El futuro de la UE: una mirada retrospectiva

Imagen: Antiguo mapa de Europa. Foto: Jakob Braun
Imagen: Antiguo mapa de Europa. Foto: Jakob Braun

Este análisis reflexiona acerca del futuro de la UE mediante el examen de su historia reciente, concretamente desde la década de los 90.

Resumen

Las reflexiones en torno al futuro del proceso de integración de la UE suelen seguir una pauta bien conocida. Este ensayo breve propone romper con esta lógica al mirar hacia atrás en lugar de hacia delante, y así desarrollar el argumento de que es probable que el futuro de la UE esté fuertemente condicionado por las tendencias de los últimos 30 años. El texto revisa los debates europeos sobre el “déficit democrático”, la ampliación, la política de seguridad y defensa y el proyecto hacia una mayor integración económica. Además, se pone el foco sobre el proceso por el que las expectativas y ambiciones que caracterizaron épocas pasadas han dado paso a un modelo de integración regional más mesurado y limitado.

Análisis

Introducción

Cuando reflexionamos sobre el futuro de la UE, a menudo recurrimos a una gran cantidad de especulación. En cierto modo, esto puede parecer inevitable. Estas reflexiones también suelen incluir una larga lista de recomendaciones acerca de lo que la UE debería hacer en el futuro, no sin después advertir de que, quizá, la UE carece de la voluntad política para llevar a cabo la mayor parte de las tareas enumeradas en la lista. Para terminar, se hace alusión a alguna cita optimista de uno de los padres fundadores de la UE —generalmente Jean Monnet y, en ocasiones, Robert Schuman—. Este tipo de reflexiones son tan recurrentes que uno acaba por pensar que se encuentra atrapado en alguna clase de bucle temporal. La larga lista de desafíos después de haber pronunciado la valiente llamada a las armas. Se nos dice que la UE se encuentra en una encrucijada, donde tiene que apostar por una mayor unidad si aspira a afrontar las exigencias de un mundo interdependiente.

Esta mirada retrospectiva para debatir el futuro de la UE viene inspirada por el objetivo de evitar la mezcla típica entre especulación y una voluntad subjetiva de poder. El análisis va a mirar hacia atrás en lugar de hacia delante, para así estudiar la forma actual de la UE en base a los últimos 30 años de integración europea. Sobra decir que, a lo largo de la historia, hemos asistido a momentos de gran cesura en los que el pasado ha servido de poco en el afán de predecir las tendencias del futuro. No obstante, en la mayoría de las ocasiones, tener una cierta apreciación de dónde venimos ha sido útil para aproximarnos a lo que nos espera. Ésta sería la lógica intelectual por la que conviene reflexionar acerca del futuro de la UE tornando la vista hacia su pasado reciente. Por supuesto, algunos verán signos de vejez en este enfoque, un vistazo autocomplaciente hacia el período en el que el autor ha estudiado la naturaleza cambiante de la UE. Seguramente, ambas afirmaciones sean ciertas.

(1) El apogeo y el declive del déficit democrático de la UE

Veinte años atrás, el “déficit democrático” de la UE puede que fuera el debate político e intelectual número uno. ¿Acaso existía tal “déficit”? Y si efectivamente existía, ¿cómo podía bloquearse, reducirse o resolverse? El artículo de Andrew Moravcsik de 2002 fue central en despertar la polémica.[2] Desde su posición privilegiada en Harvard, sugería que el déficit democrático era nulo. La UE era democráticamente legítima a través de sus Estados miembros. Ahora bien, pretender que la UE cumpliera unos estándares ideales de democracia pasaba por alto el hecho de que un buen número de sus Estados miembros no alcanzaban dicho estándar en primera instancia.

Muchos de los pesos pesados en el estudio de la UE invirtieron tiempo y energía en este debate. Giandomenico Majone, Simon Hix, Kalypso Nicolaidis y Joseph Weiler, entre mucho otros, cultivaron un paisaje intelectual bajo el letrero de “el debate del déficit democrático”.[3] Tiempo y energía que también dedicaron las instituciones y Estados miembros de la UE. El tema ocupó el documento del Libro Blanco de la Gobernanza Europea (White Paper on European Governance), escrito a resultas de la oposición de Irlanda al Tratado de Niza (el 7 de junio de 2001).[4] En diciembre del mismo año, el Consejo Europeo publicó la Declaración Laeken, que sentó las bases para la Convención sobre el Futuro de Europa.[5]

¿De dónde venía este interés por el “déficit democrático” de la UE? ¿Y por qué este clima de urgencia? La década de los 90 estuvo marcada por una sensibilidad creciente al hecho de que, a medida que la integración avanzaba, los ciudadanos eran dejados de lado. De hecho, se volvió necesario conseguir la aceptación por parte de los ciudadanos y que éstos se identificaran de manera positiva con la UE. Algunos de los mayores defensores de la vocación tecnocrática de la UE restaron importancia a la participación ciudadana. Hablaban sobre los efectos desconocidos que acompañarían a la “politización” del proyecto europeo, al tiempo que celebraban la forma en que la integración había progresado de forma “silenciosa” a través de decisiones tomadas por el Tribunal de Justicia. Sin embargo, para muchos expertos y políticos, la expectativa de un gobierno europeo sin un pueblo europeo era preocupante. Se habían logrado grandes avances en la política europea una vez que se superaron los escollos de los años 70. Los acuerdos presupuestarios entre Margaret Thatcher y François Mitterrand, además de Jacques Delors al frente de la Presidencia de la Comisión Europea, allanaron el camino para el Acta Única Europea y la firma del Tratado de Maastricht de 1992.[6] El resultado fue la concentración del poder de toma de decisiones en órganos ejecutivos que se reunían —tanto ministros como funcionarios— regularmente en los pasillos y las salas de los comités del distrito europeo en Bruselas. No había ningún tipo de participación popular real en el proyecto de “una unión cada vez más estrecha”.

Los franceses votaron a favor del Tratado de Maastricht en un referéndum en 1992, pero sólo por una delgada mayoría (los franceses lo llamaron le petit oui). Los daneses rechazaron el Tratado. El gobierno de John Major había invertido una buena parte de su capital político en conseguir que el Tratado recibiera el visto bueno del parlamento de Westminster. El tribunal constitucional alemán expresó públicamente sus reservas acerca de las implicaciones del acuerdo para la democracia. Debates de alto nivel en torno a la presencia o ausencia de un demos europeo, que enfrentaron al filósofo Jürgen Habermas y al jurista Dieter Grimm, avivaron la discusión intelectual en Europa.[7] En 2005, Vivien Schmidt acuñó los términos “políticas sin política” (policy without politics) para describir a la UE, y “política sin políticas” (politics without policy) para describir a los Estados miembros.[8] Una brecha se había abierto entre las poblaciones nacionales y el proceso de toma de decisiones de los gobiernos nacionales que se reunían en las instituciones de la UE.

La Convención sobre el Futuro de Europa, una iniciativa surgida de la Declaración Laeken de 2001, ofrecía una solución. Pese a que tuvo un impacto relativamente limitado entre las audiencias domésticas de Europa, recibió una gran acogida entre la sociedad civil y, especialmente, entre los círculos intelectuales. Aunque al mirar atrás hemos tendido a olvidarlo, éste fue un momento que generó gran entusiasmo. Se extendió un sentimiento de que algo nuevo comenzaba a emerger. Éste fue el momento para la Constitución Europea. En torno a estas fechas, el presidente francés Jacques Chirac hizo una visita a la Universidad de Oxford. Al ser preguntado si lo que teníamos delante nuestro se trataba de una constitución o un tratado, Chirac respondió que, legalmente, nos encontrabamos frente a un tratado, pero que políticamente se trataba de una constitución para Europa. El destello en sus ojos parecía sugerir que ciertamente pensaba que se había encontrado una solución a los problemas de las credenciales democráticas de la UE.

Lo que siguió después fue el shock de las negativas francesa y danesa al Tratado Constitucional, en mayo y junio de 2005, respectivamente. En España el tratado constitucional recibió el apoyo de tres de cada cuatro electores, pero la participación fue solamente de un 43%. Los intentos de solventar el “déficit democrático” nunca se han llegado a recuperar tras los referéndums de 2005. De ahí en adelante, los gobiernos nacionales comenzaron a actuar con gran cautela a la hora de recurrir a los plebiscitos en materia europea. Aquéllos que habían reivindicado poner límites a la participación directa de la ciudadanía europea creyeron salir victoriosos del debate. Alemania se enrocó en evitar los referéndums a toda costa. Ángela Merkel se volvió una gran defensora de abordar los desafíos de la UE sin recurrir a los cambios de tratado. Los problemas reflotaron cuando, en junio de 2008, Irlanda rechazó el Tratado de Lisboa y la República Checa —con el euroescéptico Václav Klaus como presidente— resistió aprobar la ratificación del acuerdo. Finalmente, los Estados miembros de la UE adoptaron el Tratado de Lisboa y el cambio de tratado mediante una conferencia intergubernamental —lo que venía siendo un rasgo característico de la integración europea desde 1992— se dejó de lado. Introducir cambios en los acuerdos de la UE a través de las llamadas cláusulas “pasarela” del Tratado de Lisboa se coló en el ADN del proyecto europeo. No obstante, esto pasaría a hacerse de tal manera que se evitaría cualquier innovación institucional a gran escala orientada a subsanar el “déficit” democrático.

Todo esto ha puesto a la UE en una situación comprometida. Por un lado, tenemos pruebas recurrentes de que la ciudadanía, por norma general, tiene una actitud positiva hacia determinados aspectos de la UE. Por otro lado, desde 2005 hemos asistido a un gran empeño por restringir la implicación directa de los ciudadanos europeos en el proceso de políticas. Cualquier lugar de encuentro que pueda existir entre la UE y la política de masas ha dado paso a iniciativas exclusivamente supervisadas y monitorizadas por los gobiernos nacionales y el funcionariado de la UE.

El proceso Spitzenkandidat es un claro ejemplo de ello: el mecanismo intentó estrechar la distancia entre la Presidencia de la Comisión Europea y los resultados de las elecciones al Parlamento Europeo. Sin embargo, esto sólo ha ocurrido una vez, en 2014. Para cuando llegamos a las elecciones de 2019, los Estados miembros —con Francia al frente— reclamaron su derecho a elegir todos los puestos de más alto nivel, apoyándose en un complejo proceso de acuerdos entre bastidores. El referéndum del Brexit en el Reino Unido del año 2016 puso el broche al miedo a la política de masas. ¿A qué conclusión se llegó? A que cuando la UE se ve arrastrada a las turbulencias de la política nacional de masas, nunca saldrá nada bueno.

Estos antecedentes nos sirven para contextualizar la Conferencia sobre el Futuro de Europa que se celebra en la actualidad. Guy Verhofstadt, uno de los líderes de la iniciativa, dio un discurso frente al Parlamento Europeo en septiembre de 2021. Su audiencia estaba compuesta por los 200 ciudadanos europeos que, de forma aleatoria, habían sido escogidos para asistir. Se trata de un ejercicio único en su especie en pro de la democracia pan-Europea, dijo Verhofstadt. Por primera vez los ciudadanos de la UE estaban participando mano a mano con los legisladores de la Unión. Vosotros sois, les decía, el pequeño grupo de gente con mascarilla haciendo historia en la cámara cavernosa de Estrasburgo. Mientras que se estaba produciendo el discurso de Verhofstadt en Estrasburgo, la Conferencia sobre el Futuro de Europa apenas llegaba a 2.402 seguidores en Twitter, de una población total de aproximadamente 445.000.000. Es decir, un 0,00054% de la población. La Conferencia ha sido organizada por el triunvirato de instituciones europeas —la Comisión, el Consejo y el Parlamento—, asistidas por un ejército de consultores y expertos. La participación ciudadana está limitada a una serie de foros deliberativos, los cuales están, a su vez, supervisados y gestionados por los organizadores de la Conferencia. ¿Tienen estos ciudadanos algún poder real? Ciertamente, muy poco. Juegan su papel en la extensa saga del déficit democrático de la UE. E incluso si gozaran de alguna forma de poder, ¿sería éste legítimo? En los sistemas políticos democráticos, el poder fluye desde mayorías que se forman a partir de la población en su conjunto, o bien de coaliciones que poseen la autoridad sobre comunidades que coexisten en torno a una misma sociedad. A través de mandatos populares: así es cómo se producen los cambios en democracia.

El abismo entre la toma de decisiones en el seno de la UE y la política de masas es mayor que nunca, pero la urgencia y la ansiedad que coparon los años 90 y el principio de siglo han desaparecido. El tema de Europa apenas fue mencionado de pasada durante la campaña electoral de 2021 en Alemania. En el tercer (y último) debate televisivo entre Laschet, Scholtz y Baerbock, el moderador no hizo ni una sola pregunta sobre Europa, o el mundo. Con esto no quiero decir que se ha desaprovechado una oportunidad. Los intentos por conciliar la política de masas con la integración europea difícilmente podían tener éxito. Al fin y al cabo, la UE se originó como un intento por sortear la política de masas, encontrando en ésta el germen y el ascenso del fascismo y del conflicto entre 1939 y 1945.[9] Más bien, lo que argumento aquí es que el momento histórico ha pasado. El momento en el que predominaba una conciencia entusiasta por paliar la brecha entre la política de masas y el proceso decisorio en la UE, donde además existía el deseo compartido entre las elites nacionales y europeas por encontrar una solución plausible. Esta conciencia generó un cierto fervor y entusiasmo intelectual acerca del proyecto europeo. Atrajo a idealistas y realistas por igual. Este momento, en cualquier caso, ya se ha desvanecido.

En su resurgir, y puede que en el intento de librarse de su legado, el debate acerca del “déficit democrático” de la UE se presenta ahora como la disputa entre la democracia de la UE y [10] Esta nueva clase de autócratas le está dando un respiro a la UE. Cierto margen para borrar sus propios fracasos democráticos.

(2) Adios ampliación

El proceso de ampliación ha sido una fuente de vitalidad y legitimidad sin parangón para el proyecto europeo. Desde finales de los 90 y hasta bien entrados los 2000: proyectar los valores de la UE sobre los países vecinos, ser partícipes del desarrollo de los Estados del área post soviética, o ser vistos en el mundo como los principales valedores de la democratización pacífica eran aspectos centrales para la UE. Con la firma del Acta Única Europea primero, y el Tratado de Maastricht después, la ampliación —con permiso de la Unión Monetaria Europea— se convirtió en la raison d’être de la UE. Pretendía ser, salvando las distancias, lo que la misión civilizatoria fue para los primeros colonizadores. No en relación a las formas en las que se llevó a cabo, sino en el sentido de la fe, rectitud y superioridad moral que caracterizaba a aquéllos involucrados en el proceso de ampliación.[11]

¿Cuándo y por qué se frenó? ¿Y qué implicaciones tiene para el futuro de la UE? La ampliación ha sido uno de los ejes más importantes del proyecto de integración desde la década de los 60, cuando el Reino Unido presentó su candidatura de adhesión (para ser rechazado por Charles de Gaulle en hasta dos ocasiones). El proyecto creció durante los 70 (con las primeras adhesiones del Reino Unido, Irlanda y Dinamarca), los 80 (Grecia, España y Portugal), los 90 (las llamadas adhesiones “fáciles” de Austria, Finlandia y Suecia) y el big bang de 2004 (con ocho Estados post soviéticos, Chipre y Malta). El proceso dio lugar a una gran producción literaria que hablaba de la UE como un “modelo” diferente a cualquier otro.[12] Confería un sentido al conjunto del proyecto al tiempo que incentivaba debates acerca de la naturaleza de la UE. ¿Se trataba de un imperio con un centro y una periferia? ¿O era otra cosa?[13] A pesar de que hubo algunas quejas, la política de ampliación era muy popular por entonces, anhelada tanto por las poblaciones de los Estados candidatos como empleada como prueba del impacto positivo de la UE en los gobiernos de los Estados miembros.

Hoy por hoy, el proceso de ampliación ha sido reemplazado —al menos, oficialmente— por la Política de Vecindad de la UE. Se trata claramente de un giro verbal importante, pues se ha desplazado la promesa de la incorporación y ha dejado paso a la distinción entre los Estados miembros de la UE y su vecindario. Los Balcanes representan lo poco que queda de la ampliación como tal, pero el proceso de adhesión actual no es el mismo que el de los años 90. Los Estados candidatos experimentan una fatiga considerable. No hay el mismo nivel de conformidad con la legislación europea, ni tampoco la voluntad para ello. De hecho, algunos de los candidatos están buscando alternativas. En los últimos años, Serbia ha desarrollado nuevos lazos con China, especialmente como país receptor de inversión extranjera directa. En un futuro no tan lejano, los Balcanes Occidentales se convertirán probablemente en nuevos Estados miembros de la UE. Si lo miramos desde esta perspectiva, no es el fin del proceso de ampliación. Sin embargo, como proyecto ideológico, uno que pueda dar razón y sentido al bloque europeo, ha llegado a su límite. El fin es evidente si pensamos en Turquía —candidato desde hace décadas, pero que ahora ha decidido labrarse su propio camino— o Europa del Este. Hubo un tiempo en el que (de forma un tanto ingenua, pues no tenía en cuenta las sensibilidades rusas) se pensó que la ampliación podría llegar hasta Ucrania. Se creía que era posible, o incluso inminente. Estas esperanzas ya se han agotado.

Nos encontramos en un momento revisionista en lo que se refiere al proceso de ampliación. En su libro La Luz Que Falló (The Light That Failed), Stephen Holmes e Ivan Krastev escriben acerca del “imitacionismo”, el plan por el que los modelos políticos y sociales de Europa Occidental son replicados en el Centro y Este del continente.[14] Jan Zielonka ha descrito detalladamente la “contrarrevolución” de Europa Central y Oriental.[15] Los acontecimientos en Polonia y Hungría nos llevan a la pregunta de hasta qué punto el proceso de ampliación es responsable de la evolución política de estos países. En lugar de un ejemplo impecable de democratización, ¿podría la adhesión a la UE traer consigo una modalidad “vacía” y débil de transición política?[16] El proceso de ampliación aún no ha terminado. Simplemente hemos comenzado a reevaluar un legado que antes se consideraba glorioso e indiscutible.

¿En qué punto está hoy la UE? El proyecto no puede ganar legitimidad externa a través de la actitud positiva de las poblaciones de posibles Estados candidatos ansiosas por unirse al bloque. Sin lugar a dudas, esto representa un cambio histórico de calado. Durante cierto tiempo se pensó que el fervor por el proceso de ampliación podía trasladarse a la necesidad de reforma dentro de los propios Estados miembros, particularmente a raíz de [17]

(3) Un nuevo realismo

La autonomía estratégica y la soberanía europea han ocupado un gran espacio de las conversaciones de los últimos años. Luuk van Middelaar, uno de los intelectuales más prominentes en el estudio de la UE, impartió una serie de ponencias en el Collège de France sobre los asuntos exteriores de la Unión y acuñó la idea de “Europa geopolítica”. Sus presentaciones evocaban un cierto sentido de finalidad o culminación: por fin, la UE está pasando a “formar parte de la historia”. Sin embargo, Middelaar estaba pasando por alto el hecho de que el “giro geopolítico” no es una señal de madurez política, sino más bien la combinación de una creciente desilusión ideológica y la internalización de una cultura política más cínica.

Volvamos a principios de los años 2000. Por aquel entonces, la Política Exterior y de Seguridad Común y la Política Común de Seguridad y Defensa (PESC y PCSD, respectivamente) eran concebidas como una de las dimensiones más dinámicas y prometedoras del proyecto de integración. El mundo académico se estaba volcando intelectualmente sobre estos vectores emergentes. Jolyon Howorth, un especialista en política de defensa de la UE, llegó a comentar una vez que había más gente repartiendo cuestionarios sobre la CSDP por las calles de Bruselas que gente trabajando en la política en el Consejo de Ministros. Con motivo de la celebración de la cumbre anglo-francesa de marzo de 2008, Timothy Garton Ash, historiador contemporáneo y analista, afirmó que los “próximos 50 años” de la Unión girarán en torno a “lo que Europa hace en sus relaciones con el resto del mundo.”[18] Y, efectivamente, a comienzos de la década —especialmente en el período alrededor de la invasión de Irak de 2003—, primaba un gran entusiasmo intelectual acerca de lo que representaba la UE: un modelo diferente de hacer relaciones internacionales. “Los europeos son de Venus, los americanos de Marte”, decía Robert Kagan, el afamado analista afincado en Washington.[19] Otros se deshacían en elogios al hablar del poder blando de la UE. Mark Leonard publicó un libro, con buena acogida, en el que argumentaba que la UE lideraría el siglo XXI gracias a sus grandes similitudes con Visa: una red descentralizada bajo el control de los Estados miembros. Según Leonard, el grado de interdependencia de los Estados miembros de la UE era el motor que garantizaría la consolidación de la paz continental. Estábamos en la era de Javier Solana, el alto representante de la UE para la PESC. Solana dio la Cyril Foster Lecture de Oxford en 2008, una de las charlas más importantes de la universidad en el área de asuntos internacionales. Su intervención se limitó a hacer un repaso anodino de varias posturas oficiales de la UE, pero él fue recibido como una superestrella, tanto por estudiantes como por el claustro universitario.

Hace tiempo que hemos dejado atrás este tono de optimismo. El interés por el área de las relaciones internacionales de la UE ha llegado a su punto máximo, en lugar de ser un nuevo horizonte de análisis en auge. Al mismo tiempo, las discusiones acerca del poder de la UE han perdido el idealismo, la ambición y la retórica pasada. En 2005 Mark Leonard no dudó en postular que la UE estaba “transformando la naturaleza del poder político”.[20] El “extraordinario ‘poder transformativo’” de la UE estaba dejando fuera de juego a la “geopolítica clásica”. La UE iba a transformar el mundo mediante el modelo de integración basado en normas y leyes.[21] A día de hoy, los debates en torno a la autonomía estratégica europea no van más allá de los instrumentos y capacidades convencionales que tradicionalmente han servido para medir el poder: soldados, ejércitos y armas. Nos hemos alejado sustancialmente de las nociones de la UE como un “poder normativo”, y nos hemos alejado todavía más de la visión de Leonard acerca de una paz mundial regida por un corpus de derecho comercial.[22] Si prestamos atención al detalle en la noción de la UE como un “actor geopolítico”, podemos identificar justificaciones para tomar este camino que son sorprendentemente realistas y cínicas. Como dice Van Middelaar, estamos asistiendo a una transición desde la “política de las normas” a la “política de los acontecimientos”.[23] De esta manera, lo que aflora es que lo verdaderamente importante no es lo que hace la UE, sino simplemente que haga eso, actuar. Dando lugar a una curiosa versión de lo que Ivo Diamanti llamó l’ideologia del fare, incluso si actuar nos lleva a contravenir nuestras propias normas.[24]

(4) La victoria de la integración diferenciada

La última parte de esta historia es la integración económica de Europa. Nuestra preocupación actual por la diferenciación es una consecuencia institucional de lo que Trotsky denominó “la ley del desarrollo combinado y desigual”. A medida que el capitalismo avanza en el tiempo, lo hace de manera que crea ganadores y perdedores. Asimismo, su desarrollo se ve profundamente afectado por las fronteras de los Estados-nación. Hemos sido testigos de ello en los casos de la Eurozona y el Mercado Único, asentando las bases de lo que hemos pasado a llamar “integración diferenciada”.

Tenemos la promesa de que la unión monetaria precipitará una convergencia macroeconómica y que el mercado único generará beneficios para todos (consumidores y productores por igual). Uno de los principales argumentos a favor de la unión monetaria ha sido evitar los costes asociados a la falta de coordinación de los ciclos económicos. Las llamadas “cuatro libertades” del Mercado Único y sus defensores a menudo dan la impresión de que todo el mundo gana al participar en la integración económica europea. Lo cierto es que ha habido convergencia y que las ganancias del Mercado Único son tangibles y reales, pero no debemos olvidarnos de pensar en términos de ganadores y perdedores y de las consecuencias que ello puede acarrear.

La Unión Económica y Monetaria (UEM) implica un tipo de interés único para un bloque económicamente heterogéneo. Por si fuera poco, la moneda única ha exacerbado las diferencias entre las economías de los Estados miembros de la UEM. Una moneda única no elimina la competición entre economías nacionales. Más bien, quiere decir que no pueden competir en base a los movimientos de valor de sus respectivas monedas nacionales. En su lugar, la competición se traslada nada más y nada menos que a los modelos de crecimiento económico, particularmente a los salarios y a los precios. Así, las diferencias estructurales de las economías nacionales pasan a jugar un papel a la hora de regular la competición entre las economías.

Cuando estalló la crisis del euro, una gran parte del debate se tornó a la necesidad de implementar reformas domésticas en la Eurozona —en los mercados laborales, las pensiones y los mercados de productos—. Había puesto en evidencia, de forma drástica, la persistente diversidad en el seno del grupo. Entre principios de siglo y la actualidad, ha quedado aún más claro todavía qué países podrían dominar como motores de la exportación y cuáles se han consolidado como “importadores de último recurso” (importers of last resort), a partir de las dinámicas derivadas de la Eurozona. Lo que la unión monetaria había prometido era convergencia. En cambio, la consecuencia ha sido una divergencia mayor.

En el plano institucional, el resultado ha sido una mayor atención al tema de la diferenciación. Las cosas eran muy diferentes hace dos o tres décadas. Dierdre Curtin se lamentaba, allá por 1993, de que el Tratado de Maastricht, al formalizar la existencia de varios “pilares” diferentes entre sí, estaba creando una Europa “a trozos” (bits and pieces).[25] Su punto de partida era el de evaluar el estado de la UE en base a una unión legal completamente integrada y “sin pilares”. Resulta difícil imaginar este ejercicio en el tiempo presente, donde varias comunidades complejas y con distintas capas y niveles de políticas se han convertido en la norma en la integración europea. En el pasado, mientras que la subsidiariedad era aceptada como un principio fundamental que podía acomodar las diferencias entre los Estados miembros, la integración diferenciada era rápidamente equiparada a calificativos peyorativos como “Europa a la carta” o “Europa a múltiples velocidades”.[26] Hoy por hoy, la membresía del Eurogrupo ejemplifica cómo la diferenciación se ha convertido en la norma institucional de la UE. Al principio, el euro fue concebido como un proyecto sin calendario, pero en todo caso necesario para todos los Estados miembros. Ahora una de las economías más grandes y exitosas de la UE —Polonia— no forma parte del club. Ni parece que lo vaya a hacer en el futuro. Y lo mismo podría decirse de Suecia y Dinamarca.

Por supuesto, la relación entre el desarrollo capitalista y la diferenciación no se manifiesta exclusivamente en la distinción entre miembros y no miembros del Eurogrupo, o en los conflictos que enfrentan a los modelos de crecimiento nacional dentro de la Eurozona. Volvamos al ejemplo de Polonia. Los políticos polacos consideran que el desacuerdo con la UE sobre el Estado de derecho se trata de una cuestión de integración diferenciada. O, en otras palabras, que cada Estado miembro goza del derecho a decidir en este ámbito y a hacer las cosas de forma un tanto diferente. Los detractores hacen hincapié en que eso es imposible en un área tan esencial para la UE como es el Mercado Único. Más allá de la retórica, hay una cierta conexión entre la economía política que explica los éxitos electorales del Partido Ley y Justicia (PIS) y las demandas que hacen de una mayor integración diferenciada. Tal y como lo describió el ex presidente polaco Aleksander Kwaśniewski, los líderes del PIS han entendido mejor que muchos otros que los éxitos económicos de Polonia no han dejado tras de sí únicamente ganadores, sino también perdedores.[27] La estrategia del PIS ha sido movilizar políticamente a los segundos, empezando a recoger sus primeros frutos tras la crisis financiera de 2008. Entonces, Polonia se vio afectada de la misma manera que otros países de Europa Central y Oriental, obligados, por ejemplo, a hacer recortes en el gasto público destinado a políticas de bienestar. El eslogan que le granjeó la victoria al PIS en 2015 decía: “Polonia está en ruinas”. Quizá de manera sorprendente para terceros que ven a Polonia como un caso inequívoco de transición económica exitosa, el eslogan funcionó porque la calidad del crecimiento económico en Polonia es eminentemente desigual. Por lo tanto, no es de extrañar que la política ganadora del PIS fuera un subsidio estatal directo para las familias polacas, lo que pasó a ser conocido como el programa 500+. Hay un abanico de explicaciones de por qué la diferenciación se ha convertido en la modalidad por defecto de la integración europea. La relación con el “desarrollo combinado y desigual” de Europa es una de ellas.

Conclusiones

¿Qué revela esta mirada retrospectiva acerca del futuro de Europa? Hace unos pocos años, durante el discurso sobre el Estado de la Unión de 2017, Jean-Claude Juncker describió un conjunto de escenarios para el futuro de la UE. Seguir adelante (con el statu quo), nada excepto un mercado único, aquéllos que quieren hacer más que lo hagan, hacer menos más eficientemente y hacer mucho más juntos. ¿Qué rumbo está tomando la UE? Hemos entrado en una fase de pragmatismo post crisis. Lejos de darse por sentado, la supervivencia del proyecto se ha convertido en un logro en sí mismo.

El ímpetu y el idealismo subyacentes a un buen número de las iniciativas de integración europea y que caracterizaron las décadas de los 90 y 2000 han desaparecido. Hay una aceptación generalizada, entre los Estados miembros, de una UE centrada en el mercado único, además de una aceptación, pero plagada de tensiones, respecto a la unión monetaria como un hecho consumado. Ambas realidades no se pueden revertir. Si bien, prevalece un gran desacuerdo en cuanto a todo lo demás. Son pocos los que creen que la UE es un modelo para la construcción de una identidad transnacional. Tampoco hay un gran apetito por presentar a la UE como una forma novedosa de pensar las relaciones internacionales y practicar la diplomacia internacional. Más bien, el énfasis se ha trasladado a “descentrar” (decentring) a la UE, es decir, a reconocer que la UE es un producto de las tendencias globales y no un sujeto que construye la historia del mundo por derecho propio. Ha llovido mucho desde los días del momento constitucional en Europa. En la actualidad, la UE demanda mucho menos de la ciudadanía en lo que se refiere a su identidad y ha dejado de intentar borrar las profundas diferencias que existen entre los Estados miembros (diferencias en tradición política, modelos económicos e imagen hacia el mundo). Ahora, posiblemente más que nunca, el foco está en mostrar las ganancias que trae la integración.

En ocasiones, los líderes nacionales de la UE acordarán extender dichas ganancias emanadas del pragmatismo a otras áreas, como podría ser el proyecto embrionario de la “Unión Europea de la Salud”. Pero serán la excepción que confirma la regla. El conflicto sobre el Estado de derecho con Polonia y Hungría puede que avive, una vez más, los sentimientos de superioridad moral de los europeístas. Y, desde luego, siempre cabe la posibilidad de que nuevas crisis sirvan de trampolín para una integración más estrecha. En cualquier caso, ello iría en contra de la tónica general que ha dominado los últimos 30 años. Éste ha sido el período en el que la UE ha tomado el rumbo de la gestión de crisis de forma pragmática y post ideológica, la suspensión de cualquier reajuste institucional significativo y el compromiso firme con eludir la política de masas.

Chris Bickerton, profesor de política europea moderna en la Universidad de Cambridge e investigador (fellow) de Queen’s College, Cambridge.


[1] Este análisis surgió a partir de una charla organizada el 23 de septiembre de 2021 en el Real Instituto Elcano de Madrid. El autor quisiera expresar su agradecimiento a Ignacio Molina por su invitación a Madrid y por animarle a publicar la charla en forma de ARI para el Instituto. También quisiera agradecer a Hans Kundnani por sus comentarios sobre una versión anterior del análisis.

[2] Andrew Moravcsik (2002), “In defence of the ‘democratic deficit’: reassessing legitimacy in the European Union”, Journal of Common Market Studies, vol. 40, nº 4, pp. 603-624.

[3] Giandomenico Majone (1998), “Europe’s ‘Democratic Deficit’: the question of standards”, European Law Journal, vol. 4, nº 1, pp. 5-28; Andreas Follesdal y Simon Hix (2006), “Why there is a Democratic Deficit in the EU: a response to Majone and Moravcsik”, Journal of Common Market Studies, vol. 44, nº 3, pp. 533-562; Kalypso Nicolaïdis y Robert Howse (eds.) (2001), The Federal Vision: Legitimacy and Levels of Governance in the United States and the European Union, Oxford University Press, Oxford; y J.H.H. Weiler y Marlene Wind (eds.) (2001), European Constitutionalism Beyond the State, Cambridge University Press, Cambridge. Ésta es una selección minúscula a partir de un gran cuerpo literario que aborda el tema del déficit democrático de la UE.

[4] European Commission (2001), European Governance – A White Paper, COM (2001) 428 final, 25/VII/2001, http://aei.pitt.edu/1188/.

[5] “Laeken declaration on the future of the European Union”, 15/XII/2001.

[6] En relación a los debates acerca de los presupuestos, véase Stephen Wall (2008), Stranger in Europe: Britain and the EU from Thatcher to Blair, Oxford University Press, Oxford, cap. 2.

[7] Dieter Grimm (1995), “Does Europe need a Constitution?”, European Law Journal, vol. 1, nº 3, pp. 282-302; Jürgen Habermas (1995), “Remarks on Dieter Grimm’s ‘Does Europe need a Constitution?”, European Law Journal, vol. 1, nº 3, pp. 3003-3007; y Jürgen Habermas (2001), “Why Europe needs a Constitution”, New Left Review, sept./oct., pp. 5-26.

[8] Vivien Schmidt (2006), Democracy in Europe: The EU and National Polities, Oxford University Press, Oxford.

[9] Martin Conway (2020), Western Europe’s Democratic Age, 1945-1968, Princeton University Press, Princeton, New Jersey, cap. 2.

[10] Merijn Chamon y Tom Theuns (2021), “Resisting membership fatalism: dissociation through enhanced cooperation or collective withdrawal”, Verfassungsblog, 11/X/2021.

[11] Sobre el debate en torno a las dimensiones coloniales y éticas en reivindicaciones contemporáneas de la “identidad europea” véase Hans Kundnani (2021), “What does it mean to be ‘pro-European’ today?”, New Statesman, 4/II/2021.

[12] Mark Leonard (2005), Why Europe Will Run the 21st Century, Fourth Estate, Londres.

[13] Jan Zielonka (2006), Europe as Empire, Oxford University Press, Oxford.

[14] Stephen Holmes e Ivan Krastev (2020), The Light That Failed, A Reckoning, Allen Lane, Londres.

[15] Jan Zielonka (2018), Counter-Revolution: Liberal Europe in Retreat, Oxford University Press, Oxford.

[16] Sobre democratización “vacía” y el fenómeno de la recaída, véase Licia Cianetti, James Dawson y Seán Hanley (2018), “Rethinking ‘democratic backsliding’ in Central and Eastern Europe – looking beyond Poland and Hungary”, East European Politics, vol. 34, nº 3, pp. 243-256.

[17] Marylou Hamm (2018), “Transparency in the European crisis: between ethnicization and economicization”, en Orianne Calligaro y Francois Foret (eds.), European Values: Challenges and Opportunities for EU Governance, Routledge, Londres. En torno al argumento de que la Troika ha transformado a la UE, véase Hans Kundnani (2018), “Discipline and Punish”, Berlin Policy Journal, 27/IV/2018.

[18] Timothy Garton Ash (2008), “A historic compromise with France is exactly what Britain needs”, The Guardian, 27/III/2008.

[19] Robert Kagan (2003), Paradise and Power: America and Europe in the New World Order, Atlantic Books, Londres.

[20] Mark Leonard (2005), “EU ain’t seen nothin’ yet”, New Humanist, marzo/abril, pp. 26-27.

[21] Ibid, p. 27.

[22] Ian Manners (2002), “Normative power Europe: a contradiction in terms?” Journal of Common Market Studies, vol. 40, nº 2, pp. 235-258.

[23] Véase Luuk Van Middelaar (2020), Alarums and Excursions: Improvising Politics on the European Stage, Agenda, Newcastle.

[24] Ilvo Diamanti (2010), “L’ideologia del fare”, Repubblica, 21/II/2010. Para una crítica fundamentada de la carrera y obra de Van Middelaar, véase Perry Anderson (2020), “The European coup”, London Review of Books, vol. 42, nº 24.

[25] Dierdre M. Curtin (1993), “The constitutional structure of the Union: a Europe of bits and pieces”, Common Market Law Review, vol. 30, nº 1, pp. 17-69.

[26] Para las raíces filosóficas de la subsidiariedad véase Carlo Invernizzi-Accetti (2019), What is Christian Democracy? Politics, Religion and Ideology, Cambridge University Press, Cambridge, caps. 4 y 8.

[27] Estas declaraciones de Kwaśniewski tuvieron lugar el 22de septiembre de 2021 en un acontecimiento en Madrid, “Conversaciones sobre Europa”, organizada por la Asociación de Periodistas Europeos.

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