El futuro de la prensa

El texto que reproducimos es un extracto de la conferencia que el director de 'The Wall Street Journal' pronunció el pasado miércoles 4 de noviembre en la sede de EL MUNDO dentro del seminario 'El periodismo del Siglo XXI'.

Se diría que nosotros, los tipos de los medios de comunicación de toda la vida, estamos predestinados a retirarnos sumisamente a las praderas para dejar paso a una nueva generación de intrusos internautas cuyas capacidades digitales son más importantes que la integridad periodística y cuyo desprecio del periodismo tradicional sólo corre parejo con su obsesión por aprovecharse de nuestros contenidos. Sin embargo, es verdad que hemos contribuido colectivamente tanto a nuestra desaparición como a dar la impresión de que ya la tumba aguarda a todo aquel que lleve el cartel de periodista.

En los Estados Unidos, la apoteosis del periodista se produjo cuando Robert Redford fue elegido para el papel de Bob Woodward en Todos los hombres del presidente. Conocí de pasada al señor Woodward y, si bien no cabe duda de que es mejor parecido que yo, es un tipo bastante pesaroso, incluso lúgubre, que tiene más bien maneras del típico malo de Hollywood. No es Robert Redford. Ahora bien, después de la deificación llega la cuesta abajo, así que, si a un actor o a una actriz se les pidiera ahora que interpretaran a un periodista contemporáneo, ¿quiénes serían ese actor o esa actriz? Algún tipo disoluto, desaliñado, desilusionado...

La verdad pura y dura es que las escuelas de Periodismo de los Estados Unidos acogen a un número excesivamente elevado de profesores que han sido cómplices ellos mismos de la decadencia del periodismo norteamericano. Sin duda, a los estudiantes más listos no se les pasará por alto. Muchos de esos individuos servirían mucho mejor a la sociedad si se apuntaran a una ONG. En consecuencia, no deberíamos volver nuestros ojos hacia las escuelas de Periodismo para averiguar qué nos deparará el futuro. Su profesorado tiene una idea enormemente vaga de la realidad y tiende a pensar en términos de periodismo subvencionado. Es la era de los avales. Si los bancos y los fabricantes de automóviles están en la actualidad prácticamente en manos del Gobierno de los Estados Unidos, ¿por qué no ampliar ese mismo principio al periodismo, en el que algunos de sus ejercientes son ya prácticamente un brazo del Ejecutivo, dada la cariñosa cobertura informativa que le prestan?

Los periodistas deberían ser rebeldes y combativos, no perritos falderos con ordenadores portátiles ni militantes sumisos de un movimiento político. Entre todas las posibles debilidades de la psique periodística no se ha prestado la suficiente atención a la seducción del reconocimiento social, a la sensibilidad hacia los salones que halaga los egos y embota el juicio. Éstos serían auténticos temas de debate incluso aunque no nos enfrentáramos al reto de la era digital, y sin embargo constituyen avisos incómodos en un momento en el que algunos de los más veteranos periodistas de los Estados Unidos creen que merecen que el Gobierno los financie, como las exposiciones embalsamadas del Museo de Historia Natural. La teoría de que la independencia puede garantizarse con ayuda del Gobierno puede calificarse, siendo educados, de estrafalaria. Lo que estaríamos creando sería una nueva clase de concubinas satisfechas; gacetilleros mantenidos que dependerían de limosnas para su existencia.

Por lo general, hasta en el Museo de Historia Natural de Nueva York hay que pagar entrada para ver lo que se expone y, aun así, todavía andamos enredados en la discusión de si es correcto cobrar a los lectores por todos nuestros contenidos on line o por una parte de ellos. Durante una temporada, parecía que lo guay era aceptar que todos los contenidos debían ser gratuitos; sin embargo, en esta postura había un fallo garrafal. Beneficiaba a los que distribuían contenidos, pero no a los que producían esos contenidos; por un lado, los creadores y, por otro, los que repetían el eco. Es interesante el grado de vehemencia que ha alcanzado el debate en los últimos meses. No cabe duda de que la prueba de Rupert Murdoch de cobrar por leer The Wall Street Journal en la Red fue una forma de lanzar un debate sobre el valor de los contenidos y de suscitar a continuación un segundo debate sobre la mejor forma de reflejar ese valor. La tercera fase consiste en introducir un mecanismo de cobro que resulte tan fácil de entender por los usuarios como remunerador para los que crean los contenidos. Murdoch tenía claro que había demasiadas instituciones que se resignaban a una decadencia aparentemente inevitable y que no se había procedido a un análisis coherente de las motivaciones de quienes habían levantado su negocio sobre los contenidos de otros.

El debate ha evolucionado en gran medida tal y como cualquiera se habría imaginado. Los viejos de Silicon Valley consideran el mero planteamiento del problema como una afrenta y nos acusan de negar lo digital. Sin que yo pretenda señalar a Google y a otros, suelo gastar la broma de que son como tenias tecnológicas, que se alimentan de los esfuerzos de los demás. Pero hoy no quiero atizarles por acaparar el mercado de contenidos -ya van bien servidos- sino por su actitud hacia la publicidad y los anunciantes. Una de las cantinelas que se oye repetir a los googleros es que las agencias tradicionales de publicidad deberían unirse a ellos a la hora de atraer grandes clientes, combinando lo mejor de la creatividad de la agencia con el buen hacer de Google en el apartado técnico. Hay un personaje muy destacado de una importante agencia que explica que aceptaron lo que propusieron los googleros y que hicieron una oferta conjunta a un cliente muy conocido. Bien, pues hete aquí que, según este mismo directivo, poco después los googleros se pusieron por su cuenta en contacto con ese cliente y se saltaron a la agencia.

Cualquiera puede suponer lo esencial de lo que le dijeron: «Ustedes ya no necesitan a esos imbéciles; nosotros les traemos el mundo moderno y ellos son el viejo...». Esto viene a demostrar que Google no es una empresa de descerebrados mozalbetes encantadores que corretean por los pasillos de Googleplex [sede central de Google en Santa Clara, California] a bordo de sus monopatines camino de la cafetería en busca de un frappucino. Uno no siente más que admiración por los dos fundadores de Google, pero hay que preguntarse si Larry Page y Sergey Brin están perfectamente enterados de lo que Google ha llegado a ser y lo que está pasando a ser.

En lo que a nosotros se refiere, el desaliento editorial tiene que terminar. Están pendientes de un hilo no sólo el destino de los periódicos sino el periodismo profesional. Hay un papel decisivo en el orden social para el que cuenta la información y para el que la selecciona, un papel decisivo a la hora de destacar la información importante y de intentar realmente calibrar el valor y la trascendencia de unos hechos. Los periodistas tienen un papel importante, y cada vez más, y la profesión es excesivamente imprudente al menospreciar sus aportaciones y excesivamente proclive a hacerlo. En cierto sentido, ese pesimismo es consecuencia de nuestra ingenuidad colectiva en los primeros tiempos de la Red. La mayoría de nosotros esperábamos que a una audiencia digital en aumento correspondiera un crecimiento de los ingresos por vía digital, pero la verdad es que los ingresos por publicidad disminuían mientras las audiencias aumentaban.

Al principio se buscaban «usuarios únicos», aunque estaba claro que no todos los usuarios iban a ser exclusivamente únicos. El lector que llegaba por un artículo concreto sobre un tema un poquito impactante recibía implícitamente una consideración equivalente a la del lector fiel. Además teníamos las páginas impresas y el número medio de páginas impresas por usuario único, pero esta fórmula de medición se iba al garete ante la importancia declinante de las páginas impresas en un mundo en el que las medidas han pasado a ser cuantitativas más que cualitativas.

Me temo que el modelo funcionó fundamentalmente en beneficio de nuestros amigos los agregadores; sin embargo, hemos sido cómplices en su desarrollo, junto con las agencias de publicidad, porque no hemos sido capaces de explicar a los anunciantes las razones por las que tenían importancia los matices demográficos. Tampoco hemos sido capaces de explicar nuestras ventajas. Si usted, anunciante, quiere un consumidor fiel, un lector fiel -y no alguien que salta de un canal a otro y va visitando superficialmente sitios web- no es mal sitio por el que empezar.

He dicho antes que había tres fases en la estrategia digital, y ahora estamos entrando en la última. ¿Cuáles serán los detalles de un sistema de pago digital? ¿Por paquetes o a granel? ¿Cómo convenceremos al lector acostumbrado a las descargas gratuitas a las descargas sin anuncios, para que suelte la pasta? Va a haber muchas discusiones al respecto, pero así es como debe ser. Sitios que ahora son gratuitos van a tener que reconsiderar los activos de que disponen -los periodistas, las relaciones con su perfil de clientes, sus archivos- y reflexionar en términos creativos sobre lo que es una experiencia de primera calidad, de manera que en la mente del lector se note una diferencia real. Es preciso que pensemos más en cómo la gente utiliza la web, o su teléfono, o una superficie electrónica de lectura, y elaborar unos contenidos a medida de la máxima calidad que se adapten a esa plataforma. Sin embargo, ahí es donde para nosotros reside el desafío mayor en el plano cultural. Los periodistas tienen que ser flexibles, tienen que entender que las vidas de los lectores han cambiado y que, si no dan respuesta a esos cambios, se habrán convertido a sí mismos en innecesarios.

Todos somos conscientes del coste comercial, pero el coste social será incluso todavía mayor si los que informan, los que rastrean los datos y los que proporcionan análisis sesudos se convierten en especies en peligro de extinción. ¿Sobre qué basarán entonces los blogueros sus opiniones? ¿Qué agregarán los agregadores? ¿Qué significará en último término el verbo googlear? Ahora deberíamos ser conscientes de que, si no vamos por delante, si no somos creativos, si no tenemos las ideas claras, estaremos asistiendo a nuestro propio funeral, al de la profesión de periodista.

Robert Thomson, director de The Wall Street Journal.

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