Nadie sabe cómo saldremos de esta, pero no podemos evitar imaginar alternativas. Imaginar es uno de los elementos más identitarios de nuestra especie. Crear pinturas mentales, trazar distintos escenarios, confabular sobre el futuro…
Ya Platón había atisbado el poder de la imaginación en aquellos prisioneros de la caverna cuya realidad se configuraba a través de imágenes. Pero pasamos por alto una de las cuestiones más significativas en este proceso y que está relacionada con la actitud de la que partimos. Antes de elucubrar sobre el diseño del mundo que restará una vez que hayamos superado esta crisis, estamos conminados a tomar, ipso facto, una decisión de calado para nuestro porvenir.
Nosotros, nuestros representantes, y en general cualquiera que se sienta conminado en su labor de ciudadano, tenemos que resolver si adoptamos una actitud optimista o nos decantamos por aferrarnos a la esperanza. Y tenemos que hacerlo con plena conciencia, evitando la inercia de una mímesis irreflexiva que en tiempos de incertidumbre favorece la emulación ante el pensamiento. De la resolución de ese dilema, entre otros factores, partirá el diseño del futuro.
Muchos han sido los pensadores que a lo largo de la historia han analizado el papel de la esperanza como asidero contra el desánimo, pero debemos tener claras qué diferencias existen entre ésta y el optimismo de cara a no cometer algunos de los errores que han colaborado en la forja de la situación actual.
El optimismo se ha convertido en uno de los grandes aliados del sistema capitalista. Ser optimista, en la mayoría de las ocasiones, implica mirar hacia el futuro con la ilusión de pensar que éste será mejor. Y esta mejoría parte, como bien señala el intelectual Terry Eagleton, de un presente que posee la suficiente credibilidad para convertirse en un punto de apoyo fiable. Esto implica que el optimismo se basa en la confianza.
El futuro del optimista, por lo tanto, se presenta como una prolongación del presente en una versión mejorada, de ahí que exista un sesgo conservador. Por lo general, los optimistas parten de una situación que consideran lo suficientemente buena para usarla como plataforma de impulso hacia una dirección que tienen predeterminada.
La vía imaginaria por la que circula el futuro del optimista apenas tiene bifurcaciones o sobresaltos, y el horizonte se dibuja con nitidez. Esto provoca un conservadurismo sobre el presente que impide cambios bruscos de dirección. Sabiendo esto, el sistema ha usado el optimismo como adalid en la construcción de la identidad del sujeto. Ha fusionado de manera sutil y sofisticada, el optimismo con una actitud moral correcta, logrando que su contrario, el pesimismo, se perciba como una cualidad reprochable.
Por el contrario, el que orienta el presente bajo el sesgo de la esperanza, se adhiere a una actualidad inocua, se mantiene a la expectativa. Bajo esta actitud, desconfía del presente que, por lo general, lo percibe como poco halagüeño. Sabe que los enseres con los que cuenta carecen de relevancia para ese futuro que se imagina. Su predisposición a romper con el statu quo es mayor, posee el anhelo de un cambio, pero es consciente de que éste implica una revolución.
Por este motivo, el capitalismo ha percibido en la esperanza un adversario, y ha puesto su maquinaria de control emocional a trabajar de cara a desprestigiarla en el acervo popular. Ha logrado insertar la idea de que esperar es negar, fracasar, morir en vida… y ha impulsado una sociedad pro-activa, generando lo que el filósofo Byung-Chul ha descrito como una violencia centrada en el exceso de positividad, en la hiperactividad.
Igual va siendo hora de recuperar el orgullo de la esperanza, ese que florecía como una actitud de soporte ante adversidad y que ayudaba a sacar fuerzas de donde no las había. Puede que sea el momento de situarla como uno de los ejes de esa ejemplaridad, pública y privada, que el pensador Javier Gomá ha defendido a lo largo de su obra.
De cara a equilibrar la balanza, sería conveniente percibir la esperanza desde el elogio, como resistencia hacia las vilezas del presente para que, llegado el momento, nos sintamos en la obligación de empujar hacia un verdadero cambio.
Es el momento de tomar conciencia de nuestra actitud ante la crisis. De optar por el optimismo, apostando por una reconstrucción, usando las mismas herramientas y protocolos de cara a restaurar el edificio del sistema. O poner en valor la fortaleza de la esperanza y, partiendo del mismo terreno, ser capaces de introducir cambios estructurales que modifiquen los planos del edificio, añadiendo nuevos pilares que posibiliten otros espacios desde los que planificar la vida.
José Carlos Ruiz es profesor de Filosofía en la Universidad de Córdoba.