El futuro de la política tecnológica

La tecnología y las megaempresas tecnológicas generan cada vez más controversia. Crece la inquietud por el acceso de terceros a datos de usuarios de Facebook y su manipulación; ya antes de eso, había un encendido debate sobre la legitimidad de que los gobiernos puedan desbloquear dispositivos pertenecientes a sospechosos de terrorismo u otros delitos. Más en general, los cambios al empleo derivados de la tecnología son fuente de preocupación constante.

Por todo esto, la política tecnológica está en el centro de la escena, como predije hace exactamente un año. El presidente y director ejecutivo de Facebook, Mark Zuckerberg, admitió en su reciente testimonio ante el Congreso de los Estados Unidos que se necesita alguna regulación de la industria, y que este momento es una ocasión para introducir nuevas políticas para el sector. La formulación de esas políticas (mediante legislación, regulación, acuerdos internacionales o medidas de comercio internacional y tributación) debe apuntar a limitar los defectos de la tecnología sin asfixiar la innovación. Para eso hay que tener presentes cinco aspectos relacionados.

El primero es la privacidad. El 25 de mayo entrará en vigor la abarcadora nueva Regulación General de Protección de Datos (GDPR) de la Unión Europea, pero no dará protección a los usuarios no europeos. En el caso de Facebook, eso significa 1500 millones de usuarios; casi todos ellos aceptaron las condiciones de servicio de la empresa sin leerlas.

Hay propuestas para que las empresas tecnológicas deban obtener autorización explícita (“opt‑in”) de los usuarios antes de reunir sus datos, y para que los usuarios puedan recuperar o eliminar esos datos con facilidad. Pero hay que ver cómo responderían a esas reglas los clientes y las empresas, incluidas nuevas ingresantes. Para reunir más datos, tal vez las empresas ofrezcan a los usuarios otros incentivos, además de los servicios presuntamente gratuitos que ya proveen, y eso desacelerará o no el ritmo con que pueden mejorar los servicios o introducir funciones nuevas.

La segunda cuestión es el poder de mercado. En los albores de Internet, la industria tecnológica, todavía en su infancia, pidió una política regulatoria e impositiva laxa para el sector. Pero ahora las cuatro empresas estadounidenses más grandes por valor de mercado (Apple, Google, Microsoft y Amazon) son todas ellas tecnológicas (al momento de escribir estas líneas, Berkshire Hathaway le quitó el quinto puesto a Facebook). El diseño de políticas razonables en este frente demandará en primer lugar definir el mercado, y luego decidir qué nivel de concentración, y por cuánto tiempo, constituye una amenaza a la competencia.

El sector tecnológico parece estar siguiendo un modelo clásico de destrucción creativa de Schumpeter, en el que sucesivas oleadas de ascenso monopólico generan fenómenos de desplazamiento: los teléfonos móviles reemplazaron a las líneas fijas; el correo electrónico, al correo postal; ahora las redes sociales y los mensajes de texto están ocupando el lugar de las llamadas telefónicas.

En la actualidad, Apple y Google tienen un duopolio de los sistemas operativos para teléfonos inteligentes, pero compiten vigorosamente para mejorar sus funciones y lanzar nuevos productos. En tanto, las tiendas de aplicaciones de iOS y Android se han convertido a la vez en punto de entrada para muchas empresas pequeñas y en barrera contra el ingreso de nuevos proveedores de teléfonos inteligentes. Asimismo, Facebook y Google dominan el mercado de la publicidad digital, pero sus ganancias les permiten ofrecer servicios de correo electrónico y redes sociales aparentemente gratuitos que benefician a los consumidores.

Mientras tanto, el gobierno de Estados Unidos está tratando de impedir la fusión de dos gigantes de las telecomunicaciones, AT&T y Time Warner, esta última, dueña de un estudio de cine, canales de televisión por cable y publicaciones impresas. Los reguladores temen que la fusión lleve a un aumento de precios, pero AT&T sostiene que enfrenta competencia directa de gigantes tecnológicos como Netflix y Amazon, que transmiten películas y programación original por Internet. (Amazon también domina en venta electrónica minorista e infraestructura de centros de datos.) De modo que lo que está en cuestión es si la competencia actual entre estas megaempresas sirve de contrapeso a su poder de mercado.

El tercer aspecto tiene que ver con el control de la información. La conveniencia de los teléfonos inteligentes y de las redes sociales, sumada a su carácter adictivo, llevó a que muchas personas sólo lean noticias en plataformas virtuales como Facebook. Pero el modelo de publicidad microdirigida que usan Google y Facebook alteró la generación tradicional de ingresos de diarios y revistas, así como la cobertura de la actividad de los gobiernos subnacionales.

Peor aún, los algoritmos de las redes sociales tienden a amplificar las exageraciones en detrimento de fuentes más creíbles; pero todo intento de eliminar lo que algunos consideren exagerado suscitaría temores de censura. Los conservadores, en particular, temen que la definición de lo que constituye un debate aceptable quede en manos de empresas de Silicon Valley con ideas progresistas.

El cuarto tema es la concentración de la riqueza. Los fundadores de las megatecnológicas actuales ya están entre las personas más ricas del mundo; Jeff Bezos, de Amazon, encabeza la lista. Pero sus crecientes fortunas contrastan marcadamente con décadas de lento crecimiento de los salarios, lo cual es fuente de malestar político.

Sin embargo, la destrucción creativa de la era digital también enriqueció a muchos trabajadores e inversores en el sector tecnológico, reduciendo al mismo tiempo las fortunas de aquellos a los que desplazaron. Destruyó y creó a la vez empleos bien remunerados. Y sobre todo, produjo bienes y servicios que nos benefician prácticamente a todos.

Las políticas que busquen resolver estas inquietudes distributivas no deben suprimir el espíritu emprendedor ni desalentar el trabajo, el ahorro y la inversión, especialmente para los nuevos ingresantes al mercado. Por ejemplo, un impuesto a las plusvalías financieras, cualquiera sea su intención distributiva, equivale a gravar el hecho de volverse rico; pero el motor de la prosperidad general es incentivar a las personas a mejorar su fortuna.

El último tema tiene que ver con la seguridad nacional y los intereses económicos nacionales. Este mes, varias empresas tecnológicas, entre ellas Microsoft y Facebook, declararon que no ayudarán a ningún gobierno a ejecutar operaciones ciberbélicas ofensivas, y que defenderán incondicionalmente a cualquier país o persona que sea blanco de ciberataque. ¿Incluiría eso ciberataques contra Corea del Norte o Irán con el objetivo de impedir un incidente nuclear?

En relación con los intereses económicos, todos los gobiernos intentan sostener sus industrias nacionales mediante regulación, subsidios o barreras comerciales. Pero lo que hace China, acusada de robo de propiedad intelectual y transferencia forzada de tecnología, es totalmente diferente.

Hace poco, ante la política china de ampliación de capacidades ciberbélicas e inversión en infraestructuras de telecomunicaciones esenciales, el gobierno de Estados Unidos decidió prohibir la venta de componentes estadounidenses a la megaempresa china de telecomunicaciones ZTE. En respuesta, China está poniendo trabas a la compra de la empresa holandesa de semiconductores NXP por parte del fabricante estadounidense de chips Qualcomm.

Todos estos temas definirán el futuro de la política tecnológica, y con él, el de las futuras innovaciones y sus beneficios para la sociedad.

Michael J. Boskin is Professor of Economics at Stanford University and Senior Fellow at the Hoover Institution. He was Chairman of George H. W. Bush’s Council of Economic Advisers from 1989 to 1993, and headed the so-called Boskin Commission, a congressional advisory body that highlighted errors in official US inflation estimates. Traducción: Esteban Flamini.

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