadora del Gobierno de Rajoy, coqueteando abiertamente con la salida del euro (como años después confirmó Luis de Guindos en sus memorias), amenazaba los muchos logros acometidos por España desde 1977. Volver a la España de los 50, cerrada, aislada y pobre, era un riesgo patente.

Nuestro diagnóstico era severo. El horror a la intervención desde Europa caminaba de la mano con la incapacidad de solventar la crisis bancaria. Esta letal combinación derivó en una parálisis del gobierno durante la primera mitad de 2012 que casi condujo a España a un colapso completo. Pero la realidad acabó por imponer su lógica: España fue rescatada por nuestros socios europeos. Europa estabilizó nuestra economía y resolvió la crisis financiera. Tras un programa de reformas mínimo, cumplido con desidia, el triste Gobierno de Rajoy deambuló hasta su ignominioso final en 2018. El escaño vacío de Rajoy en la moción de censura fue el resumen perfecto de 7 años perdidos.

Más grave aún fue que el Partido Popular malgastara el enorme capital político de la mayoría absoluta que los españoles le otorgaron el 20 de noviembre de 2011 para atacar los problemas, cíclicos y estructurales, que asolan a nuestra economía desde hace medio siglo. Una oportunidad única que quizás no se repita en una generación. El gobierno surgido de la moción de censura, tan distinto a primera vista del de Rajoy, ha mantenido de manera milimétrica la reticencia a acometer reformas económicas de calado. Tanto monta, monta tanto, Rajoy como Sánchez, las dos caras del mismo inmovilismo.

Desde 2012 hemos escrito muchos artículos proponiendo una larga lista de reformas y argumentando las razones detrás de estas medidas en innumerables charlas y entrevistas. Pero España sigue anclada en la mediocridad de su rendimiento económico, ensimismada en su aislamiento, sin mayores alegrías que las que producen nuestros deportistas. No hay casi crecimiento sostenido, la productividad está estancada y la deuda pública continúa acumulándose sin perspectiva de mejora clara. Nuestra economía no ofrece muchas posibilidades a los jóvenes, que siguen en su mayoría muy dependientes de las salidas profesionales vinculadas directa o indirectamente al sector público (salud, educación, infraestructuras…). Y, a pesar de tener un puñado de compañías de gran tamaño y de puntera competitividad a nivel internacional, no contamos con un flujo suficiente de nuevas empresas de tamaño medio que aseguren una estructura productiva sana para el futuro.

España, vaya por delante, es una nación que tiene muchas posibilidades para ir mejor de lo que va. Precisamente, esa es nuestra frustración: observar que estamos peor de lo que deberíamos. En finanzas, seríamos lo que se llama un activo infravalorado. ¿Por qué no quiere España ser más de lo que es? ¿Por qué esa resistencia a acometer esas reformas que permitan un crecimiento más estable, eliminar el desempleo y ofrecer a nuestros jóvenes un futuro más digno?

Políticos con mucha experiencia nos dicen en privado que en España no hay apoyo suficiente para acometer las reformas necesarias; que una "reformita laboral" como la de 2012 es todo lo que la sociedad está dispuesta a soportar. Nuestra respuesta es tajante: eso no es cierto. Los españoles han mostrado en numerosas ocasiones en los últimos cincuenta años su voluntad de cambio, desde el periodo constituyente y las mayorías absolutas del PSOE en los años 80, hasta la mayoría absoluta de Rajoy de 2011, e incluso en aquellas elecciones en las que Ciudadanos pudo gobernar junto al PSOE y llevar a cabo ese programa de reformas que claramente contaba con el consenso de muchísimos españoles. El apoyo para una visión de España más dinámica, competitiva y estable está ahí, pero requiere de un liderazgo político que lo articule. Un liderazgo que, por desgracia, no se atisba en el horizonte.

Una primera razón de la resistencia a las reformas la compartimos con muchos otros países europeos. Las reformas profundas (en mercados laborales, de bienes y servicios…) se proyectan para el largo plazo, mientras que los costes políticos son inmediatos. Si algo define a la política populista es precisamente lo contrario: adoptar medidas donde los beneficios sean inmediatos y los costes, dilatados en el tiempo. Tendemos a identificar el populismo con partidos como Podemos, pero el primer líder populista en el periodo reciente de nuestra política ha sido Rajoy: tanto en lo crucial, con aquellas amenazas de abandono del euro, como en lo más accesorio, con aquel irresponsable retraso en la presentación de los Presupuestos en el invierno de 2012 para evitar los efectos que pudiese tener sobre las elecciones andaluzas de aquel año.

Una segunda razón es que el nivel de capital humano en nuestros políticos ha ido descendiendo de forma progresiva, con el consiguiente deterioro del debate público y las decisiones colectivas. Comparar la estatura intelectual de Miguel Boyer, el primer ministro de Economía y Hacienda con Felipe González, con María Jesús Montero, nuestra actual ministra de Hacienda, es un ejercicio doloroso pero esclarecedor. Basta con comparar entrevistas con uno y otro para darse cuenta de la diferencia abismal entre ambos.

¿Por qué hemos sustituido a Boyer por Montero? Por tres motivos. Uno, porque por primera vez en siglos los españoles más capaces tienen salidas que van más allá del sector público. En tiempos pretéritos, el servicio público era el camino obvio de promoción social. Hoy, muchos de los mejores españoles prefieren trabajar en alguna de nuestras poderosas multinacionales o, sencillamente, mudarse a Londres, Nueva York o Singapur, donde el talento se aprecia y remunera.

En segundo lugar, por el endémico desprestigio al que se ha sometido a la política y al funcionariado en nuestra nación, en muchas ocasiones, provocado por los propios servidores públicos. Todo lo relacionado con la política levanta sospechas y suspicacias, cuando debería ser todo lo contrario. Conceptualmente, la política es una profesión admirable y noble, motivada por la vocación de servicio, ya que entraña un sacrificio personal denodado, además de tener que lidiar con el difícil equilibro entre las ideas y lo factible. ¿Quién va a meterse en política cuando hay tantos riesgos y genera tanto rechazo entre la ciudadanía?

Finalmente, porque nuestros partidos políticos han creado unas estructuras institucionales donde se premia más la lealtad al jefe y el saber "navegar el sistema" que la capacidad.

Prueba del bajo capital humano de nuestros políticos es el flujo constante de escándalos en lo que se refiere a sus títulos universitarios, desde los inaceptables plagios en tesis doctorales hasta la concesión de grados, maestrías y doctorados sin haber hecho merito alguno para ello. Que los escándalos se sucedan a izquierda y derecha del espectro político es solo una muestra más de que el problema es sistémico. Habla mal de nuestra cultura política que pocos de estos escándalos desemboquen en dimisiones. Es también muestra de la falta de importancia que los españoles conceden a la educación y de poca exigencia moral. Y da igual que nuestros políticos tengan doctorados o no. Es irrelevante. Es más, sospechamos que no es bueno tener un doctorado para ser buen político. Las virtudes del político son distintas a las del académico. La buena política requiere dotes de comunicación, inspiración, liderazgo y sobre todo estar dispuesto, una y otra vez, a sacrificar ideales por el pragmatismo sin perder nunca esa visión ambiciosa de dónde se quiere llegar. Una vez más, la verdadera política es sacrificio.

Pero el nivel de capital humano no es solo un problema de selección de elites. Es también un reflejo del bajo capital humano de España en general. En todos los índices de educación e innovación, España sigue a la cola de los países del entorno. Por ejemplo, en el índice de Pisa de educación científica, España cae detrás de algunos sospechosos habituales como Corea del Sur, China o Japón, pero también de las cinco potencias de habla inglesa (Canadá, Nueva Zelanda, Reino Unido, Australia y EEUU) y de la gran mayoría de nuestros socios europeos: Polonia, Alemania, Bélgica, Suecia, Irlanda, Chequia, Dinamarca, Francia, Portugal, Austria, Noruega y Letonia. Una población mal educada en lo técnico y científico no solo no produce grandes científicos, sino que además impide que España se mantenga cerca de la frontera de eficiencia económica. Esto es más importante de lo que muchos suponen. Estaría fenomenal que, aparte de Copas de Europa y torneos de tenis, España también ganase premios Nobeles y medallas Fields en matemáticas, pero no es lo importante. Lo fundamental es que nuestros jóvenes tengan las habilidades y conocimientos para aplicar nuevas tecnologías de forma productiva y permitir a nuestras compañías competir. Todo eso se traduciría en una economía más sana, sin esa ciclicidad enorme que sufrimos una y otra vez, y un empleo más estable.

Frente a este panorama político, nos encontramos con una sociedad cada vez más fraccionada en dos partes. Un área metropolitana de Madrid (y en menor medida, la costa mediterránea, el País Vasco y Navarra) dinámica, con empresas que han demostrado una capacidad exportadora inusitada, con profesionales del máximo nivel, que por primera vez en nuestra historia habla inglés con soltura. Y frente a esta España dinámica, una España que se queda atrás, vaciada dicen algunos, confundiendo el síntoma con la enfermedad, en decadencia económica y colapso demográfico, desconectada de la economía mundial, engarzada en localismos cada vez más absurdos y cuya única ilusión es conseguir una de esas 7.757 plazas en Correos recientemente anunciadas. Asturias quizás sea el caso más triste: una región en una situación crítica y que ha decidido malgastar una legislatura entera en un esperpento lingüístico cripto-nacionalista. Pero muchas otras provincias están en similar situación. Caminar por el centro de muchas ciudades del interior y descubrir un local vacío detrás de otro es desolador.

Por eso vemos en Brasil el futuro de España. Un Brasil quizás menos extremo, pero con la misma dualidad estructural. Pocos países hay tan paradójicos como Brasil, el tercer productor de aviones civiles del mundo (Embraer) y con una población enorme en precariedad laboral absoluta. Brasil, el país que produce unos magníficos científicos (en toda universidad americana de élite uno escucha portugués brasileño en las salas de profesores con una frecuencia sorprendente), pero que ofrece una educación mínima a muchísimos de sus habitantes. Brasil, el país del centro de negocios de Sao Paulo, pero también el de la favela de Rocinha en Río. Brasil, el país del bloqueo político y de la corrupción generalizada, el de Lula y el de Bolsonaro.

Es este, sin embargo, un futuro que hay que evitar para España. Entre 2010 y 2014 argumentábamos que España tenía que elegir entre ser Venezuela y Dinamarca. Por fortuna, esta elección ya no es relevante: los votantes españoles han dejado claro que la opción venezolana no les resultaba atractiva y el asalto a los cielos se quedó en el trote a Galapagar. Ahora la elección es Brasil o Dinamarca.

Pero, en vez de enumerar una vez más las reformas que nos llevarían a Copenhague, esfuerzo ya estéril por su repetición, quizás sea este el momento de entender en más detalle la economía política del estancamiento español. ¿Por qué estamos cómo estamos? Aspiramos, en los artículos que planeamos escribir en esta tribuna durante los próximos meses, a esbozar argumentos que llevamos muchos años discutiendo entre nosotros y que quizás merezca la pena compartir en público. Esperamos que este ejercicio dialéctico nos ayude a todos a encarar mejor preparados el futuro. Sin entender por qué estamos bloqueados será difícil trazar un camino de progreso.

Gracias a Europa no hemos vuelto a la España de los 50. Esperemos que tampoco seamos el Brasil de 2050.

Esta semana se han cumplido diez años de la publicación de nuestro artículo 'No queremos volver a la España de los 50', que generó un impacto en el debate público que ni nosotros mismos preveíamos. La situación económica de España era crítica y la absurda postura negociadora del Gobierno de Rajoy, coqueteando abiertamente con la salida del euro (como años después confirmó Luis de Guindos en sus memorias), amenazaba los muchos logros acometidos por España desde 1977. Volver a la España de los 50, cerrada, aislada y pobre, era un riesgo patente.

Jesús Fernández-Villaverde es catedrático de Economía de la University of Pennsylvania. Tano Santos es profesor de Finance en la Graduate School of Business, Columbia University.

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