El futuro de la Monarquía

En el caso de que hubiera estado vigente una Ley Orgánica de desarrollo del Título II de la Constitución, «la Ley del Rey», como la denomina nuestro Director, es probable que el futuro de la Monarquía en España estuviera ahora mucho más despejado.

En efecto, esa ley podría haber evitado los últimos episodios reales, el del caso Nóos y el de la cacería de elefantes, que han escandalizado tanto a los españoles en las últimas semanas, y cuyas secuelas todavía no han acabado. De ahí que esa ley sea completamente necesaria y urgente en nuestro país, por varias razones. En primer lugar, porque la regulación que la Constitución incluye en el Título II -es decir, una decena de artículos- es bien parca y escueta, a diferencia de lo que ocurría en nuestras anteriores Constituciones monárquicas y de lo que ocurre en las de otros países europeos. En segundo lugar, porque al exigirse un procedimiento muy complicado, según el artículo 168, para poder modificar cualquier aspecto del Título II no hay más remedio que acudir a su complemente con una Ley Orgánica a fin de rellenar sus evidentes lagunas. Y, en tercer lugar, porque así lo establece el artículo 57.5 de la Constitución, el cual se puede entender que hace referencia a dos posibles leyes orgánicas: una Ley general, que podría incluir todos los supuestos que luego veremos, y una Ley especial para cada uno de los casos que se pueden plantear en el terreno de la sucesión a la Corona. Bien entendido que si se aprobase la Ley general que contemplase todos los supuestos posibles, ya no serían necesarias las leyes concretas para cada caso, según se puede entender del artículo citado.

Ciertamente, se ha podido afirmar que en Gran Bretaña, que es la madre de todas las Monarquías parlamentarias, no hace falta una ley escrita como la que he señalado. Por supuesto, pero es que España no es el Reino Unido, que se mueve por unos postulados tradicionales mucho más sólidos que los españoles. Allí se circula por la izquierda y aquí por la derecha. Allí, los jueces llevan pelucas, mientras que aquí solo portan togas, y, muchas veces, manchadas por el polvo del camino. Por lo demás, la regulación del Título II de nuestra Constitución sitúa a la Corona, como veremos, en una tercera etapa de la evolución histórica de la Monarquía.

En la primera, ya a partir de la Edad Moderna, en Europa se asienta la Monarquía absoluta, que es una forma de Estado en el sentido de que el Rey posee todos los poderes y el Estado se identifica con él. Valdría aquí la famosa frase que se atribuye a Luis XIV de Francia: «El Estado soy yo». Una segunda etapa en la evolución monárquica es la que nace con la Monarquía constitucional o limitada, que se convierte entonces en una forma de Gobierno. Esto es, el Rey comparte su poder ejecutivo con un Gobierno naciente y el legislativo con el Parlamento. Y, por último, nos encontramos con la Monarquía parlamentaria, que es una forma de la Jefatura del Estado. En otras palabras, el Rey está al margen de los tres poderes del Estado, puesto que no posee más que unas funciones simbólicas o moderadoras.

Por tanto, es necesario prever todos los aspectos que pueden adoptar las funciones que atribuye la Constitución a la Corona, porque van dirigidas a mostrar la ejemplaridad de esta institución, de acuerdo con la ética y las costumbres del momento actual. De este modo, podemos establecer siete cuestiones que debería regular la Ley Orgánica citada. En primer lugar, ésta debería ocuparse de la transparencia de la Corona, que se proyecta principalmente sobre dos cuestiones. Por una parte, debe haber una claridad absoluta en lo que se refiere a lo que se denomina en otras Monarquías como la Lista civil, es decir, lo referente al presupuesto detallado que atribuyen los presupuestos generales al Rey, como reconoce, por ejemplo el artículo 89 de la actual Constitución belga de 1994. Y, por otra parte, esta transparencia debe afectar igualmente a la vida privada del Soberano. Ahora bien, con esto no pretendo afirmar que el Rey no tenga derecho a una vida privada, sino que, por las necesidades de su cargo, la vida privada se encuentra muy condicionada por la necesidad de no perjudicar a la dignidad de la Corona. Todo exceso en la vida privada del Rey tiene inmediata repercusión en el propio Estado, y de ahí la cautela que debe tener el Rey en este terreno.

En segundo lugar, la Ley Orgánica debe establecer también la necesidad de que el presidente del Gobierno autorice -o sea comunicado previamente- los viajes privados del Rey, a los que evidentemente tiene derecho. Pero no puede ocurrir, como ha sucedido en algunas ocasiones, que nadie sepa dónde se encuentra el Monarca. Requisito que es exigido, en el caso del Rey de Suecia, por el artículo 1º de la Constitución de ese país.

En tercer término, deben regularse con cierto detalle las funciones que debe ejercer el Príncipe heredero. Por ejemplo, cuándo debe suplir al Rey, por enfermedad de éste o por su viaje al extranjero, aunque no en el caso de que se le inhabilite, que es una cuestión diferente. De este modo, debe quedar claro que el Príncipe heredero debería estar acompañado en sus actos oficiales por un ministro o secretario de Estado, que actúe como refrendante de sus actos, al igual que ocurre con su padre. Por consiguiente, sería necesario reconocer tanto un refrendo expreso como uno tácito. En este sentido, se puede consultar lo que dice el artículo 3º de la Constitución sueca, la cual llega incluso a reconocer en su artículo 5º que «si durante seis meses sin interrupción, el Rey ha estado impedido de ejercer sus funciones o no las ha desempeñado, el Gobierno lo pondrá en conocimiento del Parlamento, el cual resolverá si procede considerar que el Rey ha abdicado».

En cuarto lugar, también se deberían contemplar las consecuencias que podría comportar la petición del divorcio por parte del Rey o de la Reina, puesto que no sería bien visto la existencia de un Rey o Reina divorciados, que podría alterar el orden sucesorio en que se basa la Monarquía. Es más, el Rey o la Reina consortes cumplen unas funciones constitucionales que se verían también aludidas en este supuesto.

En quinto lugar, debería también regularse la diferencia entre la Familia Real y la Familia del Rey, puesto que no es lo mismo. En tal aspecto debería quedar claro quiénes son los miembros que componen la Familia Real, así como las incompatilbidades que son necesarias si pensamos que en la Lista civil se debe asignar una cantidad presupuestaria a cada miembro de la Familia Real. También, en este apartado, habría que establecer una regulación sobre los regalos que pueden admitir.

En sexto lugar, el supuesto de la abdicación del Rey, es necesario regularlo con mayor detalle del que establece la Constitución en su artículo 57.5. De todos modos, se pueden señalar algunos aspectos que se deducen del articulado de la Constitución. En el caso de la abdicación, sería necesaria, de no existir la Ley general, una Ley especial que no podría ser tramitada como una Ley Orgánica normal. Esto es, resulta impensable que tuviese que pasar por todos los trámites parlamentarios de Comisión, enmiendas, etcétera. De acuerdo con lo que establece el artículo 74.1 de la Constitución, debería bastar para aceptar la abdicación del Rey la mayoría absoluta de las Cortes, reunidos el Congreso de los Diputados y el Senado en sesión conjunta. Todas las Constituciones españolas, empezando por la de Cádiz, siempre han exigido una ley especial de las Cortes para aceptar la abdicación. Sea lo que fuere, es mucho más lógico que todos los detalles para aceptar la abdicación del Rey se regulasen en la Ley Orgánica general que estamos explicando, en lugar de esperar a una Ley especial.

Por último, en séptimo lugar, también se debería incluir en este marco legal la situación de los miembros que trabajan en la Casa Real, estableciendo sus incompatibilidades y los requisitos que garanticen su discreción.

Finalmente, creo que no es necesario hacer hincapié en que todo lo que he expuesto debe ir acompañado de la reforma de la Constitución, sin la cual no es posible que exista la igualdad del hombre y de la mujer en lo que se refiere a la sucesión de la Corona. Pero de eso ya nos hemos ocupado numerosas veces en este periódico.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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