El futuro de la Monarquía

Desde la llegada de la democracia y la aprobación de la Constitución en 1978, España está en el club de las monarquías parlamentarias como forma política de Estado. Un conjunto de países que tienen sus rentas per capita entre las más altas del mundo, sus sociedades entre las más desarrolladas y sus libertades entre las más reconocidas. La lista es ciertamente corta pero muy significativa: Reino Unido, Dinamarca, Suecia, Noruega, Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, Japón, Australia, Canadá o Nueva Zelanda.

Es que no corren buenos tiempos para la Casa del Rey española. Pero creo que concita un mayoritario consenso público la opinión de que la renovada monarquía de los Borbones ha sido uno de los instrumentos estabilizadores para que nuestra nación pudiera experimentar un notable crecimiento econónomico, una gran transformación social, un sostenido auge cultural, un profundo cambio en la salvaguarda de los derechos civiles y un progresivo prestigio internacional. Sería muy poco ajustado a la verdad decir que la Monarquía parlamentaria ha sido la principal protagonista de estos significados cambios, puesto que ese honor le cabe en justicia a la sociedad española. Pero sería igualmente injusto no reconocer su decisiva participación para conformar una sociedad democrática bien distinta a la de los tiempos anteriores y posteriores a nuestra contienda incivil.

No hace falta esperar a mis futuros colegas historiadores para afirmar que al frente de la Monarquía española la tarea del rey emérito, Juan Carlos I, ha tenido un manifiesto claroscuro. Bastante claridad en cuanto a su tarea política en la llegada y consolidación de la democracia, pero hoy sabemos también que parece estar presuntamente jalonada por fundadas sospechas de falta de virtudes en su comportamiento ético personal y como mandatario regio. Los historiadores serán quienes, con el paso de los años, acaben ponderando el debe y el haber del anterior rey. Sin embargo, no creo arriesgado afirmar que por desgracia hay suficientes indicios de que ha podido marrar en algo que resulta fundamental para cualquier jefe de Estado: ser un paradigma de buen comportamiento público como condición absolutamente esencial para ser el primer funcionario del país que precisamente encarna la representación de todos los españoles y la unidad territorial de la nación.

En cambio, las actitudes mostradas por Felipe VI representan las virtudes esenciales que se exigen a todo jefe de Estado en una democracia representativa. Entre ellas la austeridad, la ejemplaridad y el sentido del deber en el desempeño del cargo. Ejemplaridad porque a estas alturas de su vida y de su reinado no se le conoce nada que se le pueda reprochar moralmente en sus esferas privada y pública por parte de los españoles. Austeridad en sus actividades y cuentas claras en sus presupuestos, siendo la española una de las casas del rey y presidencias de república más sobrias de Europa. De ahí su pronta, tajante y acertada decisión de desmarcarse rotundamente de las presuntas actuaciones ilícitas de su padre. Y, por último, un sólido sentido del deber y una dedicación absoluta al bien común de los españoles, mostrando ser el primer servidor público del país y conservando una exquisita neutralidad institucional en el abigarrado juego de la política partidaria, cumpliendo a pies juntillas con el mandato constitucional de arbitraje y mediación (auctoritas sin potestas), que ha sido más importante en el juego político de lo que pudiera parecer a primera vista.

Los españoles de hoy no somos responsables de las cosas que hicieron nuestros pretéritos. Somos por supuesto legatarios y gestores del pasado, pero no autores responsables del mismo. Por eso, me parece muy poco riguroso y consecuente que no se distinga entre el impecable comportamiento del actual monarca y los errores o faltas de ejemplaridad de su antecesor, poniendo encima de la mesa política una falsa crisis de la Monarquía parlamentaria en unos momentos en los que el país necesita sosiego y unidad para entre todos sacarlo hacia adelante con la inestimable ayuda de Europa. Y me parece igualmente insostenible que no se distinga entre el comportamiento de una persona y la validez política de una institución, como si cuando hay un presidente de república corrupto (como los ha habido) hubiera que suprimir la república como legitima forma de Estado.

Los historiadores sabemos que todo mandatario regio debe ser ponderado por la herencia histórica que administra, por las circunstancias de la época que le toca reinar y por sus propias acciones. Creo no errar demasiado si digo que podemos acariciar fundadas esperanzas en el comportamiento de una Casa del Rey que demuestra ser capaz de superar con decisión las malas herencias, que está sabiendo gestionar durísimas coyunturas, y que acompaña y estimula a los españoles hacia el camino de la concordia y del progreso. Hasta la fecha, Felipe VI demuestra ser un rey modélico que se gana cada día el honor de seguir teniendo la confianza de los ciudadanos en su reinado. En suma, más allá de legítimas polémicas doctrinales, el realismo político y el virtuoso comportamiento del actual Monarca dictaminan que la representación del Estado está en buenas manos y que nuestra Monarquía parlamentaria goza de buena salud.

Roberto Fernández es catedrático de Historia Moderna en la Universitat de Lleida.

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