La última gran corriente en la filosofía occidental es la del Mayo del 68: las filosofías de la Diferencia. Los Deleuze, Derrida, Foucault y compañía llevaban a cabo el proyecto de una filosofía que debía desprenderse del mundo de las ideas platónicas, para asumir el mundo sensible como el único real y posible. El mundo sensible es el de las cosas concretas, el de la experiencia, donde habitamos tú, yo, la gente que está en el bar tomándose una caña o tus compañeros de trabajo. La verdad de esta filosofía no es la de la ciencia, basada en leyes generales y universales, sino la verdad del aquí y ahora, de lo que percibimos cuando caminamos por la montaña o de lo que sentimos cuando el olor del mar llega hasta nuestras entrañas. Se trata, en definitiva, de reivindicar las fuerzas sensibles y corporales como elemento central para pensar la pluralidad del mundo que nos rodea.
En este sentido cabe afirmar que, si algún lugar es propicio para una verdadera filosofía de la diferencia, ese es sin lugar a dudas España. No porque haya un buen contexto académico o porque se esté gestando un movimiento intelectual en sus universidades, sino porque nadie está mejor capacitada que la filosofía española para comprender qué significa eso del pluralismo y la sensibilidad. Si se trata de reivindicar la corporalidad sensible frente a una razón universal y omniabarcante, nadie mejor que el pensamiento español para saber situarse entre el sentimiento y la razón.
Tal y como se dice en Magical Girl, la película de Carlos Vermut: “España es un país en eterno conflicto porque no tenemos claro si somos un país racional o emocional”. El pensamiento español siempre ha estado en la lucha entre una razón lógica proveniente de Europa y la sensibilidad corporal inherente a su cultura latina y árabe. Lo que le llevó a adoptar dos actitudes bien distintas en el arte y el pensamiento: por un lado, el artista español, orgulloso y vanidoso, sin miedo a reivindicar su talento y gracia por el resto del mundo; por otro, el pensador español, siempre adoptando un papel secundario ante los grandes sistemas alemanes o la racionalidad francesa.
Pues bien, frente a lo que hubiese querido Platón, cada vez se hace más imposible echar a los poetas de la ciudad. Porque cada vez más el pensamiento se está dando cuenta de que no puede prescindir del cuerpo, de lo sensible y de lo pasional. Lo que más nos violenta y nos obliga a pensar no son los problemas universales, sino aquello que nos desgarra el alma, aquello que toca nuestros sentimientos y los deja tiritando. Necesitamos pensar lo nos marca a cada uno de nosotros en particular: ya no los problemas del Ser Humano en mayúsculas, sino la soledad de Sara, la angustia de Pablo, el desamor de Julia... La pregunta ya no es: ¿Qué es lo que nos hace idéntico al resto de seres humanos? Sino: ¿Qué es precisamente lo que nos diferencia del resto de personas?
Si lo que buscamos comprender es cómo es posible la diferencia, qué mejor territorio para hablar de diferencia y pluralidad que España. Desde mi punto de vista, la filosofía del futuro tiene razones para afincar sus raíces en España. No por una especie de reivindicación nacionalista e identitaria de lo nuestro, sino precisamente por lo contrario, por darnos cuenta de que en España ya siempre hemos estado disgregados, disueltos en las múltiples diferencias culturales y personales. Al pensamiento español nunca le interesaron demasiado los sistemas y los conceptos universales, sino más bien comprender la particularidad y diferencia de aquello que le salía al camino.
Eso que invoca Lorca: “Verde que te quiero verde / verde viento, verdes ramas, / el barco en la mar, / y el caballo en la montaña.”; no es desde luego ninguna idea platónica, es el color que puebla el mundo sensible, lo que llena de vida todo lo que nos rodea. El caballo está ahí y no puede estar en ningún otro lado, en la montaña, rodeado de verdes ramas y verdes vientos. En otras palabras, las cosas aparecen en un lugar concreto, a una hora concreta: el anochecer de las 9 de la tarde, Sevilla con el sol amaneciente de las 7 y media de la mañana; eso es lo que se piensa, no el Tiempo y el Espacio en mayúsculas.
En este sentido, Deleuze se cansa de invocar el tiempo del eterno retorno nietzscheano como el verdadero y único tiempo posible. ¿Qué es lo que retorna eternamente? El instante, el aquí y ahora, todo son instantes irrepetibles y no agrupables en un Tiempo en mayúsculas. La vida es lo que nos sucede ahora, mientras leemos este artículo, cuando tomamos un café con nuestra amiga, o cuando vamos en el autobús escuchando esa canción que tanto nos gusta. Unos cuantos años antes de Deleuze, Machado ya escribía: “Este amor que quiere ser / acaso pronto será; / pero ¿cuándo ha de volver / lo que acaba de pasar? / Hoy dista mucho de ayer. / ¡Ayer es Nunca jamás!”.
Y es que en el pensamiento español nunca ha habido excesiva preocupación por los principios a priori de la razón pura. Claro está, porque la posibilidad trascendental de nuestro pensamiento ya nos la recitaba el cura cada domingo en la Iglesia. Frente a divagaciones grandilocuentes, la expresión gallega: “Se Deus quere”. Expresión nada baladí si la entendemos desde la humildad de una toma de posición que no tiene la pretensión de dominar la naturaleza, sino de asumir la contingencia de todo aquello que no depende de uno mismo. Ese “se Deus quere” apela a la prudencia de no saberse conocedor de todo, a esa necesidad de asumir que hay cosas que se escapan a nuestro control y que, por lo tanto, nuestra preocupación ha de estar por el mundo del más aquí.
¿Por qué ahora sí es el momento de una filosofía española y no lo fue antes?
Es ahora y no antes el momento porque el pensamiento español, por primera vez, comienza a sentirse liberado de los mandatos de un dictador o un Papa. Cada vez más, de forma natural e inevitable, el cristianismo va perdiendo peso en la sociedad, y con ello la filosofía española puede sentir cada vez más la liberación de la responsabilidad y la culpa cristiana. Porque, si bien el arte puede no prescindir de Dios para alcanzar su máximo potencial, el pensamiento sí necesita cierto desprendimiento de la carga teológica.
Junto con esto, el contexto histórico en el que vivimos marca la necesidad de un pensamiento de la diferencia, de la pluralidad y de lo múltiple. La apelación a las vivencias corporales constituye ya un eje fundamental en el pensamiento tanto del mundo como de nosotros mismos. A pesar de lo que ciertas corrientes arcaicas pretendan reivindicar, no es posible volver al mundo de las ideas platónicas, donde todo es fijo, inmutable, eterno… La necesidad de un pensamiento de la diferencia no se puede ilustrar de mejor manera que observando el auge de corrientes que se oponen a éste de manera radical: el alzamiento del neofascismo en política (reivindicando políticas identitarias propias de hace un siglo), la “exigencia” de volver a un marxismo clásico que deje de lado las famosas políticas de la diversidad, etc.
En definitiva, si hacemos una mezcla de ambos ingredientes sale como resultado la apuesta por la filosofía española como la próxima intelectualidad referencia en occidente. Un pensamiento alegre que tiene en cuenta la sensibilidad corporal como elemento fundamental en sus teorías, y que no pretende echar a los poetas fuera de la ciudad. Una filosofía española cuyo carácter no podrá ser nunca fijado en una unidad, y que está conformada por muchas partes diferentes e irreductibles: el filósofo gallego, la filósofa madrileña, la catalana, el vasco, la andaluza…
Una filosofía que acepta encerrarse en una biblioteca, sí, pero solo a condición de tomar el sol antes de entrar y de tomar una caña al salir. Porque no es contradictorio la buena vida con un pensamiento prolífico y potente, si es que acaso no han de ser de una vez por todas inseparables. El ideal del filósofo ya no puede ser más el del asceta; yo, tal y como escribe Machado: “quiero cantar, reír y echar al viento / las sabias amarguras / y los graves consejos, y quiero, sobre todo, emborracharme, / ya lo sabéis… ¡Grotesco! / Pura fe en el morir, pobre alegría / y macabro danzar antes de tiempo.”
Alejandro Romero