El futuro de la alianza entre EE UU y Japón

Muchos analistas perciben hoy en Japón cierto malestar a propósito de su alianza con Estados Unidos. En parte tiene que ver con las armas nucleares de Corea del Norte y la preocupación de que Estados Unidos no represente suficientemente los intereses de Japón (como ocurrió, por ejemplo, con la responsabilidad por los ciudadanos japoneses secuestrados por Corea hace años). Otras cuestiones están relacionadas con los marines estadounidenses estacionados en Okinawa y el reparto de los costes de trasladar a algunos de ellos a Guam. La lista es larga, pero consiste en lo que podríamos llamar asuntos cotidianos y "domésticos": muchos matrimonios se pelean por ellos sin llegar al divorcio.

Sin embargo, existe otra preocupación mayor, relacionada con el miedo de Japón a quedar marginado a medida que Estados Unidos se vuelve hacia una China en ascenso. Por ejemplo, algunos japoneses se quejan de que China recibe más atención que Japón en la campaña electoral estadounidense. Esa inquietud no es extraña: las respectivas capacidades de defensa de EE UU y Japón no son equivalentes, y eso forzosamente tiene que provocar agitación en la parte más dependiente.

A lo largo de los años, se han sugerido varias formas de hacer que la alianza sea más simétrica, entre ellas que Japón se "normalice" como país y adquiera toda la panoplia de potencial militar, incluidas armas nucleares. Pero tales medidas suscitarían más problemas de los que resolverían. Aunque Japón las pusiera en práctica, ello no supondría equipararlo a Estados Unidos ni eliminar la asimetría. Hay que tener en cuenta que, durante la guerra fría, los aliados europeos de EE UU tenían inquietudes similares por su dependencia y la posibilidad de abandono, a pesar de su propia capacidad militar.

Las verdaderas garantías de que Estados Unidos está decidido a defender Japón son la presencia de tropas y bases norteamericanas y la cooperación en cuestiones -como la defensa antimisiles balísticos- relacionadas con la protección de los estadounidenses y los japoneses. Además, hay dos buenas respuestas a la pregunta de si Estados Unidos abandonaría a Japón por China: los valores y la amenaza.

Tanto Japón como Estados Unidos, a diferencia de China, son democracias, y comparten muchos valores. Para ambos es un problema la ascensión de China, y están muy interesados en asegurarse de que no se convierta en una amenaza. Estados Unidos cree que una relación triangular Japón-China-EE UU es la base de la estabilidad en el Extremo Oriente, y desea que haya buenas relaciones entre los tres lados de esa relación. Pero el triángulo no es equilátero, porque EE UU está aliado con Japón, y China no tiene por qué convertirse en una amenaza para ninguno de los dos países mientras mantengan esa alianza.

Por otro lado, no conviene exagerar el poder de China. Un sondeo reciente indica que un tercio de los estadounidenses cree que China "pronto dominará el mundo" y el 54% considera que su ascensión es una "amenaza para la paz mundial". Es verdad que, según los tipos de cambio oficiales, China es la cuarta economía del mundo, y crece a un ritmo del 10% anual. Pero su renta per cápita no es más que el 4% de la de Estados Unidos. Si los dos países continúan creciendo al ritmo actual, la economía china podría superar a la estadounidense de aquí a 30 años, pero la renta per cápita norteamericana seguirá siendo cuatro veces mayor. Además, China está muy atrasada en poder militar y carece de los recursos de poder blando de Estados Unidos, como son Hollywood y las mejores universidades del mundo.

También sigue siendo incierta la evolución interna de China. Desde 1990, 400 millones de personas han salido de la pobreza, pero todavía hay otros 400 millones que viven con menos de dos dólares al día. Además de enormes desigualdades, China tiene una mano de obra migratoria de 140 millones de personas, una grave contaminación y una corrupción muy extendida. Aunque hoy hay más chinos con libertad que nunca, China no es un país libre, ni mucho menos. El peligro es que los dirigentes del PCCh, para tratar de contrarrestar la erosión del comunismo, quieran utilizar el nacionalismo como instrumento de cohesión ideológica, porque eso podría desembocar en una política exterior inestable, que incluyese, por ejemplo, un conflicto a propósito de Taiwán.

Ante tal incertidumbre, una estrategia prudente es la que combine el realismo con el liberalismo. Al fortalecer su alianza, Estados Unidos y Japón pueden reforzarse contra las inseguridades y, al mismo tiempo, ofrecer a China la integración en las instituciones internacionales como accionista responsable. El mayor riesgo es que el miedo creciente a la enemistad entre los tres países acabe convirtiéndose en una profecía autocumplida. En ese sentido, la alianza Estados Unidos-Japón se basa en unos intereses comunes muy arraigados.

No obstante, existe una nueva dimensión que afecta a la alianza y a la relación con China. Este año, China ha superado a Estados Unidos como máximo emisor mundial de gases de efecto invernadero. China alega, con razón, que todavía está por detrás de Estados Unidos y Japón en emisiones per cápita, pero eso no disminuye los costes que supone para el mundo. Un programa de cooperación que ayude a China a quemar su carbón de forma más limpia beneficiará a los tres países.

En general, las amenazas transnacionales, como el cambio climático y las pandemias, pueden causar unos daños equivalentes a los de un conflicto militar (en 1918, la gripe mató a más gente de la que murió en la I Guerra Mundial). Para responder a esas amenazas hacen falta cooperación, poder blando e instrumentos no militares, y éste es un ámbito en el que Japón es un aliado mucho más igual e importante. En cualquier caso, la nueva y creciente dimensión de las amenazas transnacionales, añadida a las preocupaciones tradicionales por la seguridad, hace que el futuro de la alianza Japón-Estados Unidos sea más prometedor que nunca.

Joseph S. Nye, ex secretario adjunto de Defensa de EE UU y catedrático en la Universidad de Harvard. © Project Syndicate, 2008. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.